Bryce con Laura

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Las pruebas están brotando por todos lados y no parecen dejar lugar a dudas: el novelista peruano Alfredo Bryce Echenique, poseedor del prestigio y la fama considerables que le ha reportado una trayectoria larga y prolífica, y cuyos libros le tenían asegurado, desde hace tiempo, un sitio distinguido en la historia de la literatura latinoamericana, es un plagiario descarado. E insaciable: varios periódicos, los últimos días, han estado ofreciendo pruebas de que el autor de Un mundo para Julius ha copiado grandes porciones de textos ajenos, y las ha publicado con su nombre, al menos en cuatro ocasiones. Y ha vuelto a hacerlo, pese a estar enfrentando en los tribunales de su país la denuncia que en julio de 2006 le hiciera un escritor llamado Herbert Morote por haberle saqueado «el 81 por ciento» de un artículo —la precisión del cálculo es conmovedora: hay que imaginarse a Morote indignado, contando los caracteres de su texto y los del firmado por Bryce, y luego recordando cómo se aplica la «regla de tres».
El caso más reciente fue desvelado por otra de las víctimas, el embajador de Perú ante las Naciones Unidas, al descubrir que su paisano había publicado como propio, en el diario limeño El Comercio, un artículo de su autoría. Pero lo mejor fue la explicación que Bryce tuvo el pésimo tino de articular: culpó a su secretaria, que por error, según él, envió al periódico el artículo de De Rivero —que Bryce habría usado «como bibliografía»— en lugar del correcto. La muy estúpida. Días después de esta media disculpa cobarde y ridícula, tras la que se evidencia la preocupación que Bryce tiene de conservar intacta su reputación así se lleve entre las patas a su empleada, el mismo periódico exigió al escritor que se hiciera cargo de sus responsabilidades. ¿Qué hizo entonces, el digno hombre? Renunció.
Luego empezaron a salir a la luz otros robados, entre ellos un escritor español, más bien desconocido, que declaró con mucha gracia —moraleja: si ya te desvalijaron, lo que queda es conservar la elegancia—: «Me siento halagado: debe gustarle mi estilo». El periódico español El País publicó extractos de ambos textos (es decir: del mismo, que ni siquiera es tan bueno), y salvo los títulos, apenas hay diferencias. ¿Qué tiene en su cabecita loca Bryce? Porque es claro que no le da vergüenza. Y, de ser cierto el cuento de la secretaria, tampoco tiene respeto por sus lectores: «Como yo estaba en la locura de acabar la novela en esta última semana», declaró, refiriéndose a un libro que debe tenerlo atareadísimo, «recibí el texto de mi secretaria y no lo revisé, lo pasé de inmediato a El Comercio, y pasó este suceso tan incómodo». Ahora bien: está visto que las leyes no han podido corregirlo. ¿No se antoja, entonces, ver que un día lo lleven al talk-show Laura en América? Sería precioso: Laura gritando «¡Que pase el plagiariooo!», y ya están esperándolo en el set, chillando, moqueando y rabiosos, aquellos a quienes se ha fusilado. Entra, el sujetito, y todos se le dejan ir para tundirlo y desgreñarlo, mientras él aúlla: «¡Yo no fui, señorita! ¡Fue mi secretaria!».

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 30 de marzo de 2007.

Mozart en el súper

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Se tiene por verdad incontrovertible el hecho de que la música de supermercado es repelente o anodina, y en cualquier caso desdeñable y prescindible. En sí misma constituye toda una clasificación, útil para referirse a las piezas que por desguansadas e inofensivas apenas inviten a arrastrar los pies como si a uno le brotara delante un carrito lleno de víveres, haya o no un supermercado a la vista, y en dicha clasificación caben todos los géneros y todos los compositores, a menudo envasados en versiones grabadas por una legión de orquestas de «easy music» cuyos nombres pocos mortales estarán en posibilidades de identificar. Arreglos descafeinados, rebajados, en los que a veces es difícil reconocer el original. Difícil pero no imposible, pues suelen conservar los suficientes vestigios para que, mucho rato después de haber acomodado en la alacena lo que compramos mientras los oíamos, nos descubramos tarareando una balada de Napoleón o «Yesterday» sin saber por qué. Hay, desde luego, músicos y música que parecen haber nacido para sonar en el ámbito de la salchichonería, como el legado completo de Franck Pourcel o de Los Anillos de Bronce. Pero, con poco que se preste atención, es posible descubrir que las cadenas de supermercados son capaces de programar cosas verdaderamente insólitas en el sonido local de sus establecimientos. Y lo más insólito es que todo termina resultando igual: una cumbia, un bolero, algo que hace millones de años habrá cantado María Sorté, algún tema de película firmado por John Williams o un pasaje de Mussorgsky. Da lo mismo: lo que sea, rara vez nos vamos a enterar. La música de supermercado tiene como primera característica la voluntad de existir meramente como un fondo que debe pasar indavertido, y de tan ligera parece concebida para desvanecerse apenas pretendamos aprehenderla.
Hay, sin embargo, un supermercado donde la música tiene un carácter absolutamente excepcional. Es real. Va uno tomando decisiones vitales sobre marcas de cereal o de papel higiénico y, de repente, descubre que se ha roto suavemente el silencio que hasta entonces no se había advertido. En efecto: la irrupción de Mozart es tan notable, tan inesperada, que se vuelve imposible dejar de prestarle atención. Y puede pensarse: alguna excentricidad del gerente, que puso un CD que se encontró por accidente. Sigue uno, ahora rumbo a las mayonesas o en busca del yogur, y el lugar de Mozart lo toma un vals rarísimo de Ricardo Castro, al que pueden seguir Beethoven o Bach. Y aquello se ha tornado una conmovedora felicidad. Unos pasillos más adelante se encuentra el héroe: un hombre, entrado en años, al frente de un piano eléctrico, en la sección de vinos y licores. Y su sonrisa y su destreza asoman detrás de las partituras.
En las cajas dan razón: el pianista es uno de los «cerillos» de la tercera edad que trabajan ahí, y ha tenido la admirable iniciativa de ponerle música al lugar. Cuando no está empaquetando, se va a ese rincón y toca. Es el Súper G de Plaza Terranova. Para ir a aplaudirle.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 23 de marzo de 2007.

