Tengo varios, quizás muchos discos de Miguel Ríos —un buen tiempo viví creyendo que todos, pero era una suposición vaga que, cuando me puse a verificarla, quedó desmentida de inmediato: hay elepés, y desde luego vinilos de 45 RPM (quien sepa qué quieren decir estas nomenclaturas sabe que hablo de la prehistoria), que seguramente jamás circularon en México, aunque sí estoy al tanto de poseer por lo menos un álbum editado sólo en España (El rock de una noche de verano) y que conseguí con algún esforzado desembolso en la época en que me dio por reunir lo más que pudiera de la producción del granadino (desde 1986, El año del cometa, como una de sus piezas mejores). De cualquier manera, la porción de su discografía que se incluye en mi colección es lo suficientemente amplia como para acreditarme como un seguidor más o menos perseverante de su trayectoria. No estoy seguro, sin embargo, de ser o haber sido un auténtico fan: supongo que en tal caso habría viajado hace unos días al concierto con que Ríos se despidió de las actuaciones en vivo, y que tuvo lugar en la clausura del Festival Cervantino en Guanajuato (originalmente estaba programado que también visitara Guadalajara, el sábado pasado, y aquí sí teníamos previsto ir, pero canceló, y no he hallado explicación por ningún lado).
Supongo que no hay fervores del gusto —pasajeros o perdurables— que con el paso de los años no sean cada vez más indefendibles, y creo que es porque cada nueva elección a la que se llega precisa u objetiva a las anteriores, de manera que todo entusiasmo queda supeditado a las condiciones que lo propiciaron en su momento, y obstinarse en profesar veneración a cualquier cosa (un artista, una obra) es justamente eso: obstinarse, entercarse... porque además artistas y obras también se convierten en algo distinto de lo que fueron para quienes fuimos cuando llegamos a ellos. Pero la historia de nuestras predilecciones (y de nuestras aversiones, desde luego) es lo que nos define, y la música de Miguel Ríos debo contarla como un ineludible punto de partida para eso que quién sabe si pueda llamarse educación sentimental —o algo parecido—, e imagino que eso le sucederá a cualquiera que vuelva a revisar los parajes del soundtrack de su vida donde se haya estacionado más tiempo. De ahí que se me complique disculparle a este cantante en particular algunos devaneos a mi juicio impropios de un rockero consistente (reincidencias en baladas desguansadas, cursilerías que prolongaban la que, ¡ay!, fue su éxito mayor, el «Himno a la Alegría», duetos imperdonables); aunque creo que me las puedo arreglar para que prevalezca el recuerdo de los dos conciertos que presencié, uno ¿a finales de los ochenta?, en el Cabañas, y el que dio en la FIL de 2006: ambos como para creer sin dudar aquello de que «los viejos rockeros nunca mueren». Y es cierto, qué diablos: para eso nacen, para no morirse —aunque digan adiós.
Supongo que no hay fervores del gusto —pasajeros o perdurables— que con el paso de los años no sean cada vez más indefendibles, y creo que es porque cada nueva elección a la que se llega precisa u objetiva a las anteriores, de manera que todo entusiasmo queda supeditado a las condiciones que lo propiciaron en su momento, y obstinarse en profesar veneración a cualquier cosa (un artista, una obra) es justamente eso: obstinarse, entercarse... porque además artistas y obras también se convierten en algo distinto de lo que fueron para quienes fuimos cuando llegamos a ellos. Pero la historia de nuestras predilecciones (y de nuestras aversiones, desde luego) es lo que nos define, y la música de Miguel Ríos debo contarla como un ineludible punto de partida para eso que quién sabe si pueda llamarse educación sentimental —o algo parecido—, e imagino que eso le sucederá a cualquiera que vuelva a revisar los parajes del soundtrack de su vida donde se haya estacionado más tiempo. De ahí que se me complique disculparle a este cantante en particular algunos devaneos a mi juicio impropios de un rockero consistente (reincidencias en baladas desguansadas, cursilerías que prolongaban la que, ¡ay!, fue su éxito mayor, el «Himno a la Alegría», duetos imperdonables); aunque creo que me las puedo arreglar para que prevalezca el recuerdo de los dos conciertos que presencié, uno ¿a finales de los ochenta?, en el Cabañas, y el que dio en la FIL de 2006: ambos como para creer sin dudar aquello de que «los viejos rockeros nunca mueren». Y es cierto, qué diablos: para eso nacen, para no morirse —aunque digan adiós.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 3 de noviembre de 2011.
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