A gritos

Pocos absurdos tan redondos como la publicidad antipática, molesta, hostil. Si el propósito de cualquier campaña comercial es informar y convencer para, finalmente, encantar, no puede entenderse cómo alguien es capaz de concebir que el encantamiento se consigue fastidiando al público, y menos comprensible es que los anunciantes contraten y paguen a quienes, así, dudosamente van a servirles en la promoción de sus negocios. Así demuestran, los anunciantes —sus publicistas, al fin, hacen lo que ellos quieren—, su menosprecio por los consumidores a los que se dirigen: o es que los juzgan (nos juzgan) zafios, ignorantes y dispuestos a ceder ante cualquier reclamo estentóreo u horrendo, o es que han optado por agredirnos directamente, mandándonos a gritos y sin razones que les hagamos caso y les compremos. Quienes les dan las ideas o reciben sus encargos y los ponen en práctica sólo demuestran su vulgaridad y que no les hace falta ser creativos para desquitar lo que cobran.
Una de estas formas odiosas de publicidad es la que consiste en vehículos equipados con altavoces, circulando a velocidades lentas —y, por tanto, entorpeciendo el tráfico impunemente: ¡con lo fluido que es!— y haciendo sonar pésimas grabaciones que repiten cantaletas y letanías estridentes, siempre indescifrables además porque el sonido se distorsiona al retumbar a un altísimo volumen. No son únicamente los camiones repartidores de gas o las camionetas con fruta o utensilios de limpieza, a cuyas presencias de cualquier modo, malamente, hemos tenido que acostumbrarnos: ahora lo que se ha puesto de moda es soltar por las calles tapatías esta peste, anunciando mercancías ínfimas, bailes, tiendas o lo que sea, y lo más irritante es que parece que también tendremos que acabar acostumbrándonos, pues a nadie da la impresión de extrañarle: a las autoridades no, desde luego, que seguramente ni han visto ni han oído esta forma de estropear aún más el entorno urbano, o que más seguramente la consienten.

HACIA LA FIL V
Más allá de su funcionamiento como un encuentro de negociantes en torno a la industria editorial y sus alrededores (lo que la sostiene y la explica, lo que ha hecho posible su crecimiento y garantiza su permanencia), la Feria Internacional del Libro ha ido afirmándose como un acontecimiento cultural de primer orden cuya razón de ser y su espíritu festivo dependen plenamente de la participación de los civiles que van a curiosear, a comprar libros (o a desear comprarlos), a escuchar presentaciones, conferencias o música, a ver a sus ídolos, a llevar a los niños: a pasar un buen rato. Los civiles: los funcionarios en cambio, del orden que sea, son prescindibles, y cuando aparecen lo único que hacen es estorbar. ¿Vendrá Felipe Calderón? Da lo mismo: con tal de que se vaya pronto y no moleste demasiado.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 23 de noviembre de 2007.
Imprimir esto

2 comentarios:

Anónimo dijo...
27 de noviembre de 2007, 11:16

Me uno a la protesta de la inevitable publicidad a gritos y agrego otra: la que pegan en el portón, cancel o barda de las casas. Pero creo que es insuficiente nuestra molestia con estas letras. ¿Qué tal una propuesta al Congreso para regularl estas formas de publicidad? A ver quien es el valiente...

Alejandro Vargas dijo...
28 de noviembre de 2007, 6:55

O que tal también la publicidad en forma de tarjetita.
Impresionante.