Espejito, espejito

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Emilio González Márquez parece demasiado preocupado por lustrar su imagen como Gobernador, cuando acaso —y bueno, ojalá que no, o que no tanto—, ya que lleva sólo unos días en el cargo, apenas esté por empezar a enterregarla. Si no, qué sentido pueden tener los spots en que su voz despaciosa y de vocales tan abiertas —parece maestro neuras al frente de un salón repleto de alumnos tontos, dictándoles algo... ¡y el tonito que tiene: lo vamos a soñar!— se deleita en repetirnos lo que un arrebato de la peor inspiración le hizo soltar el día en que rindió protesta: que «empeña su vida», o alguna cursilería parecida, «para que Jalisco avance», o algún propósito así de vago y hueco.
Hasta cierto punto, y sólo por las mismas razones por las que uno se apresura a aplacarse un gallo cuando pasa delante de un espejo, es comprensible que al Gobernador «lo apure» verse bien: son tantos, y se multiplican tan rápido, los políticos mexicanos de estampa nauseabunda, y resultan tan automáticamente repelentes apenas se topa uno con sus carotas en el periódico o en la tele (aunque no hagan nada, y a veces precisamente por eso), que González Márquez seguramente no querrá ser un impresentable más —o al menos no tan pronto. Bueno. Ya se ha visto, además, que estamos muy ariscos, y en estas primeras semanas no han faltado ocasiones para que el hombre active nuestra suspicacia: la buena suerte que repentinamente les sonrió a varios de sus parientes, pongamos, o el descubrimiento de las obras que se llevan a cabo en Casa Jalisco (aunque luego del hallazgo se franqueara el paso a la prensa, ¡chin!). Y lo mismo ha ido pasando con sus colaboradores: apenas van acomodando sus cositas en las oficinas que les tocaron y ya estamos viéndolos feo. Como no podría ser de otra manera: por ejemplo en el caso de la Secretaría de Cultura, cuyos dos últimos titulares son de tan triste memoria que el nuevo, Cravioto, tiene un trabajo extra: no espantar.
Pero González Márquez —¿por qué, como ya muchos hacen con él, se da en llamar a los gobernantes sólo por su nombre de pila (Emilio, Felipe), con una familiaridad inexplicable?—, en el afán de ser agradable, está incurriendo en una de las costumbres más detestables de quienes trabajan en la cosa pública: saturar con su presencia y su dudosa palabrería los tiempos y los espacios que podrían aprovecharse para algo que sirva: informaciones útiles, por ejemplo, sobre temas de salud. Pero no, lo que urge es que el recién llegado caiga bien, aun cuando para ello deberían bastar su seriedad, su compostura, el cumplimiento de sus responsabilidades y su probidad. Y ya tenemos sabido lo que cuesta tener gobernantes que se quieren simpáticos: para ocurrentes y payasos ya tuvimos suficiente con el cretino imperdonable de Vicente Fox. Lo más triste es que al nuevo Gobernador, claro, la autopromoción seguramente acabará funcionándole, pues luego la gente, ¡ay!, todo cree. Recuérdese que había señoras que hasta veían guapo a Alberto Cárdenas Jiménez. Por ejemplo.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 16 de marzo de 2007.

