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Guadalajara festeja su cumpleaños. Retumba el mariachi, se sueltan globos, hay un convite con miles de picones y varios hectolitros de chocolate. Qué lindo todo. Hasta el día amanece bonito, fresquecito y con un sol esplendoroso. Las primaveras, como de costumbre —pero sólo porque es su costumbre, y porque es casualidad que ésta coincida con los febreros de todos los años—, están soltándose los prendedores y dejan caer sus guedejas doradas sobre las avenidas por donde pasean, y a uno hasta le entran arrebatos de cursilería más bien repulsivos que llevan a esto, a hablar de las guedejas doradas de las primaveras paseantes. El Presidente municipal canta «Las mañanitas», se desata la lluvia de papelitos con los colores de los taxis tapatíos, etcétera. Se celebra, en fin, como si en verdad tuviera sentido celebrar. Pero la cosa es que los cumpleaños —de las ciudades, de las personas, de las mascotas, de lo que sea— solamente se deben al mero paso del tiempo: al hecho, absolutamente ajeno a toda voluntad, de que éste no deja de avanzar, de tal manera que para cumplir años lo único que hace falta es no morirse. Quizás, en el fondo, sea ésa la razón de que a Guadalajara se le haga fiesta cada que llega el 14 de febrero, y de que a los tapatíos se nos haga recordar que la ciudad alcanzó ya un dígito más en la cuenta centenaria de su edad: el asombro de constatar que, pese a todo, la ciudad todavía no se muere, ha resistido —o que todavía no se ha dejado matar.
Porque ganas no nos han faltado. No es, vamos a ponerlo así, que los tapatíos detestemos a nuestra ciudad y deseemos borrarla de los mapas. Pero sí es, como dice la canción, que «el rencor hiere menos que el olvido», y que la fuerza destructiva de la indiferencia, de la indolencia y de la incuria es implacable, y sus consecuencias están a la vista todos los días: olvidados, desentendidos de la ciudad por la que vamos, dejamos que progresen en ella la perversión de la convivencia y el deterioro de su memoria, y soslayamos deliberadamente el crecimiento de sus males, de sus horrores. ¿En qué ciudad del mundo la prensa lleva, desde hace años, el conteo —ya hasta con tedio: ¿en qué número vamos ahora?— de las personas asesinadas por el transporte colectivo? ¿Cuál puede ver volar por los aires sus calles, reventadas por la corrupción y la negligencia, sin que nadie parezca resultar nunca responsable? ¿Hay alguna cuyos gobernantes —y con la anuencia tácita de sus gobernados— se obstinen, como sucede en ésta, en postergar indefinidamente el remedio a sus problemas circulatorios, respiratorios y nerviosos? ¿Cuál, en fin, se descompone tan violentamente en varias ciudades que ni se entienden ni quieren verse unas a otras? Porque es cada vez más difícil decir, a estas alturas, de qué hablamos cuando hablamos de Guadalajara: por sus contrastes pasmosos, por el desprecio que tiene por ella misma, por la ignorancia y la malevolencia con que se conduce todos los días. Pero ha sobrevivido, al menos un año más.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 15 de febrero de 2008.




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1 comentarios:

Anónimo dijo...
15 de febrero de 2008, 15:47

Con lo que viene para los Panamericanos, la ciudad va a terminar de soltarse la guedeja.
Ánimo y tequila para el aguante.