Puro humo

A ella, por lo pronto, ya no la van a dejar entrar a ningún lado. De lo que se pierden.

Los fumadores somos una peste. Literal y metafóricamente, y literalmente otra vez: por las nubes fétidas y tóxicas en que nos gusta envolvernos, porque nuestra sola presencia en cualquier ambiente nos vuelve dañinos —aunque no mordemos (o no todavía), merecemos el destino de las ratas de Hamelin, pero sin música y sin encantamiento: a garrotazo limpio—, porque nuestra malsana naturaleza nos impregna con repulsivos olores característicos, amén de todos los otros estigmas que vamos exhibiendo por la vida: desde las manchas en los dedos hasta las escleróticas en que se nos va quedando el color miserable de miles de colillas, y pasando por las quemaduras ineptas en la tapicería del coche, el lodo turbio de los ceniceros que se amontonan en la cocina, la sonrisa devastada y café, el jadeo, la temblorina. Y eso por no hablar de los chapopotes que dejarían a la vista nuestras autopsias. Ninguno de nosotros debe de andar muy bien de la cabeza: no hay malestar, no hay fatiga, no hay gargajo que nos disuadan de perseverar en nuestro desvarío: no dejamos de quemar sumas inmorales en nuestras minúsculas hogueras portátiles de inmundicia. Y por más que el mundo se empeñe en reconvenirnos, en redimirnos, o por más que nos expulse de sus aires limpios y saludables y felices, preferimos volverle la espalda, mandarlo al diablo y quedar en la intemperie y en la incomprensión más baldía, con tal de prender el siguiente cigarrillo que acelere nuestra extinción (somos una plaga que se extermina a sí misma, y hasta con gusto y delicia). A menudo echamos más humo cuando no fumamos, por neuróticos y ansiosos, pero de cualquier manera somos detestables. Y débiles e indignos de compasión. Y también mezquinos y crueles: ¿no podemos matarnos solos? Quizás, pero si podemos cargarnos antes a dos o tres fumadores pasivos que aspiren nuestros miasmas infectos... Deberíamos llevar cencerros colgados del pescuezo, como leprosos bíblicos.
Somos, la Ley misma está por demostrárnoslo, la parte más indeseable de la sociedad. La única parte a la que será lícito y bueno y justo discriminar, antes incluso de que seamos sorprendidos en flagrancia —como pasa ya en otras tierras, naciones dichosas del Aire Puro. El ladrón, el pendenciero, el hampón más rotundo, el criminal más cargado de culpas, el impostor, el más siniestro y el más peligroso pasarán antes que nosotros, y podrán entrar y quedarse. Nosotros no: tan intolerables somos que seremos prohibidos. Hemos quedado proscritos. Y pobre de aquel que nos admita y consienta nuestra repugnante aparición: también será perseguido y le costará caro. El Estado se ha hecho cargo de la situación y ha decidido erradicarnos: no quiso esperar a que la muerte llegara a hacer limpieza —que llegará—: execrables que somos, ya teníamos el oprobio y ahora hemos merecido la segregación. ¿Que todo es por el derecho de los otros, los inocentes que no fuman? Qué más da. Nos disiparemos como nuestro amado humo, y no estaremos para ver su insípida alegría.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 29 de febrero de 2008.




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2 comentarios:

Alejandro Vargas dijo...
29 de febrero de 2008, 12:52

creo que hay cosas que nos urgen mas por que sean legisladas (pedrada a los h. diputados), que preocuparnos por el humo que en ocasiones sacamos. Qué tal empezar por...los aumentos a camiones...por ejemplo?

Anónimo dijo...
3 de marzo de 2008, 15:51

Yo no fumo, nunca lo he hecho, pero tampoco me molesta que los demás lo hagan alrededor mío en cualquier lugar (cerrado o al aire libre)y por último, no me considero inocente y me has hecho un nudo en la garganta.