Por el derecho a no cultivar una opinión

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Tengo la sospecha de que todo buen ensayo debe partir de una sospecha. Lo digo no sólo para obligarme a intentar que este ensayo sea todo lo bueno que pueda (lo que pueda él y lo que pueda yo, pues frecuentemente son escasos los recursos del ensayista ante la voluntad soberana de su escritura), sino porque esa sospecha me orilla a albergar otra, un poco alarmante: que un tiempo rico en ocasiones para la sospecha, como el tiempo que corre, depara un considerable riesgo a los practicantes de la escritura ensayística: el riesgo, justamente, de perder el tiempo.
Como sospecho, por otro lado, que las admoniciones contra el desperdicio de la propia vida son generalmente repelentes por su carácter moralizante, antes de empezar a explicarme debo aclarar que nada tengo contra la procuración y el disfrute del ocio ni contra la libertad con que cada individuo puede disponer de las posibilidades para la inacción, la inmovilidad, la futilidad de sus horas o la mera haraganería. Es más: todo afán que tienda a cualquier noción de productividad, particularmente en términos intelectuales, me parece en principio objetable, pues a menudo ésa es la vía de ingreso a una inercia frenética y perversa de la que sólo cabe esperar una ingente acumulación de necedades, como lo demuestra un vistazo a las mesas de novedades en las librerías, a las páginas de los periódicos y de sus suplementos o a las revistas —para no hablar de una navegación por el sinfín de recursos de autoedición en internet, o de una incursión por las lóbregas bodegas que atesta la actividad académica. Siempre que signifique sustraerse a esa dinámica de codicia y ansias de notoriedad, más y mejor deberíamos proponernos perder el tiempo: cada que veo aparecer un nuevo libro o un artículo, digamos, de Carlos Fuentes, me pregunto si nadie se habrá ocupado nunca de hacerle saber las felicidades de no hacer nada más que ver la tele.
Hecha esta aclaración, mi temor al riesgo de perder el tiempo al que me refiero procede de una preocupación que he venido formulando como ensayista, como lector, como editor y como coordinador de talleres de ensayo literario, por una parte, y con otra de índole vagamente histórica —para decirlo con una ampulosidad que espero desinflar conforme progresen estas líneas. La primera preocupación, entonces, está íntimamente relacionada con la naturaleza de mi trabajo alrededor del ensayo, y consiste en la relevancia que para ese trabajo tiene la resolución de un doble problema: la identificación de los asuntos a los que se debe prestar atención y la pertinencia del abordaje ensayístico de tales asuntos. No dudo que haya bienaventurados a salvo de encarar tal problema (saber siempre sobre qué escribir y por qué), pero a mí me resulta ineludible desde mi comprensión del ensayo como un territorio de libertad prácticamente irrestricta donde puede ocurrir lo que sea y como sea: el ensayo como una sucesión de interrogaciones cuyas respuestas van proponiendo nuevas preguntas, y en la que no son infrecuentes la vacilación o la rectificación, la ironía o el humor, la piedad o la sorna, el desenfado o el suave gozo propio de las caminatas, pero tampoco la irritación, la rabia o hasta la amargura, el escepticismo o el desencanto, la vanidad o la indiferencia, la mezquindad o la pura y seca animadversión. Ni la tristeza, claro, o la alegría, o el optimismo o la pesadumbre, o el rencor o la devoción. El ensayo, en suma, como una vía de conocimiento, sin restricciones formales ni otros imperativos que la legibilidad y la búsqueda de originalidad y profundidad. Dada esa generosidad del género, tengo para mí que la sola dificultad del ensayista tendría que estribar en la elección de su tema, de manera que por virtud de éste consiga que la curiosidad del lector se sincronice con la suya: con su inteligencia, con su imaginación, con su emoción.
Dicho así, naturalmente, parece sencillo ampararse en la liberalidad con que el ensayo admite hacerse cargo de cualquier asunto: el crujido de un palillo de dientes al romperlo entre los dedos o el crujido que anuncia el desplome de una nación; el resplandor de un recuerdo inesperado o, como insistían los mensajes electrónicos de Epigmenio León previos a este encuentro, «El estado actual del ensayo mexicano»1, materia misteriosa como la que más. Sin embargo, a poco de comenzar a aprovechar esa liberalidad sobreviene infaliblemente el encontronazo con la duda paralizante: si puedo hacer un ensayo sobre lo que sea —y, además, como yo quiera—, ¿cuál es la justificación de que lo escriba? Y se empiezan a escuchar los pasos retumbantes de la tradición, que se aproxima a ver las sílabas que candorosamente voy largando: lo más probable es que alguien se haya ocupado de esto antes que yo. Y no sólo eso: seguramente alguien más está en lo mismo en este mismo momento. De ahí que la elección de mi asunto valga sólo en función del abordaje que haré, o puesto de otra forma: que el mérito de mi ensayo dependerá de la medida en que demuestre por sí solo haber sido absolutamente necesario.
Esa duda, con todo, siempre es posible remontarla —y además no hay más remedio—, pues finalmente el ensayo también es, como bien sabía Chesterton, un salto en la oscuridad. Pero me interesa insistir aquí sobre ella por la misma razón por la que lo hago en mis talleres (y que, es en buena medida, el principio operativo de mis exigencias como lector, de mi criterio como editor y de mis propósitos como ensayista): para que un ensayo merezca ser leído, la voluntad de especulación que lo ha propiciado ha de estar supeditada a la búsqueda de la mayor pertinencia posible, es decir: el ensayista debe tener presente en todo momento la altísima probabilidad de que lo suyo no sólo no interese, sino que además no importe. Sólo excepcionalmente, claro, podrá cualquiera de nosotros conseguir que un ensayo reúna las cualidades para que su lectura sea cautivadora y su influencia decisiva (por cuanto incida en los derroteros de la famosa realidad, pongamos, o porque llegue a otorgársele un sitio indisputable en la tradición), pero aunque en varios cientos de años no salga de nuestras filas el nuevo Emerson o el Jules Michelet modelo siglo XXI —un Michelet reloaded—, más nos vale tener en cuenta que se ha de escribir siempre contra las fuerzas supremas de la indiferencia y el olvido.
