Derek
Cuanto antes
¡Contesta!
¡Prohibido!
Ingleses
El SNCA
Circula una carta, firmada hasta ahora por casi centenar y medio de integrantes del Sistema Nacional de Creadores de Arte (SNCA), de inconformidad con los cambios en las reglas de operación de éste (en particular el que cancela la posibilidad de pertenencia ininterrumpida) y contra la eliminación de la mitad de los apoyos que venía ofreciendo. Tales medidas fueron tomadas por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes sin haber ni siquiera pretendido consultar a la comunidad que afectan directamente, y lo que la carta pide es en principio eso: que se revisen tomándonos en cuenta. No seré hipócrita al desentenderme del hecho de que firmé viendo por mi propia suerte como integrante del SNCA, al que entré en 2010 y en el que, claro, me interesa seguir (cosa que tendré más difícil ahora, como todos los demás). Pero lo hice también porque encuentro arbitrario el modo en que se decidieron las nuevas disposiciones, y porque entiendo que la pertenencia al SNCA implica la responsabilidad de ver por su buen curso y defenderlo de los caprichos de sus responsables. (Dicho sea de paso, estoy harto de las acusaciones que suelen hacérsenos a los creadores que nos beneficiamos de éste o cualquier otro programa del Estado, en especial de la acusación de parasitismo, de tufo estalinista: los estímulos que recibimos hemos de desquitarlos no sólo con nuestro trabajo —que hay mecanismos para evaluar regularmente—, sino además participando en un programa de retribución social mediante actividades al servicio del aparato cultural estatal en todo el país: a mí me enorgullece haber ido a dar talleres, por ejemplo, en municipios donde hay poco más que hambre y balaceras).
Malentendidos como apoyos de carácter asistencial, los que otorga el SNCA parecen más discutibles, e incluso más fácilmente descartables, que los que se dan a la investigación científica, quizás en razón de una noción borrosa de productividad económica. Y, sin embargo, hay mucho cinismo en hacer ver unos y otros como sacrificio del erario en un Estado tan dado al derroche e inveteradamente incapaz de políticas al menos decorosas de distribución de los recursos públicos: sí, en México hay carencias descomunales y urgencias impostergables, pero también, por ejemplo, una dilapidación siempre escandalosa en el aparato electoral o en la propaganda que el gobierno se hace a sí mismo. Y ya está bien de que los recortes automáticos sean en el sector cultural —que eso hay de fondo: la nueva administración busca arreglar con ocurrencias el desastre financiero que dejaron las ocurrencias de la administración pasada: demagogia y autoritarismo en perjuicio de lo que menos suele importar.
Hasta donde va el asunto, las autoridades (el presidente del Conaculta, el secretario de Educación Pública) están haciéndose sordas. El primero ya ha anunciado que revisará: qué querrá decir eso, él sabrá. Por su actuación se verá cómo piensa este gobierno de los creadores, un sector reducidísimo, sí, pero que da vida a la imaginación de este país.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 18 de julio de 2012.
Sacks
De prisa
Es posible que el relativo apogeo de las redes sociales (relativo porque aún es minoritaria la población que las utiliza) haya de verse como un fenómeno cultural que caracterizará el tiempo que nos ha tocado vivir, así como en su momento ocurrió con el advenimiento de otras tecnologías que facilitaron formas de comunicación antes insospechables. Aunque también es posible, y quizás deseable, que a tal apogeo no tarde en seguirlo un colapso, en razón de que esos espacios aparentemente incontenibles van saturándose con un barullo ensordecedor que, lejos de propiciar la comunicación y el entendimiento recíproco entre los usuarios, orilla al embotamiento y al desencuentro, así como a un conocimiento muy precario y muy superficial de los asuntos que cobran auge y luego se canjean por otros que reclaman urgentemente nuestra atención. En la ilusión de que por ahí pasa toda la información, pero además de que toda nos concierne y, encima, de que cada quien tiene algo que decir al respecto, lo que en realidad hay es una atomización incesante de individualidades incapaces de atenderse entre sí, cancelada prácticamente toda ocasión de reflexionar con detenimiento a causa de la inmediatez que priva cuando se recorre a toda prisa el timeline de Twitter o las actualizaciones de Facebook.
