Puede que nuestra primera reacción sea destestarlos, pero a poco de pensarlo no hay más remedio que reconocer y admirar las virtudes y los talentos de quien domina con soltura el difícil arte de importunar a un desconocido. Sucede, pongamos, cuando uno está absurdamente empeñado en el egoísta intento de permanecer en paz: la pausa que abusivamente uno se ha concedido para tomar un café a solas o para sentarse tantito a la sombra en la banca de un jardín —para leer el periódico o un libro, o sencillamente para ver el mundo pasar: cosas así de descabelladas. No falta quien de inmediato detecte la oportunidad y la aproveche: con fórmulas de fingida cortesía, que a un tiempo son inobjetables e imperativas (¿qué trabajo nos cuesta bajar el periódico y responder?), el cazador consigue desarmarnos y tenernos a su merced tan rápida como infaliblemente. «Disculpe, una pregunta...», dice, y ya estamos obligados a responderle y a esperar su réplica y todo lo que venga a continuación. Porque, en su audacia, el inoportuno sabe que no tendremos escapatoria según una deducción muy simple —tanto que ni siquiera considera la posibilidad de que emprendamos la huida, pues cualquier amago de defección de nuestra parte lo tomará, y nosotros antes que él, como una falta de educación—: si ahí estábamos de ociosos, sin hacer nada (y leer califica como no hacer nada), ¿qué mejor modo de pasar el rato que platicar con él?
Así, con la temeridad que conduce las mejores aventuras, con una insuperable confianza en sí mismo y, sobre todo, con la profunda convicción de que lo suyo habrá de interesarnos inevitablemente, el inoportuno se lanza a implicarnos en su curiosidad, exponiéndonos cuanto juzgue pertinente y reclamando nuestro parecer (por más que no le interese y pase enseguida otra cosa: lo que le importa es lo que él tenga que decir). Los mejores, desde luego, son aquellos que disponen de un tema tan indiscernible que conseguirá, aunque sea al principio, intrigarnos, de manera que lleguemos a preguntarnos qué diablos está diciéndonos —aunque en realidad nada diga, como suele suceder. Y tenga o no coherencia en su discurso (quien esto escribe es regularmente visitado por inoportunos que le hablan lo mismo de Juárez que de Bielorrusia), lo que cuenta es ante todo su autoestima, impuesta sobre la sospecha de que hasta antes de su aparición uno era poco más que un parásito que injustificablemente suponía que podía disfrutar de algo de tranquilidad: de ahí que al inoportuno lo mueva un espíritu redentor, pues invierte su tiempo en nosotros exasperado por la posibilidad de que estemos perdiéndolo impunemente. Y a diferencia de los vendedores ambulantes o los mendigos, a los inoportunos no los guía la codicia; por lo menos no en primer lugar, pues los más avezados saben ingeniárselas para cobrarse discretamente con los cigarros que van sustrayéndonos, con el periódico que terminan por quitarnos —al fin que ya no nos dejaron leerlo— o retirándose elegantemente antes de que llegue la cuenta y en ella conste el café que se tomaron mientras nos entretenían. ¿Les damos las gracias alguna vez?
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Así, con la temeridad que conduce las mejores aventuras, con una insuperable confianza en sí mismo y, sobre todo, con la profunda convicción de que lo suyo habrá de interesarnos inevitablemente, el inoportuno se lanza a implicarnos en su curiosidad, exponiéndonos cuanto juzgue pertinente y reclamando nuestro parecer (por más que no le interese y pase enseguida otra cosa: lo que le importa es lo que él tenga que decir). Los mejores, desde luego, son aquellos que disponen de un tema tan indiscernible que conseguirá, aunque sea al principio, intrigarnos, de manera que lleguemos a preguntarnos qué diablos está diciéndonos —aunque en realidad nada diga, como suele suceder. Y tenga o no coherencia en su discurso (quien esto escribe es regularmente visitado por inoportunos que le hablan lo mismo de Juárez que de Bielorrusia), lo que cuenta es ante todo su autoestima, impuesta sobre la sospecha de que hasta antes de su aparición uno era poco más que un parásito que injustificablemente suponía que podía disfrutar de algo de tranquilidad: de ahí que al inoportuno lo mueva un espíritu redentor, pues invierte su tiempo en nosotros exasperado por la posibilidad de que estemos perdiéndolo impunemente. Y a diferencia de los vendedores ambulantes o los mendigos, a los inoportunos no los guía la codicia; por lo menos no en primer lugar, pues los más avezados saben ingeniárselas para cobrarse discretamente con los cigarros que van sustrayéndonos, con el periódico que terminan por quitarnos —al fin que ya no nos dejaron leerlo— o retirándose elegantemente antes de que llegue la cuenta y en ella conste el café que se tomaron mientras nos entretenían. ¿Les damos las gracias alguna vez?
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el 12 de enero de 2007.
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