Conforme prospera en el reconocimiento de su tema (la arquitectura fantástica de las piernas de María Sharapova, el arduo adiestramiento en cinismo de quien quiere triunfar en política, las voces de los cantantes muertos a las tres de la mañana), es de esperarse que el ensayista vaya descartando cuanto, de lo que podría decir al respecto, carezca de sentido o de relevancia: ideas sin brillo, sin agudeza, sin vigor, empolvadas o deficientes: relleno. Y con lo que quede, es de esperarse también, el ensayista tendría que hacer una nueva criba, y otra, y las que haga falta... Lo que quiero decir —y no es nada nuevo— es que las mejores piezas las obtiene quien más alerta permanece ante las trampas del lugar común, la tentación del fárrago abstruso, la propensión al disparate (es mi caso) y, sobre todo, ante la amenaza de ociosidad —ahora sí en el sentido moral por el que la ociosidad es, como quiere la Real Academia, el «vicio de [...] perder el tiempo o gastarlo inútilmente». Que el ensayista reconozca su tema, entonces, supone que descubra simultáneamente cómo demostrar en su ensayo que tal tema era impostergable abordarlo como sólo él ha podido hacerlo. O, lo que es lo mismo: que no pierda el tiempo —y que no se lo haga perder a sus lectores.
Llego, así, a la segunda de mis preocupaciones, y para abordarla pongo por delante una sospecha más —que viene acompañada por otra, apendicular si se quiere, pero que no está de más consignar: la sospecha de que esta sospecha acaso pase, en los días que corren, por una herejía—: las virtudes de la discusión están sobrevaloradas. Porque creo que se tiende a invocarla de un modo frívolo y sólo cuando las cosas están por salirse de madre o cuando ya se salieron, y porque nada veo más alejado del pésimo entendimiento de la vida democrática que priva en México que el ejercicio provechoso de la conversación —a cuyo espíritu cordial, por cierto, anotó Adolfo Bioy Casares que debía aspirar el ensayo—, la discusión ha terminado por ser una superchería en cuyos poderes sobrenaturales (y, por tanto, indemostrables) resulta conveniente confiar mientras se perpetúa la confusión. Falaz porque se la presenta como algo siempre posible, cuando hace mucho que dejó de ser factible, esta idea de discusión ampara la afirmación de las peores abyecciones en las conductas de los protagonistas de la llamada «clase política» —y sus adláteres— tanto como sustenta las ilusiones más inservibles de quienes las presenciamos y las padecemos; me preocupa, para regresar cuanto antes al terreno del ensayo, que en nombre de la discusión se pierda la ocasión de ocuparse de lo indiscutible, y por más que se insista en que es una alternativa siempre preferible, estoy convencido de que proponerse intervenir en confrontaciones de puntos de vista significa, al menos en torno a la llamada «vida pública», desperdiciarse sin más.
A esta convicción me he aproximado a partir de dos aprendizajes ganados por la frecuentación y la práctica del ensayo: los peligros de las generalizaciones fáciles, por un lado, y por otro la futilidad de obstinarse en una opinión —que es, muchas veces, a lo que conducen las generalizaciones. «¿Cómo puede estar satisfecho un hombre por el mero hecho de tener una opinión y quedarse tranquilo con ella?», preguntaba Henry David Thoreau. Esta pregunta, que resume con alguna impaciencia el temple del espíritu de Montaigne y, por supuesto, la conducta de su juicio a lo largo de los Ensayos, a mi modo de ver adquiere un significado especial cuando, como ocurre ahora, la confusión imperante es consecuencia, en buena medida, de la resonancia que puede alcanzar cualquier opinión que cualquiera emite, en cualquier sentido y con cualesquiera intenciones. El grito marca el fin de la discusión, y hace un buen rato que aquí no sólo todo son gritos, sino que además la mesa y los vasos ya volaron por los aires y las razones fueron canjeadas por los botellazos que podrán empezar a cruzar de un lado a otro en cualquier momento. «Tengo otros asuntos que atender», razonaba más adelante Thoreau, también en Del deber de la desobediencia civil. «No vine al mundo para hacer de él un buen sitio para vivir, sino a vivir en él, sea bueno o malo. Un hombre no tiene que hacerlo todo, sino algo, y debido a que no puede hacerlo todo, no es necesario que haga algo mal». Y yo creo que el estado actual de cosas es una zona minada de oportunidades para opinar mal.
Acepto que ésta pueda parecer una posición únicamente sostenible por motivos reprobables: cobardía, pereza, negligencia o incompetencia. Y puede, en efecto, que abstenerse de contribuir al barullo sólo conduzca al pasmo. Pero acaso también sea la mejor prevención contra la sordera irremediable. Antonio Tabucchi escribió alguna vez que solamente los políticos y los militares pueden conformarse con certezas; puesto que el ensayo es el espacio inmejorable para la duda —para la más fructífera interrogación del presente, el pasado y el futuro—, su práctica me gusta asumirla (y encontrarla, y hacerla ver) como una ocasión para asegurarse contra la confusión. En pro de la preservación de la serenidad y en contra de los derroches de exaltación estéril, pero también por economizar del modo más sensato la propia vida, desembarazándose de cuanto represente un lastre que nos impida hallarnos, siempre, disponibles para mejores causas (aunque éstas nunca se crucen a nuestro paso, o precisamente por ello: porque nunca serán lo suficientemente buenas como para que las suscribamos), creo que es preciso reivindicar el derecho a no cultivar una opinión, o para ser más claro: a pasar de largo por asuntos, sobre todo los que surte ese sucedáneo de la realidad que es la actualidad noticiosa, en los que la intervención de nuestra inteligencia es superflua y, lo dicho, ociosa. Habría que regresar, primero, a lo indiscutible, y luego ver si puede continuar la discusión.
Es, a grandes rasgos, lo que sospecho: que en estos tiempos el ensayista debe permanecer vigilante para escoger mejor sus sospechas. No que deje de tener en mente los cuatro verbos por los que Chesterton —una vez más— creía que debe justificarse cada página y cada línea: elogiar, exaltar, establecer y defender. Pero sí que se pregunte: ¿qué? Y que recuerde, en todo caso, que vale más dudar que opinar.