En días pasados ha habido varias oportunidades de corroborarlo. El martes, por ejemplo, cuando se dio a conocer la horrenda noticia del hallazgo de los jóvenes asesinados en La Primavera: la consternación y la indignación, en el sinfín de comentarios que el hecho suscitó en las redes sociales, parecían competir con la profusión de sandeces que incontables usuarios tuvieron a bien soltar, fruto de sus juicios instantáneos, pero también de la ignorancia y la maldad a cuya propagación sirven también estos medios: imbéciles sentenciando que se lo merecían, o justificando que los muchachos se hubieran metido «con quien no debían». Claro: a esto ayudaron también la pésima actuación de las autoridades y sus erráticos modos de informar, que indujeron a identificar a las víctimas como criminales. Pero el hecho es que el griterío justiciero y cruel de quienes escupen su odio y su embrutecimiento al ponerse a dar su opinión del caso dice mucho acerca de la desasosegante imposiblidad de entendimiento que prevalece en esta sociedad y que ahí está mostrándose.
De mucha menor importancia, pero también significativa, fue la confrontación que el director del Sistema Jalisciense de Radio y Televisión sostuvo, la semana pasada, con varios tuiteros, a raíz de que colocó unas calcomanías espantosas en el edificio que ocupa ese organismo. A muchos no nos pareció, y lo dijimos, pero el funcionario reaccionó con una socarronería injustificable y muy poco institucional que luego algunos tomaron por agresividad. ¿Qué necesidad había? Y es que lo primero que brota al meterse en esos tumultos son las ganas de pleito, de escándalo, como se vio, también, cuando la presidente de Argentina se puso a tuitear desaforada para reunir a su pandilla («Rafa», «Pepe», «Ollanta») a fin de resarcir al presidente de Bolivia, varado en un aeropuerto al que no iba.
Así como al ir en coche somos buenos para pitar, manotear y echarle malo a todo mundo —cosa que no hacemos al ir a pie, o no tan fácilmente—, nuestro comportamiento en las redes sociales en buena medida está determinado por la irresponsabilidad derivada de ir tan rápido, sin querer detenernos ni que nada se nos atraviese. Y porque todo se queda pronto atrás.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 4 de julio de 2013.
Rayuela
Nueva tele
La entrega
Si por lo general es perentoria la atención que prestamos a los hechos que dan forma a la actualidad noticiosa, esa realidad suplementaria y poderosamente engañosa, tales hechos se disuelven más rápidamente y se olvidan cuando entran en la centrifugadora vertiginosa y ensordecedora de las redes sociales, ese espacio donde aparentemente es tan fácil enterarse de todo al instante como endiabladamente difícil es disponer de la calma y la serenidad para formarse juicios, pues antes de intentarlo ya habrá sucedido algo más que nos requerirá de inmediato. El revuelo de la semana lo surtió la alcaldesa de Monterrey, con el desfiguro que ya todos sabemos y que rápidamente fue combustible para la crítica y la sorna (y alguno que otro refunfuño y torzón de tripas en serio, por cuenta de quien no está al tanto de que la conducta de los políticos siempre es, por principio, grotesca y proclive al disparate).
De acuerdo: la señora es una ridícula y una cursi y una ignorante. Pero ello no quiere decir necesariamente que sea una política tonta, pues con su acto seguramente calculó que se granjearía el aprecio y el reconocimiento de los simpatizantes de Jesucristo —que en México jamás han escaseado. Como pudo verse enseguida, no fue la primera en manifestar sus fervores «entregando» su jurisdicción a la divinidad, y como podemos recordar los jaliscienses, que padecimos a uno de los gobernantes más públicamente devotos que se recuerden (y no nomás se conformaba con actos simbólicos: tan beato era que entregaba millones de pesos salidos de nuestros bolsillos), estos alardes de fe ya no deberían extrañarnos: desde que López Portillo trajo al Papa para que lo viera su mamá, y se percató de lo feliz que hacía así a sus gobernados (y no nomás a su mamacita), ya debió quedarnos claro con qué soltura los políticos de cualquier signo se desentienden, en su provecho, de la borrosa entelequia del Estado laico. Sin embargo, pareció que todos soltábamos la risa al unísono al ver cómo Monterrey cambiaba de dueño. Pareció: yo pienso que, en realidad, esta «entrega» recaudó el aplauso conmovido de la mayoría de los mexicanos que supieron de ella (por la tele, principalmente), una mayoría que está lejos de las redes sociales y de la prensa escrita, y sobre la cual, quienes si nos asomamos a éstas, no tenemos la menor idea. Y creo también que la mayoría absoluta de los mexicanos ni se enteró del asunto (ni por la tele), y que, de enterarse, lo aprobaría sin problemas. ¿De qué nos reímos? (También creo lo que dice el danzón, no vaya a malinterpretárseme: si Juárez no hubiera muerto la patria se salvaría).
