El prohombre de la foto es el Gobernador González («Emilio» que le diga su patrón Vázquez Raña). Aquí va feliz, un día después de la conclusión de los Panamericanos, hacia el mitin en La Minerva donde lo aclamará una multitud. Ya piensa en volver al carril exclusivo rumbo a Los Pinos.
Concluidos con insuperable éxito los XVI Juegos Panamericanos, la memoria de Guadalajara ha quedado impregnada para toda la eternidad con impresiones entrañables, y su orgullo (y el de todos los jaliscienses, y el de todos los mexicanos, vivos, muertos y nonatos) henchido por la magnífica acogida que dio a las delegaciones de los 42 países participantes, cuyos integrantes partieron al fin emocionadísimos, derramando lágrimas de gratitud —a algunos costó trabajo convencerlos de que abandonaran las bellas viviendas que ocuparon en la Villa Panamericana, porque nomás no se querían ir.
Entre las efusiones de nostalgia por la extinción del Fuego Panamericano en el pebetero, proyectadas a cada confín del universo por las televisoras que estuvieron dando cobertura puntual a las hazañas que llenaron de gloria cada jornada de este octubre cálido, fue posible presenciar incontables estampas imborrables: un policía federal fundido en un Panamericano Beso con una levantadora de pesas arubeña, marchas espontáneas para depositar flores y agaves (el Emblema Panamericano de Guadalajara para el mundo) afuera de Casa Jalisco, coros improvisados de tapatíos que enlazaban los brazos y cantaban la canción del Potrillo por todos los rumbos de la ciudad, desde La Federacha hasta Andares, pasando por Arenales Tapatíos, el dignísimo Centro Histórico —zona monumental que debería ser declarada ya Patrimonio de la Humanidad— y, desde luego, la esplendorosa «Alameda Panamericana», como se conoce al otrora Parque Morelos, felizmente renovada gracias a la visión de futuro de las autoridades de esta tierra.
Guadalajara, qué duda cabe, fue la capital de la armonía y del futuro durante estos Juegos hermosos: sus habitantes mostraron que son un pueblo civilizado, cordial, generoso, y lo más importante: que vive sin miedo. Qué decir de la derrama económica que dejaron los millones de visitantes: taxistas, restauranteros, hoteleros, vendedores de mascotitas de peluche, mariachis, taqueros, encargados de Oxxos y trabajadoras de «estéticas para caballeros» siguen echando cubetadas con el dineral que inundó a la ciudad, entregada a la posteridad como una metrópoli próspera, no sólo por sus vialidades supersónicas y primorosamente decoradas con lucecitas y pastito, sino sobre todo por la sorprendente inversión en estructura que ha dotado a los tapatíos de estadios portentosos: la zona más deportista del planeta. Hay quien pide ya que se levanten estatuas de esos próceres, Mario Vázquez Raña y Carlos Andrade Garín, y con justa razón.
La explosión de fraternidad y alegría que iluminó el cielo de Guadalajara desde el espectáculo de la inauguración seguirá destellando en la mirada de los tapatíos que hoy, cuando los Juegos terminaron y se rompieron todos los récords (aunque México arrasó en el medallero, gringos, cubanos y canadienses se fueron muy contentos con los esforzados bronces que consiguieron; tampoco hubo un solo caso de dopaje), redescubren su ciudad y se preguntan qué tantas posibilidades habrá de que vuelvan a ser los Panamericanos aquí (y los Olímpicos, de una buena vez).
Entre las efusiones de nostalgia por la extinción del Fuego Panamericano en el pebetero, proyectadas a cada confín del universo por las televisoras que estuvieron dando cobertura puntual a las hazañas que llenaron de gloria cada jornada de este octubre cálido, fue posible presenciar incontables estampas imborrables: un policía federal fundido en un Panamericano Beso con una levantadora de pesas arubeña, marchas espontáneas para depositar flores y agaves (el Emblema Panamericano de Guadalajara para el mundo) afuera de Casa Jalisco, coros improvisados de tapatíos que enlazaban los brazos y cantaban la canción del Potrillo por todos los rumbos de la ciudad, desde La Federacha hasta Andares, pasando por Arenales Tapatíos, el dignísimo Centro Histórico —zona monumental que debería ser declarada ya Patrimonio de la Humanidad— y, desde luego, la esplendorosa «Alameda Panamericana», como se conoce al otrora Parque Morelos, felizmente renovada gracias a la visión de futuro de las autoridades de esta tierra.
Guadalajara, qué duda cabe, fue la capital de la armonía y del futuro durante estos Juegos hermosos: sus habitantes mostraron que son un pueblo civilizado, cordial, generoso, y lo más importante: que vive sin miedo. Qué decir de la derrama económica que dejaron los millones de visitantes: taxistas, restauranteros, hoteleros, vendedores de mascotitas de peluche, mariachis, taqueros, encargados de Oxxos y trabajadoras de «estéticas para caballeros» siguen echando cubetadas con el dineral que inundó a la ciudad, entregada a la posteridad como una metrópoli próspera, no sólo por sus vialidades supersónicas y primorosamente decoradas con lucecitas y pastito, sino sobre todo por la sorprendente inversión en estructura que ha dotado a los tapatíos de estadios portentosos: la zona más deportista del planeta. Hay quien pide ya que se levanten estatuas de esos próceres, Mario Vázquez Raña y Carlos Andrade Garín, y con justa razón.
La explosión de fraternidad y alegría que iluminó el cielo de Guadalajara desde el espectáculo de la inauguración seguirá destellando en la mirada de los tapatíos que hoy, cuando los Juegos terminaron y se rompieron todos los récords (aunque México arrasó en el medallero, gringos, cubanos y canadienses se fueron muy contentos con los esforzados bronces que consiguieron; tampoco hubo un solo caso de dopaje), redescubren su ciudad y se preguntan qué tantas posibilidades habrá de que vuelvan a ser los Panamericanos aquí (y los Olímpicos, de una buena vez).
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 13 de octubre de 2011.
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