Avanzada como va la Feria Internacional del Libro, lo ocurrido en sus primeros momentos es natural que se pierda en el torrente de actividades que han seguido en la semana, y sin embargo conviene hacer un breve viaje al pasado (al sábado pasado) para agregar algo sobre el vergonzoso y considerable contratiempo que supuso la presencia de Felipe Calderón en la inauguración de la FIL.
Lo primero es desear que la visita de Calderón, y el consiguiente secuestro de la Feria por parte del Estado Mayor Presidencial, hayan servido de algo. Es decir: ojalá, por lo menos, los funcionarios y los políticos (no siempre son lo mismo: los segundos qué más quisieran) hayan sabido sacarle al Ejecutivo federal algo para Jalisco, para la Universidad, para el mundo del libro. Estos actos molestos e indeseables, con su pompa y su aparato, han de tener necesariamente un transfondo de conveniencia, y, si no, resultan absurdos. Según lo dicho, por ejemplo, Calderón se habría comprometido a impulsar las reformas a la famosa Ley del Libro, pero como ha observado Alberto Ruy Sánchez, el editor de Artes de México, está por verse si tal apoyo será completo y útil. ¿Se habrán hecho, durante las visitas, los «amarres», como se dice, para que eso finalmente prospere? No lo vamos a saber hasta que lo sepamos.
Por lo pronto, la presencia de Calderón en la FIL demostró con qué cálculo se maniobra para mantener intocada y a salvo de objeciones manifiestas esta presidencia virtual que México tiene desde hace un año. Una cosa son las razones de seguridad que exige toda aparición del mandatario —hasta cierto punto comprensibles y tolerables: ya no son tiempos para que los presidentes paseen en convertibles y se den baños de pueblo—; otra muy distinta es el despliegue de un escudo protector que nos impide, a los mexicanos, verlo o escucharlo en vivo, y ni siquiera por la radio o por la tele. Calderón, evidentemente, no se ha acostumbrado al repudio con que se suele recibirlo por dondequiera que pase, y tal repudio no ha dado señales de menguar. La consecuencia, claro, es que se busca a toda cosa impedir que eso se vea o se registre. Y, por ello mismo, no deja de ser enigmático el silencio de Fernando del Paso cuando tuvo tan cerca a quien, el año pasado, mereció su descalificación y su sonoro reproche en el Zócalo. ¿Prefirió, Del Paso —y habrá estado, desde luego, en todo su derecho—, resguardar la naturaleza literaria de su premiación y dejar para otro momento sus inconformidades? Porque, es de esperarse, habrá de conservar todavía algo de esas inconformidades, pues hay una cosa que se llama congruencia. ¿O fue persuadido, o se persuadió él solito, de que la hospitalidad, como universitario que es, imponía conducirse con prudencia?
Salvo unas señoras (dos) a las que, de paso por la Expo cuando el gentío aguardaba para entrar, les dio por gritar «¡Viva Calderón!», es difícil dar con alguien que haya quedado contento con esa visita. Bueno: el propio Calderón debió quedar feliz. Hasta cantó.
Lo primero es desear que la visita de Calderón, y el consiguiente secuestro de la Feria por parte del Estado Mayor Presidencial, hayan servido de algo. Es decir: ojalá, por lo menos, los funcionarios y los políticos (no siempre son lo mismo: los segundos qué más quisieran) hayan sabido sacarle al Ejecutivo federal algo para Jalisco, para la Universidad, para el mundo del libro. Estos actos molestos e indeseables, con su pompa y su aparato, han de tener necesariamente un transfondo de conveniencia, y, si no, resultan absurdos. Según lo dicho, por ejemplo, Calderón se habría comprometido a impulsar las reformas a la famosa Ley del Libro, pero como ha observado Alberto Ruy Sánchez, el editor de Artes de México, está por verse si tal apoyo será completo y útil. ¿Se habrán hecho, durante las visitas, los «amarres», como se dice, para que eso finalmente prospere? No lo vamos a saber hasta que lo sepamos.
Por lo pronto, la presencia de Calderón en la FIL demostró con qué cálculo se maniobra para mantener intocada y a salvo de objeciones manifiestas esta presidencia virtual que México tiene desde hace un año. Una cosa son las razones de seguridad que exige toda aparición del mandatario —hasta cierto punto comprensibles y tolerables: ya no son tiempos para que los presidentes paseen en convertibles y se den baños de pueblo—; otra muy distinta es el despliegue de un escudo protector que nos impide, a los mexicanos, verlo o escucharlo en vivo, y ni siquiera por la radio o por la tele. Calderón, evidentemente, no se ha acostumbrado al repudio con que se suele recibirlo por dondequiera que pase, y tal repudio no ha dado señales de menguar. La consecuencia, claro, es que se busca a toda cosa impedir que eso se vea o se registre. Y, por ello mismo, no deja de ser enigmático el silencio de Fernando del Paso cuando tuvo tan cerca a quien, el año pasado, mereció su descalificación y su sonoro reproche en el Zócalo. ¿Prefirió, Del Paso —y habrá estado, desde luego, en todo su derecho—, resguardar la naturaleza literaria de su premiación y dejar para otro momento sus inconformidades? Porque, es de esperarse, habrá de conservar todavía algo de esas inconformidades, pues hay una cosa que se llama congruencia. ¿O fue persuadido, o se persuadió él solito, de que la hospitalidad, como universitario que es, imponía conducirse con prudencia?
Salvo unas señoras (dos) a las que, de paso por la Expo cuando el gentío aguardaba para entrar, les dio por gritar «¡Viva Calderón!», es difícil dar con alguien que haya quedado contento con esa visita. Bueno: el propio Calderón debió quedar feliz. Hasta cantó.
Qué inexplicable el silencio de Fernando del Paso. Qué inexplicable o qué pena. (Foto: Cortesía FIL/Bernardo De Niz)
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el sábado 30 de noviembre de 2007.
1 comentarios:
Unos cuantos (pocos) no son todos los mexicanos.
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