Tal vez pueda ser una lección desprendible del pío arrebato de la alcaldesa regia: estos hechos, falsamente noticiosos, nos tienen más entretenidos de lo que deberían. Y, como concitan tan naturalmente nuestra burla, nos inducen a confiar en que lo que está mal nos parece mal a todos. No es así; además, pronto se nos olvidan.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 13 de juniio de 2013.
El Cabañas
¿Para qué sirve el Cabañas? Sospecho que en la dificultad de responder a esta pregunta, por ingenua que parezca, se encuentran las razones de que la manutención y la administración de este espacio constituyan por lo general un problema para las administraciones públicas, y también las razones de que los ciudadanos, por lo común, lo veamos quizás como un edificio imponente y venerable en el que, sin embargo, nunca nos queda muy claro qué tendría que pasar. (Automáticamente pienso en el Centro de las Artes de San Luis Potosí, fruto del inteligente aprovechamiento de lo que fuera una cárcel y cuyas funciones principales obedecen a la vocación de una institución educativa por cuya operación el recinto posee una vitalidad notable, aparte de que sirve a la celebración de actividades de índole cultural diversa —exposiciones, conciertos, conferencias, etc.—que atraen naturalmente a un público numeroso por cuya afluencia, además, sumada a la de los estudiantes, el barrio en que está inserto, antes depauperado, ha cobrado también vida, cosa que nunca ha sucedido con San Juan de Dios). A la vista de las evidencias, el Cabañas sirve, por principio de cuentas, como un aparato burocrático en cuyo sostenimiento se gasta mucho del siempre escaso dinero que el Estado destina a la cosa cultural, y es por eso que siempre está buscándose cómo hacer para que dé dinero (y se ayude a sí mismo para sobrevivir): si, como lo señalaba la nota publicada ayer aquí a raíz de la presentación de su nueva directora, ese aparato tiene un presupuesto de 17 millones de pesos y sólo la nómina sale en 19 millones, es un pésimo negocio —que luego se quiere mitigar rentándolo como salón de fiestas, por ejemplo, o como pasarela.
Sirve también a la demagogia, en el sentido en que continuamente se recuerda su categoría de «Patrimonio de la Humanidad» como aval de «un recinto emblemático del que nos sentimos orgullosos los jaliscienses y los mexicanos» (palabras de la nueva directora, en entrevista publicada también ayer en un diario local). De ahí que uno de sus usos más conspicuos haya sido el de escenario para fastos oficiales (recuerdo aquella primera Cumbre Iberoamericana, cuando en el Patio de los Naranjos se vio reunidos a Fidel, el Rey de España, Menem, Fujimori y otros bichos igual de impresentables, haciendo las delicias de Salinas). Museo a fuerzas y nunca cabalmente, y también espacio escolar —y con penurias injustificables, consecuencia de malhechuras y ocurrencias—, ese edificio que tan bien sale en las postales y que en vivo puede ser tan decepcionante (por lo vacío, por lo desperdiciado, por lo muerto) a mí me ha servido para admirar su arquitectura, sí, para escuchar al menos dos conciertos memorables, para un encuentro decisivo con Orozco cuando estuvo ahí su gran exposición, y poco más. ¿Llegará un día en que pueda saberse de un modo más satisfactorio para qué podría servir?
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 6 de junio de 2013.
Vuelta al Parque
Estudiantes
Obviedades
Parque vivo
llusiones
Un gusto por GDL
Pudor
Derechos II
Los lectores, en general, nos enfrentamos continuamente con lo que, no por ser una obviedad, deja de constituir un problema fundamental: sólo leyéndolo se puede saber si un libro es bueno. Claro, podemos confiarnos al criterio de alguien más para orientar nuestras elecciones: los amigos, los profesores, los críticos, la tradición. Y también a las intuiciones o a las certezas de nuestro propio criterio: si más de una vez algún autor nos ha complacido, es muy probable que vuelva a hacerlo; si llegamos a aborrecer a otro, será difícil que lleguemos a encontrarlo estimable en un nuevo título. Pero el único juicio valedero provendrá de la experiencia personal. ¿Qué es un buen libro? Cada quien tendrá sus nociones, y yo me atengo a la siguiente: aquél del que salimos siendo distintos porque durante la lectura tuvo lugar un cambio significativo en nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos. Otros fines (querer pasar un buen rato, aprender algo, mejorarse, etcétera) me parecen borrosos y, en general, ajenos a la lectura de literatura —que de eso hablo: no es imposible que alguien se enfrasque en Cómo tener un vientre plano en diez días y le dé resultado.