1.- Este ensayo fue leído en el Segundo Encuentro Nacional de Ensayistas de Tierra Adentro, celebrado en La Paz, Baja California Sur, en septiembre de 2006, y acaba de publicarse en el número de marzo-abril de la revista Crítica.

El mono inflable

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Con inusual estrépito (inusual dado que el tema es de índole literaria: en México hace falta que Octavio Paz se gane el Nobel o que Jaime Sabines se muera para que la literatura llegue a las primeras planas de los periódicos), y sobre todo con mucha cursilería, se nos ha estado recordando que el pasado 6 de marzo el novelista Gabriel García Márquez cumplió 80 años. Se ha recabado toda suerte de elogios, porras y besitos que le mandan sus fans, además de prolijas recensiones de la obra, rescates de declaraciones y entrevistas —del tiempo en que el colombiano, a quien siempre le ha encantado presentarse como «periodista», no era alérgico a los periodistas—, anécdotas y fotos chistosas: el hombre enseñando la lengua, mostrando un dedo procaz a la cámara o con un libro en la cabeza y haciendo un como puchero. No han faltado, claro, otras fotografías: donde departe con los poderosos (lo mismo alguna en la que parece que acaba de picarle las costillas a Bill Clinton, otra donde a Fidel Castro, en bañador ajustadito, le escurre el agua por las barbas) o con sus pares: con Cortázar, telescópico, que se dobla para escuchar lo que el chaparro hirsuto le dice, o con el oblongo Neruda, muy sonrientotes los dos. En fin: muy festivo todo.
Es, desde luego, la superstición de celebrar los números redondos —y entre más grandes mejor—, aunque que para llegar a ellos lo único que haga falta sea no morirse. García Márquez («Gabo» lo llaman muchos, sobrenombre que rezuma melcocha y que, en rigor, sólo su mujer, sus hermanos o sus amigos más próximos tendrían derecho de usar) ha convocado el cariño de multitudes, cuando no una devoción casi religiosa, por una obra que, sí, vaya, puede considerarse indispensable en la literatura de las últimas cinco décadas —y que tiene sus altibajos, desde luego. Ahora: que un escritor pase por este mundo nimbado con tal celebridad no es un fenómeno tan extraño: se ha visto lo mismo con el poeta Yevgeny Yevtushenko, que llenaba estadios en sus buenos tiempos, o con Yordi Rosado en las presentaciones apoteósicas de sus consejos para la juventud. Lo curioso con el Nobel de Aracataca es que basta su sola presencia para desatar los sollozos y el frenesí. Y a veces ni eso hace falta: en su pueblo natal, precisamente, le hicieron tremenda fiesta, y lo que menos importó fue que el del cumpleaños no se dignara ni a echarles un telefonazo. Cuando comparece en actos públicos, se limita a sonreír y a dejarse abrazar, y si acaso habla lo hace en voz baja con el funcionario, el Carlos Fuentes o el guarura que esté a su lado. Para eso, daría lo mismo que pusieran un mono inflable. Pero la gente le aplaude rabiosamente.
No se sabe dónde estuvo el día de la fiesta. Cuando reapareció, la única declaración que soltó al enjambre de periodistas que aguardaban en su domicilio fue ésta: «Estoy cansado de ser amable, no puedo mentarle la madre a nadie». Haberlo dicho antes: que ya no se canse. Que se ponga delante de un espejo y empiece a practicar.

Publicado en la columna «La menor importancia», en el diario Mural, el viernes 9 de marzo de 2007.

