¿Si me reí con el discurso de Fernando Vallejo al recibir el Premio
FIL? Pues sí, un poco. Creo que cuando se puso a canturrear la de la
burrita («Arre que llegando al caminito...», le dio por gorjear). Por lo
demás, sus dizque invectivas contra políticos, curas y carnívoros,
contra sus propios papás y contra la humanidad en general, me
confirmaron en el desinterés más completo por un escritor cuya forma de
figurar en público —más allá de sus libros, quiero decir— consiste en la
caracterización de un personaje que se quiere provocador, impertinente,
claridoso, radical en sus juicios acerca de cualquier materia que salga
al paso, vociferante, deslenguado, irreprimible y lanzado a decir lo
que piensa siempre que se le ponga un micrófono enfrente (ah: según eso
también es alérgico a los micrófonos, y cuando ya no puede esquivarlos
se pone socarrón). Claro: que interprete al personaje que quiera, e
incluso si está dispuesto a creérselo, allá él. El problema con
personajes así —mi problema, quiero decir— es cómo la atención que
inmediatamente se les dispensa llega a convertirse en una detestable
distracción de asuntos más importantes, y cuánto se pierde a causa de
esas distracciones, alimentadas por la voracidad que los medios tienen
por el argüende insustancial y por lo desprevenido que puede estar el
público de esos medios al presenciar el relajo y acabar yéndose nomás
por ahí.
Conviene recordar, en primer lugar, que la
capacidad del público y de los medios en México para reconocer y
asimilar ironías y sarcasmos es ínfima, y que cuando alguien suelta lo
que parece una barbaridad, haya querido o no hacerse el gracioso, nadie
le entiende y automáticamente se ve orillado a explicarse. Luego del
discurso de Vallejo —a qué enorme distancia, ¡ay!, de la pieza
deslumbrante que pronunció Nicanor Parra cuando le dieron el Rulfo, o de
las palabras entrañables de António Lobo Antunes, por poner dos
ejemplos de escritores que recibieron el mismo galardón con altísima
dignidad poética— me ha tocado oír y leer de todo: desde la
inconformidad «airada» del alcalde de Tlaquepaque, presente en el acto y
encabritado al punto de largarse rabiando (que a quién le importa, por
lo demás), hasta las declaraciones entusiastas con que muchos han
querido suscribir las palabras del colombiano, pasando por la
indignación de un funcionariete de la cultura que exigía, entre trago y
trago de cerveza, que se le retirara la nacionalidad mexicana al muy
insolente. Y durante varios días en la FIL pareció que sólo se hablaba
de eso.
No está mal que alguien, como Vallejo haciendo
uso de su turno en los reflectores, incomode a quien sea. Es más: hasta
divertido puede ser. Lo triste es que sólo haga eso, en una ocasión —la
entrega de un premio importante— propicia para que nos ocupemos, así
sea excepcionalmente, de la literatura. Pero ya lo dijo el propio
escritor en su encuentro con jóvenes en la FIL: «A mí la literatura no
me interesa mucho». Así que ahí lo tenemos: bien dado este premio, ¿no?
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 1 de diciembre de 2011.
Imprimir esto
0 comentarios:
Publicar un comentario