Al igual que los famosos «derechos del lector» de Daniel Pennac, que yo veo como subterfugios que distraen del ánimo crítico que debería alentar en una lectura que se quiera fértil y no como un mero pasatiempo, suele repetirse que no hay libro malo, que de cualquiera podrá obtenerse algún provecho. Y bueno: basta asomarse a las mesas de novedades para constatar cómo lo que más hay en el mundo son libros pésimos y, lo más grave, perniciosos al persuadir a tantos lectores de que son lo contrario. La dificultad para diferenciar unos de otros únicamente puede subsanarla el tiempo, las muchas lecturas al paso de las cuales vaya afinándose la atención. Pero esta vía, que también parecerá una obviedad, está constantemente amenazada no sólo por una deficiente educación (la carencia de fundamentos para saber hacer distingos desde las etapas tempranas en la vida de un lector), sino además por los influjos del mercado y de las concepciones imperantes de cultura, por lo general malentendidos que prosperan hasta que otros malentendidos vienen a reemplazarlos.
Hace poco me pasó de nuevo, por ingenuo o por necio: compré la más reciente novela, muy festejada y ensalzada, de un autor famoso (y omnipresente además en la cultura del momento y en la discusión de la cosa pública). Cara, y además mal editada —ésa es otra: los editores mercenarios que entregan malhechuras, piezas en absoluto cuidadas, traducciones infames: timos, en suma, pero siempre lanzados, y recibidos, como si fueran las maravillas insuperables—, resultó una rotunda bobería. Las dos tardes que le dediqué me fue violentado descaradamente mi derecho a leer buenos libros. ¿Quién garantiza el respeto a este derecho? Nadie sino uno mismo, en la medida en que esté alerta.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 4 de abril de 2013.
Derechos I
Frecuentemente me he topado con los famosos «derechos del lector», urdidos por el francés Daniel Pennac y adoptados y difundidos ampliamente por muchos promotores de la lectura recelosos de que se vea a ésta como una obligación. Son diez, y aunque algunos me parecen obviedades pueriles (el «derecho» a releer, el «derecho» a hojear), me temo que otros puedan tener efectos perniciosos de ser tomados en serio. Mi desacuerdo procede de la suspicacia ante la comprensión de la lectura como una actividad ante todo recreativa, como un mero modo de pasar el tiempo y procurarse un disfrute sin muchas dificultades —una variante de la ociosidad, canjeable así por cualquier otra. Y es que, si bien es inadmisible leer por obligación (aunque a veces sea inevitable: todos pasamos por eso en la escuela, y quizás no siempre estuvo tan mal), esta actividad no conviene, creo yo, verla simplemente como un entretenimiento al que se pueda acceder o renunciar nomás porque nos da la gana. Si se va a leer —es decir, si se renuncia al primer «derecho» de Pennac, que es «el derecho a no leer»—, hay que hacerlo bien, y eso no tiene por qué ser sencillo. La facilidad es el atajo que toma la pereza para llegar más pronto a la ignorancia… de la que no se sale tan fácil.
Así, encuentro por lo menos objetables los «derechos» segundo y tercero, «a saltarnos las páginas» y «a no terminar un libro». Puesto que sólo la experiencia enseña a reconocer más pronto cuándo un libro es una porquería, únicamente tras haber acumulado un número suficiente de lecturas puede pensarse en tomar así, de súbito o inopinadamente, la decisión de abandonar. Es decir: de ser en realidad derechos, se ganan con el tiempo y en razón de un criterio madurado. El problema estriba en saber cuándo las lecturas son suficientes, y el peligro está en que esa decisión esté tomándola en realidad el prejuicio, antes que el criterio. Más inaceptable es el «derecho a leer cualquier cosa», por cuanto se presta a interpretaciones erróneas y contraproducentes. Por ejemplo: habrá quien diga que cancelar este «derecho» implica franquear el paso a la censura, y que vernos privados de él podría significar vernos impedidos de leer lo que se nos venga en gana (por una imposición autoritaria e incuestionable, y por tanto indeseable). Sin embargo, se debe reparar en que no es un derecho en realidad, y que hacerlo pasar por tal puede propiciar que el lector, amparado en él, pase la vida devorando sólo porquerías (gracias a esas creencias infundadas siguen y seguirán siendo éxitos los libros de Paulo Coelho o Carlos Fuentes), o bien que, pudiendo leer «cualquier cosa», nunca llegue a ocurrírsele internarse en Moby Dick o en Dostoievsky.
Los lectores únicamente tenemos un solo derecho: a leer buenos libros. Nos lo ganamos pagándolos, con el dinero que nos cuestan o al menos con el tiempo y la atención que dedicamos a leerlos. ¡Y qué lejos estamos, tan a menudo, de que ese derecho se nos respete! (Continuará…).
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 28 de marzo de 2013.