Foto: Mural
Por ahí debo conservar la credencial que me acreditaba como
integrante de la Federación de Estudiantes de Guadalajara en los años en
que fui eso, estudiante: en la preparatoria (la Escuela Vocacional de
la UdeG, «La Voca») y en la Facultad de Filosofía y Letras de la misma
universidad. Quiero creer que al terminar mis estudios y pasar a la nebulosa categoría de pasante —en la que me atoré un tiempo vergonzante:
once años tardó el nene en titularse—, mi membresía a la FEG se canceló
solita... ¿o habrá sido vitalicia? Porque nunca hice nada por darme de
baja. ¿Por qué pertenecí a la FEG? Por la misma y sola razón que miles
de universitarios a los que se nos hacía obtener ese plástico con foto
en el instante en que éramos admitidos en la UdeG: para pagar el camión
más barato.
Por lo demás, mi comprensión de la existencia
de esa organización estaba dibujada por nociones borrosas de una
mitología gangsteril (los integrantes más conspicuos en la historia de
la FEG habían sido matones sólo distinguibles por sus apodos y sus
fechorías: el llamado «Pelacuas» habría llegado a secuestrar a Olga
Breeskin, otros habrían participado en balaceras y atracos cuyos móviles
eran menos importantes que la impresión que habían dejado en la
sociedad tapatía), y también por lo que llegaba a ver de las conductas
de los «dirigentes» de mis rumbos: catervas de individuos
impresentables, conocidos como «El Comité», que campeaban por los
pasillos de la escuela o se reunían en el cuartucho que les estaba
reservado (por las autoridades de la escuela, desde luego), y con los
que más convenía no tener ningún trato —salvo, claro, que uno quisiera
formar parte de «El Comité». Gozaban de facultades para prosperar (y
hacer prosperar a sus adeptos) consiguiendo calificaciones y
justificando ausencias por la vía de la coerción y en virtud de su
prestigio intimidante. También hacían mitotes y pachangas, e influían
sobre la marcha de lo cotidiano en la escuela gracias a la connivencia
de las autoridades universitarias, complacientes incluso con sus
actividades extraterritoriales: robo a mano armada de camiones de
refrescos o cervezas, por ejemplo —aunque dizque amparándose siempre con
«oficios»: auténtica delincuencia institucionalizada. Incluidos el
vandalismo y el daño a la propiedad ajena, la portación de armas, la
celebración de elecciones que acababan en estampidas y batallas campales
y las edades de los «fejosos» (preparatorianos que rondaban los 30
años), todo nos parecía muy natural.
Y por lo visto así ha
seguido siendo: aunque su rango de acción se vio mermado en los últimos
años, que la existencia de esta organización execrable haya sido algo
tan normal no sólo para la UdeG, sino para toda la sociedad, explica
mucho del estado actual de descomposición de las cosas. Y el
recordatorio infame de dicha existencia que tuvo lugar hace unos días
—los cinco muertos hallados en el edificio siniestro de la FEG— corona
una historia sangrienta y nauseabunda que a todos nos debe avergonzar.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 22 de diciembre de 2011.
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2 comentarios:
Qué vergüenza. Yo también tengo la credencial de la FEG (para pagar menos en el camión), aunque era estudiante de la Normal. Alguna vez estuve dentro de ese espantoso lugar y también me tocó ver a los mafiososos de la época como el Sherezada y sus compinches paseándose con tremendas armas por los alrededores de la prepa 4, (donde yo vivía entonces). La falta de edificios para impartir la educación primaria, me hace pensar en la posibilidad de habilitar recintos (porque hay otros) como el de la FEG para algo mucho más útil.
Las credenciales de la FEG la podía traer cualquiera aunque no fuera estudiante puesto que era negoció del comité de cada escuela las vendia uno en 5 pesos así de fácil.yo las llege a vender y en ese tiempo lo veía natural no tengo porque avergonzarme yo fui presidente de la secundaria uno y de la prepa dos.repito fue en otros tiempos.
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