Tragaluz

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Basta echar un vistazo a la historia de las revistas culturales en México —en particular las que han existido con carácter de independientes, es decir, no financiadas o subvencionadas por el aparato estatal— para corroborar que detrás de cada una, sin importar los números que hayan alcanzado, ha habido siempre una confabulación, una reunión de voluntades que se afilian con parejo entusiasmo y con tenacidad suficiente para afirmar una vocación de complot, de alzamiento sedicioso. Al margen del entendimiento que las instituciones o la iniciativa privada puedan tener de la cultura y de los medios en que ésta se manifiesta, y dejando a un lado la suerte que corra con sus lectores —la diversidad de opiniones que puedan promover sus contenidos—, toda revista cuenta primero como un grupo que ha tomado en sus manos la tarea dificultosa de cobrar presencia a su modo y con sus recursos, con sus pareceres y sus actitudes, en pos de extender ante los demás su versión de las cosas. Y, siempre, teniendo en contra la adversidad multiforme que cerca (y suele sofocar) a toda empresa cultural e independiente en México: la indiferencia del público, la suspicacia de los patrocinadores o los anunciantes, los pantanos de la burocracia y la maledicencia y la envidia que hacen impensable ninguna forma de solidaridad en el mismo medio donde las revistas culturales buscan sobrevivir (el medio en que emergen y donde circulan, y al que sirven —o deberían servir). Ante tal estado de las cosas, proponer una alternativa es oponerse, rebelarse. Y empezar a combatir.
Un rasgo común de todas las revistas de esta naturaleza es que son indispensables para sus hacedores en la misma medida en que éstos tienen clara la convicción de que sus juicios y sus posiciones precisan darse a conocer. De ahí la pasión que suele invertirse en cada paso del proceso de edición, y la alegría con que se reciben los ejemplares que entrega el impresor; de ahí, también, el empeño a menudo heroico que se pone en hacer circular esos ejemplares, y en perseverar hasta que el mero sentido común lo desaconseja definitivamente: tanto tiempo, tanto trabajo, ¿para qué? Quienes nos hemos visto en estos bretes sabemos de la satisfacción, más o menos ilusoria, que viene de ganar por cuenta propia un espacio en el vocerío, por mucho o poco que consigamos llamar la atención: lo importante es que la revista salga. Y cuando, más temprano o más tarde, hay que resignarse a cancelar esa ilusión, como lamentablemente acaba de suceder con Tragaluz, la decepción se ahonda al echar la vista atrás y constatar que el entorno nunca fue propicio y que embarcarse en la empresa fue en todo momento una audacia —cuando, por la mera tenacidad, y en el caso particular de esta revista, por la calidad que sostuvo y por el buen ánimo que caracterizó a su equipo editorial, el esfuerzo merecía una suerte mejor. Que un espacio así haya debido cerrarse es una vergonzosa prueba más de que a la cultura en México van negándosele cada vez más las condiciones mínimas para subsistir.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 2 de marzo de 2007.

El privilegio de oír voces

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Lo que sería motivo de preocupación para un psiquiatra (y ante todo para el paciente que acude a consultarlo, desde luego), para el escritor Antonio Tabucchi es el principio operativo de su trabajo literario: oír voces. Y no es sólo que éstas lleguen inadvertidamente a su imaginación, a susurrar por encima de su hombro para que las deposite en la página en blanco: él mismo anda a la búsqueda de ellas, y por eso los lugares donde mejor trabaja son los cafés que encuentra en cualquier ciudad, en cualquier país. Atento al bullicio, más temprano que tarde conseguirá atrapar al vuelo una frase, una palabra o, al menos, una inflexión, y en ese hallazgo tendrá el punto de partida para que la imaginación continúe por su cuenta. Lo declara en el arranque de la primera historia de El ángel negro: «A veces puede empezar por un juego, un pequeño juego secreto y casi infantil que sólo tú conoces y que por pudor no dirías nunca a nadie [...], basta una frase y decides que es ésa, la extraes de la conversación como un cirujano que coge con las pinzas un jirón de tejido y lo aísla...».
Ahora bien: no se trata sólo de las voces obtenidas de las conversaciones ajenas, sino también de las que sobreviven a la precariedad de los sueños: voces que llegan hasta las playas de la vigilia y es posible recoger cuando se ha alejado ya la marea de esa sustancia inaprehensible. Tabucchi cuenta que, cierta mañana parisina, al dar con un café y disponerse a obedecer la costumbre que le manda sacar la pequeña libreta y la pluma que siempre lleva consigo, recuperó la voz de su padre muerto, que había escuchado en un sueño la noche anterior. De esa experiencia surgió Réquiem, su novela más celebrada —aunque no la más célebre—: el delicado registro de un día en Lisboa, una jornada hacia cuyo final se prevé que el protagonista sostenga un encuentro fantástico (pero indudable) con el fantasma de Fernando Pessoa. Escrita en portugués, precisamente, Réquiem es el resultado del sostenido deslumbramiento que la obra de Pessoa ha significado para Tabucchi desde que, en la adolescencia, leyera el poema «Tabaquería» a bordo de un tren. Pero en las voces estábamos: su padre, laringectomizado a causa del cáncer, le habla a Tabucchi en el sueño, y éste entiende que ahí está la clave de una novela: la que recogerá esa voz junto con las que Pessoa distribuyó entre los distintos nombres con que firmaba sus poemas: «¡Si fuera posible traducir en palabras las emociones que suscitaron en nosotros las voces de aquellos a quienes amamos en el curso de nuestras vidas!», se sorprenderá Tabucchi varios años después, en un ensayo a propósito de aquel descubrimiento. Pero lo cierto es que en esta novela, y en el conjunto de su obra, ha triunfado en esa empresa: traducir en palabras cuanto le ocurre por oír voces. En palabras que forman relatos y novelas de delicadeza incomparable, además. (Tabucchi también ha escuchado, y aprovechado, las voces de los sueños de Dédalo, de Ovidio, de Rabelais, de Debussy, de Freud o de García Lorca, en el libro Sueños de Sueños).
La novela más célebre de Tabucchi es Sostiene Pereira (en buena medida gracias a la película de Roberto Faenza: la última en que actuó Marcello Mastroianni): el testimonio que rinde un hombre oscuro y triste que, en un momento decisivo, decidió correr el riesgo del compromiso político. Examen a fondo de la contradicción humana, las respuestas que Pereira va dando a sus interrogadores demuestran que Tabucchi no sólo oye voces, sino que posee además una propia, clara y poderosa, y que está dispuesto a alzarla siempre que no le parezca cómo van las cosas en su país, en Europa o en el mundo, ya que la función del intelectual es «desasosegar, poner a dudar a las personas» y sólo los políticos y los militares se conforman con certezas. Por ello mismo, prefiere que los personajes que pueblan sus libros parezcan perdidos, pues sólo así podrán tener la oportunidad de encontrarse. Lo mismo que sus lectores: «Cuanto más dudes, mejor. Prefiero el insomnio a la anestesia».
La obra de Tabucchi es vasta. Se puede visitarla como se visita un café concurrido, y aplicarse a escuchar. Sin falla, la imaginación y la emoción se verán enormemente recompensadas.

