Quid pro quo

No conozco a una sola persona a la que le gusten los intercambios navideños. Seguramente las habrá, si no por qué siguen existiendo. Y exagero: tal vez sí conozca a más de algún entusiasta, pero llegado el momento prefiero hacer como que no: conforme va materializándose la amenaza de los papelitos, lo mejor es hacerse el desentendido. Los intercambios —en familia, entre compañeros de trabajo o de estudios, entre desconocidos (que son los peores)— son terreno óptimo para el desencuentro o la decepción recíproca, para las interpretaciones equívocas de las intenciones, e invariablemente terminan propiciando resquemores, suspicacias, maledicencias y animadversiones por lo general irreparables. Porque los rige el azar —o debería: pero no hay tómbola que no admita trampas—, toda ilusión depositada en ellos corre el riesgo de ser defraudada: sea porque quien nos regala resulte el prójimo más indeseable, sea porque éste nos haya tocado en suerte —y no alguien a quien habría sido más difícil amargarle el rato, que al fin será siempre lo más seguro.
       En el surtido de atavismos inexplicables de estas fechas —del ponche imbebible con cacahuatitos que se atoran en el gañote a las luces de Bengala que incendian viviendas, pasando por la piñata que descalabra, los villancicos de Pandora y la dilapidación irresponsable del aguinaldo—, el sinsentido del intercambio de regalos empieza en su carácter conminatorio: si le entras, aceptas la alta probabilidad de dar algo que no querías a alguien que tampoco; si no le entras, eres un acedo. Y termina por ser una obligación que ha de cumplirse con urgencias, forzando el ingenio —para que uno no quede tan mal ni el presupuesto muy raspado— y teniendo que poner buena cara cuando se descubre que, lo que sea que uno haya merecido, resultó inmerecido: un quid pro quo del desengaño, una embarazosa danza ritmada por la incertidumbre y la constatación de los sorprendentes grados de estima en que nos tenemos unos a otros.
        Porque los intercambios incomodan a todo mundo es que han surgido variantes sólo relativamente preferibles —lo preferible por completo sería evitarlos de plano—: por ejemplo el trueque de porquerías, según eso con fines jocundos, en el que se prescribe expresamente que los regalos han de ser bromas baratas (una caca de barro de San Juan de Dios califica a la perfección), prendas usadas (inservibles, entre más ridículas mejor), objetos que aludan a defectos o carencias evidentes del receptor (una faja para la gorda, un peine para el pelón, un jabón para el hediondo) o cualquier cosa que cumpla con ser desconcertante: una tía mía regaló una vez dos vasos de veladora (usados). O la modalidad dinámica, en la cual van canjeándose los regalos, sin abrir y juzgando sólo por lo bromoso o espectacular del paquete, según se intuya cuáles serán menos espantosos: puede prolongarse por horas, hasta que sea momento de abrirlos y empezar a lamentarse. Malas costumbres, en todo caso —e indispensables, por lo que parece.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 15 de diciembre de 2011.
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1 comentarios:

Anónimo dijo...
15 de diciembre de 2011, 13:41

Yo propongo enviar una cadena para que desaparezcan los intercambios.Jajaja, son igual de indeseables.