Proyecto Chavita 1: Chavita quiere su cigarro

Lo primero que debe decirse sobre Chavita es que está loco. Lo último que tendría sentido decir sobre Chavita es que está loco. Más adelante —quizás: nada es seguro en la vida, y menos en los blogs— podré dar detalles sobre él. Por lo pronto sólo esto: acude cada noche al café donde yo, como animal de costumbres, recalo casi cada noche. El «casi» es importante: Chavita jamás falta. De un tiempo acá, tal vez un par de meses, tal vez un par de siglos, le ha dado por sablearme en cuanto me ve: se acerca, ladino y sonriente (siempre viste de traje y trae un portafolios: igual, más detalles próximamente), y con voz de niño siniestro me pide: «¿Me das un cigarrito?». Ahora mismo acaba de hacerlo. Cada vez he ido respondiéndole de más mala manera. Pero nunca se lo niego. Hoy le dije: «¡Mta, voy llegando! ¡Qué lata das!». Y se fue triunfal, como siempre, a fumar su botín en otra parte.
Hace algunos años publiqué el siguiente ensayo sobre él:

Hablar con nadie

Lo hemos visto, y quizás ahora mismo baste apartar la vista del periódico y buscar en las inmediaciones para descubrirlo y verlo. Verlo: se dice fácil, pero al encontrarlo, antes de afirmar que ahí está, habría que preguntarse si el mero hecho de que esté tiene alguna relevancia para la famosa realidad, esa maniática que exige certezas y compulsiva e infructuosamente pretende surtirnos a cambio otras tan precarias como las que miserablemente, a nuestra vez, pretendemos entregarle todo el tiempo. Pero confiemos en los ojos, al menos: ahí está, o estuvo, o estará, sin que necesariamente haya tenido que estar jamás. Más bien, es un hecho: está, pero no está ahí: está extraviado en sí mismo, lejos, aunque se pueda oírlo y aunque incluso llegue a afirmar su fingida presencia con ademanes más o menos elocuentes, y con su risa, y aunque el humo de los Delicados que fuma marque el sitio donde se levanta su ausencia tangible y presente.
Decir que está loco es despachar con desdén imbécil el grave problema que representa, y con apreciar con menos o más compasión las tribulaciones que quizás suponga la perturbación que le rompió la identidad sólo se consigue terminar de borrarlo —como si se tratara de una mancha por la que se pase una jerga indiferente y mezquina. Y no es posible, además: no es posible ni siquiera porque con su perorata complica el silencio que haría falta quizás para tu lectura, para la conversación que te interrumpe con sus carcajadas quebradizas, para estas mismas líneas que deben estar deteniéndose a cada instante porque les interesa más lo que él está diciendo. El loco del café, digámoslo rápido, viene exaltado esta noche. Pero ya se dijo que «loco» es apenas una definición insuficiente —además de abusiva y estúpida. El hombre, mejor, que habla y se ríe y manotea, y de quien sólo vemos esa parte suya que ha quedado en este tiempo, quién sabe si el futuro o el pasado para él, o quién sabe si el presente del que se escapó y para el que nunca va a encontrar el camino de vuelta.
La prolijidad de detalles que es posible distinguir en sus alegatos nos resultaría útil si pudiéramos saber qué diablos alega: no se puede tratar de entender a alguien que está arreglándoselas con las presencias remotas de otro tiempo que no es éste, y apenas pueden aislarse escombros de lo que alguna vez debió ser una inteligencia aguda y sensible, la misma que aparentemente lo abandonó a su suerte —¿o la que nos falta para saber qué se trae, en dónde anda conversando y con quiénes? Ahora mismo, por ejemplo, está platicando la final del Mundial de Francia y abunda no sólo sobre los pormenores del partido —el resultado, claro, eso es fácil, pero también recuerda nombres y números de jugadores—, sino que además especifica cuántos canales era capaz de captar el televisor de la cafetería del bolerama en que lo vio (y da la dirección). Y pasa enseguida a recordar quién posó para la escultura de la Diana Cazadora —¿Ana Luisa Peluffo?—, y luego el Cine Diana en la Ciudad de México, y luego una película que vio ahí: una idea lo jalonea hacia otra, e incluso mezcla los idiomas, y cuenta sobre las cartas que ha dirigido al Príncipe de Gales o al Emperador del Japón, o sobre el proyecto que impulsó de crear una nueva capital para Baja California, o recita pasajes del Poema de Mío Cid, o interpela a Benito Juárez, o... Es extremadamente preciso en las señas con que aparentemente busca aportar veracidad a sus relatos desgobernados: nombres, domicilios, fechas, datos absolutamente exactos, como ahora que ubica exactamente la acera por la que quedaba hace treinta años la representación del Gobierno de Missouri en Guadalajara, y ya parece que aquello va a tener un sentido cuando de pronto la razón se le rompe como un puente colgante, y se desploma y el río sobre el que cae lo lleva a otros rumbos insospechables. Y sigue, memorioso y agobiante, como un Funes que no pudo morir a tiempo.
¿A quién se dirige? Lo de menos es decir que a nadie. Lo espantoso es suponer que a uno, que lo oye: que uno es nadie.




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2 comentarios:

Alejandro Vargas dijo...
25 de febrero de 2008, 0:45

pero nadie es también Odiseo...entonces uno podría ser él.

Es desesperante la situación, personas molestas, que se saben molestas, son pedazos de hebra de mango atorados en los dientes. Se deben escupir y evitar con destreza.

Anónimo dijo...
25 de febrero de 2008, 10:02

Lo espantoso es saber que somos utilizados y atentos para ser nadie.