Publicado en Magis.

Scherezada en el consultorio

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«Hablar de enfermedades es una especie de entretenimiento de Las mil y una noches», reza la cita de William Osler elegida por Oliver Sacks para usarla como epígrafe de uno de sus libros más célebres, que lleva un título insuperable: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Osler, como Sacks, era médico (y es considerado, de hecho, el padre de la medicina moderna): ¿qué tienen que hacer estos dos nombres, pues, en el ámbito de la literatura? ¿De dónde ha sacado Sacks, neurólogo, un título tan descabellado? ¿Cómo, en fin, es que el mundo de las enfermedades puede ser comparado con el arte de contar historias que salvó la vida de Scherezada? «La imaginación de la naturaleza», comenzaría a explicar Sacks, «es más rica que la nuestra»: de ahí que él se haya hecho cargo de consignar un vasto repertorio de los hallazgos que le ha deparado el estudio de la naturaleza en libros donde el interés científico va de la mano con la pasión por relatar el drama humano: libros en que constan sus trabajos sobre la investigación de la mente, que se proponen la divulgación del conocimiento al respecto y que, sobre todo, conducen la lectura al ejercicio de la compasión. Los libros de Sacks no son, ciertamente, novelas ni cuentos, pero como las novelas y los cuentos —y, en muchos casos, de modo más incontrovertible—, exponen los misterios más insondables y las maravillas más extraordinarias del espíritu a través de sus protagonistas, que no son otros que los propios pacientes del Dr. Sacks.
Nacido en 1933, en Londres, Sacks se mudó a los Estados Unidos al comienzo de los años 60, y ahí se especializó en neurología, en la Universidad de California en Los Ángeles. Desde 1965 es profesor en el Colegio Albert Einstein de Medicina y en la Universidad de Nueva York, y cada martes atiende un consultorio de las Hermanitas de la Caridad. La fama, como suele ocurrir en los casos de quienes no la buscan, le vino de Hollywood, cuando en 1990 la película Despertares, de Penny Marshall y protagonizada por Robin Williams y Robert De Niro, fue nominada para recibir tres óscares. Basada en un libro suyo del mismo título, la cinta contaba la historia de un médico que experimentaba con un grupo de enfermos de encefalitis letárgica, a los que «despertaba» luego de décadas de inmovilidad y postración. Ese médico no era otro que Sacks: un heterodoxo de la clínica psiquiátrica que consiguió, al menos, que sus pacientes recuperaran un atisbo de la vida que les habían negado los procedimientos tradicionales. Tal actitud audaz ha caracterizado también la obra del escritor: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero expone, con la emoción y la delicadeza del mejor novelista, los historiales de 20 pacientes aquejados por trastornos absolutamente insólitos —incluso para la ciencia médica—: un joven que despierta aterrado al descubrir un objeto extraño en su cama (su propia pierna), un viejo marinero para el que el tiempo se ha detenido, un amable profesor de música que, al terminar la consulta a la que acudió por insistencia de su mujer, intenta tomar a ésta para colocársela en la cabeza...
Los laberintos de la mente surten las historias fascinantes que Sacks ha recogido también en otros libros, como Un antropólogo en Marte (título que resume la aflicción de una autista), Veo una voz (sobre el mundo de los sordos) o La isla de los ciegos al color: materia inagotable para la perplejidad, pero también para la mejor comprensión de lo humano. La obra de Sacks va siempre en pos de las manifestaciones más sorprendentes de la naturaleza, como lo demuestra su Diario de Oaxaca: un entrañable testimonio de curiosidad cultural que el autor redactó a lo largo de un viaje a esa tierra cuyo objetivo tenía la observación de helechos. En su sitio de internet (www.oliversacks.com) hay una colección de los temas de que se ha ocupado en sus libros: «envejecimiento», «agnosia», «daño cerebral», «Alzheimer», desde luego; pero también «música», «fantasmas», «historia precolombina», «natación» o «sífilis». En suma, un autor que con sobrada pericia narrativa y con profundidad admirable, en cada una de sus páginas se ocupa infaliblemente de mostrarnos cómo los enigmas más estimulantes y las revelaciones más sorprendentes sobre la vida residen, nada menos, en cada uno de nosotros.

