Suerte

 Las mejores supersticiones son las que resultan más irrenunciables en la medida en que menos fundamento tengan en la razón o en la experiencia: aquellas a las que nos sometemos y que se nos vuelven por completo incuestionables aun cuando no las certifique evidencia alguna y por más que sea imposible dar con las explicaciones de su origen. Tampoco es fácil saber cuándo se empezó a creer en ellas, y si se piensa un poco tiene tan poco sentido tratar de escapar de su influjo como aceptarlo y obstinarse. Por ejemplo: desde que recuerdo, (toda superstición es un saber infuso, por mucho que el momento de la revelación esté borrado de la memoria) que hay una forma infalible de conocer la suerte que a uno lo aguarda para todo el año que se estrena al salir a la calle y ver al primer ser vivo. Este saber es crucial, y a ver quién me desengaña.
            Supongo que me lo dijeron mis papás o mis hermanos, en la infancia —y no he sabido de otras familias que crean en lo mismo, por lo que esta superstición está además refrendada por un valor de autenticidad tribal que incluso la vuelve entrañable, y que la perpetúa: apenas mi hijita esté en condiciones de prestarme atención me propongo enseñársela también—: en la mañana del 1 de enero íbamos cotejando los vistazos que nos habían sido deparados, con mayor o menor fortuna (había que aceptar la intervención de la casualidad, pues era imposible elegir a quién nos encontraríamos, pero también, paradójicamente, esa casualidad había que tomarla como una premonición o un designio en absoluto azaroso). ¿A quién viste? Luego venía la interpretación: si el emisario era un vecino paquidérmico, podía significar que el año te regalaría con abundancia —o que acabarías engordando ridículamente—; si era una viejita reseca, te esperaban privaciones, reumas, amarguras sin fin. Mi papá siempre era el primero en salir a la calle, y año con año se topaba con el barrendero pediche, que pasaba por la basura. ¿Cómo entender una reiteración así? Las apariciones preferibles eran las de alguien joven, de buen ver: las vecinas de al lado calificaban muy bien para eso, pero malamente eran haraganas y se levantaban tarde (más ese día, que es el día mundial de la pereza). O en todo caso un niño: así no había riesgo, y el año se te ofrecía alegre, lleno de esperanzas y de posibilidades. Lo peor era ver a alguien cuya facha lamentable impidiera lecturas benévolas: si veías a un borrachín andrajoso o a alguien extremadamente feo, ya te amolaste: así iba a ser tu año. Yo, claro, salía ya dispuesto a impresionarme e implorando que el emisario fuera el menos indeseable, y pasaba el resto del día conjeturando qué podía significar que se me hubiera aparecido el carnicero de la esquina, un transeúnte de apariencia insulsa, un perro despreocupado.
            Lo más raro —y lo más natural— es que la impresión se disipaba pronto: un día después ya ni quién se acordara. Pero al año siguiente no había escapatoria. Como no la habrá éste: ¿qué suerte me va a tocar ver?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 29 de diciembre de 2011.
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1 comentarios:

Anónimo dijo...
30 de diciembre de 2011, 10:10

Interesante superstición aunque me parece más una bonita tradición familiar que se ha agregado a mis saberes supersticiosos. Trataré de tejer todas las supersticiones que conozco para armar la suerte que deseo para el 2012.