Como habitante de esta ciudad, en la que nací y de la que no me he mudado (ningún intento a la fecha, como no sea en la imaginación), tengo dificultades considerables para precisar a qué me refiero cuando me refiero a Guadalajara, y todavía más arduo me resulta suponer qué puede significar ese topónimo en la comprensión de quien sea (conciudadano, fuereño o marciano). Creo que tal incapacidad se corresponde con las desmesuras geográficas de una urbe que es imposible conocer en su totalidad —por lo que sólo puedo aproximarme a algunas certezas, precarias y siempre provisionales, acerca de las Guadalajaras configuradas por los rumbos en que me muevo, o por los que llego a cruzar por accidente, lejanos de lo habitual, y entonces esas certezas son más bien perplejidades—, pero además me da por pensar que la refuerza una inveterada voluntad de desencuentro que la ciudad tiene respecto a sí misma, conforme como al parecer se halla con rumiar las urgencias del presente, las amenazas del porvenir y la retacera de un pasado borroso en el que no se interesa demasiado. ¿La metrópoli problemática, neurótica, agobiada por los desatinos que ha dejado prosperar y por las carencias que cercan cada uno de sus días, así como por su ineptitud para ponerles remedio? ¿La que pervive, en cambio, y es así más vivible, en la esperanzada obstinación de quienes le buscan un mejor futuro? ¿La que sólo existe en las nostalgias de quienes alcanzaron a atestiguar cómo era antes de salirse de madre (y cuándo habrá empezado eso)?
En todo caso, en la extensión informe y movediza que alcanza a verse desde el avión pulsa sobre todo lo imprevisible, por más que esté uno acostumbrado a algunos modos de existencia que tiene esta ciudad, tan desentendida de la necesidad de entenderse como complacida de explicarse —y dejarse explicar, lo que acaso sea peor— mediante la reiteración de estereotipos que, como se ha mostrado con la celebración de los Juegos Panamericanos, por lo visto no caducan ni caducarán. A cualquiera (conciudadano, fuereño o marciano) que ponga un poco de atención al ir por calles tapatías tendría que quedarle claro cómo la experiencia de lo cotidiano desmiente la publicidad fraguada sobre unas cuantas nociones de folclor o de gustos muy chatas: aunque haya quien sí, no todo mundo va cantando con una botella de tequila en la mano (ni todos adoramos a Maná, o a Vicente Fernández, o al Chicharito, o a cualquier otro emblema de tapatiez, cosa que quizás ni siquiera exista). Pero tal vez no sabemos de otra, y es que seguramente otras tradiciones y famitas con las que se podría identificarnos son más impresentables —la de quejarse por todo (como por que Chente siga pujando rancheras, por ejemplo), y sin hacer gran cosa por impedirlo; o la de operar según el «orgullo» injustificable de haber nacido o vivir aquí. En fin: mi pleito, como tapatío, es contra las generalizaciones, que cómo estorban para saber qué es y qué puede llegar a ser esta ciudad.
En todo caso, en la extensión informe y movediza que alcanza a verse desde el avión pulsa sobre todo lo imprevisible, por más que esté uno acostumbrado a algunos modos de existencia que tiene esta ciudad, tan desentendida de la necesidad de entenderse como complacida de explicarse —y dejarse explicar, lo que acaso sea peor— mediante la reiteración de estereotipos que, como se ha mostrado con la celebración de los Juegos Panamericanos, por lo visto no caducan ni caducarán. A cualquiera (conciudadano, fuereño o marciano) que ponga un poco de atención al ir por calles tapatías tendría que quedarle claro cómo la experiencia de lo cotidiano desmiente la publicidad fraguada sobre unas cuantas nociones de folclor o de gustos muy chatas: aunque haya quien sí, no todo mundo va cantando con una botella de tequila en la mano (ni todos adoramos a Maná, o a Vicente Fernández, o al Chicharito, o a cualquier otro emblema de tapatiez, cosa que quizás ni siquiera exista). Pero tal vez no sabemos de otra, y es que seguramente otras tradiciones y famitas con las que se podría identificarnos son más impresentables —la de quejarse por todo (como por que Chente siga pujando rancheras, por ejemplo), y sin hacer gran cosa por impedirlo; o la de operar según el «orgullo» injustificable de haber nacido o vivir aquí. En fin: mi pleito, como tapatío, es contra las generalizaciones, que cómo estorban para saber qué es y qué puede llegar a ser esta ciudad.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 20 de octubre de 2011.
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