Publicado en Magis.

El paraíso inacabable

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«Los demonios me contaron que hay un infierno para los sentimentales y los pedantes. Ahí los abandonan en un interminable palacio, más vacío que lleno, y sin ventanas. Los condenados lo recorren como si buscaran algo y, ya se sabe, al rato empiezan a decir que el mayor tormento consiste en no participar de la visión de Dios, que el dolor moral es más vivo que el físico, etcétera. Entonces los demonios los echan al mar de fuego, de donde nadie los sacará nunca». Quien cuenta esto es Adolfo Bioy Casares, sin duda uno de los escritores más entrañables de la literatura latinoamericana: un escritor cuya vasta obra ofrece numerosos accesos para disfrutar del mejor sentido que la lectura puede tener: un puro regocijo y, al mismo tiempo, una de las maneras más sabias de pasar por el mundo.
Bioy Casares murió hace casi ocho años, en su natal Buenos Aires. Tuvo una vida larga, de ésas que parecen urdidas por un guionista de películas llenas de glamour y aventuras galantes: riqueza, lujo, elegancia, amistades prestigiosas. «Que tu vida se parezca a una descripción de tu vida», escribió una vez, y parece que puso todo su empeño en conseguirlo. Un depurado representante de la aristocracia ilustrada de su país, un dandy en todo momento y, hacia el final de sus días, un referente insoslayable de la cultura contemporánea en el continente, pero más allá de eso (que consta en las abundantes páginas de sus diarios, donde va llevando el registro de sus días con una curiosidad y una pasión invencibles), Bioy Casares es sobre todo un escritor cuyas ficciones alcanzaron un sitio distinguidísimo en la admiración de la crítica y, lo que más importa, en el afecto de sus lectores. Y es que sus libros, que nunca dejan de reimprimirse y circular para conquistar nuevos adeptos, tienen en común un sencillo principio: el gusto de haber sido escritos. El gusto de contar historias.
La invención de Morel, su novela más célebre —calificada por Jorge Luis Borges de perfecta—, es el relato desesperanzado de un fugitivo que, al llegar a una isla que supone desierta, encuentra al mismo tiempo la posibilidad y la imposibilidad del amor, la eternidad del instante y, a la vez, la libertad y la más absoluta soledad. Ahí están todas las claves del universo narrativo de Bioy Casares, incluidas las perplejidades colosales que la ciencia depara a la razón. Pero ocurre que, una vez familiarízándose con otros de sus títulos, se dificulta —felizmente— decidir cuál de todos será el mejor. La aventura de un fotógrafo en La Plata, por ejemplo: una historia aparentemente sencilla y decididamente deliciosa, o El sueño de los héroes, donde la fantasía constituye una forma alterna de realidad. O los volúmenes de cuentos, en los que infaliblemente propone desafíos inusitados a la imaginación, astutamente planteados bajo una apariencia de naturalidad que funciona como una trampa para que terminemos enterándonos, siempre, de algo completamente extraordinario.
Casado con la escritora Silvina Ocampo, y por décadas colaborador de Borges (razón por la cual, malamente, se ha querido verlo muchas veces a su sombra), con quien armó colecciones de literatura policíaca, tramó guiones cinematográficos y firmó, valiéndose de pseudónimos compartidos, historias humorísticas delirantes y desternillantes (Crónicas de H. Bustos Domecq, o Seis problemas para don Isidro Parodi), Bioy Casares recibió el Premio Cervantes en 1990, y al año siguiente el Premio Alfonso Reyes, en México. «La vida me ha enseñado que mientras el hombre vive es feliz, y la vida me exalta», dijo en una entrevista, poco antes de morir. Y esa certeza se trasluce en su particular actitud hacia el oficio (un oficio del que afirmó que era «el mejor del mundo»): contar historias. Por esa felicidad de la que gozó, y que está a nuestro alcance apenas abramos cualquiera de sus libros para encontrarnos con su prosa elegante y trabajada, transparente y gratamente navegable, es justo pensar que debe encontrarse a salvo del mar de fuego donde penan los pedantes y los sentimentales. Quién sabe: quizás, como el fugitivo de La invención de Morel, esté en el paraíso inacabable de un eterno amor.

Publicado en Magis.