Es el otoño de 1966. Un avión hace el trayecto nocturno entre Zúrich y Manchester. Entre los escasos pasajeros va un joven alemán de 22 años que, hasta entonces, no se había alejado más de seis horas en tren de su pueblo natal (Wertach im Allgäu, cerca de las fronteras con Austria y Suiza). De él únicamente sabemos que está solo, y que va admirando la profusión de luces que destellan allá abajo, mientras sobrevuela la inconcebible extensión de Londres; pero luego, conforme se acerca a su destino, cuando ya espera ver la ciudad industrial a la que conduce su soledad, no consigue ver «nada más que un resplandor mortecino, como una brasa ya casi ahogada por la ceniza». Manchester, dirá después: «un área de mil kilómetros cuadrados que ocupaba la ciudad, construida con inumerables ladrillos y habitada por millones de almas muertas y vivas». Entre la espera de su equipaje y los trámites de inmigración se hace de madrugada: a las cinco pide a un taxista que lo lleve a un hotel barato. Luego de timbrar por un buen rato en una casa de fachada angosta y ennegrecida por el hollín, con un rótulo de neón con el nombre Arosa, acude una mujer en bata que al cabo lo hace pasar y le entrega una llave. «El día de mi llegada al Arosa», recordará el joven un cuarto de siglo después, «estuvo marcado, al igual que la mayoría de los días, semanas y meses que le siguieron, por una quietud y un vacío notables». La mujer —recepcionista, administradora, ama de llaves— le lleva más tarde un curioso artefacto: una tetera eléctrica combinada con un reloj despertador. «Ahora, cuando pienso en la época de mi llegada a Manchester, me da la sensación de que fue el aparato que me trajo Mrs. Irlam a la habitación, ese aparato tan útil como singular, el que con su luminiscencia nocturna, su discreto borboteo matutino y su mera presencia a lo largo del día me hizo aferrarme en aquel entonces a la vida, cuando yo, encerrado como estaba en un estado para mí incomprensible de desapego, muy fácilmente podría haberme alejado de ella». En el último relato del libro Los emigrados, de W. G. Sebald, viene inserta una fotografía de esa tetera/despertador.
Así son los libros de Sebald: por lo general comienzan con el narrador poniéndose en marcha, y en cierto sentido transcurren como registros de los viajes que realiza, a menudo por varios países pero también por épocas muy distantes entre sí. Las imágenes que van acudiendo a la lectura (fotografías, documentos, postales, mapas, cuadros, reliquias) no sólo ilustran, sino que además completan y fijan aquello que las palabras ya son incapaces de decir. Porque adonde siempre está dirigiéndose Sebald es a los territorios espantosos del olvido, a sitios donde han tenido lugar las devastaciones del tiempo y la desmemoria, para regresar de ahí con las evidencias deslumbrantes y perturbadoras de sus hallazgos. El tío Adelwarth, por ejemplo: un singular pariente que había terminado de hacer la vida en Estados Unidos, pero cuya presencia en la obstinada imaginación del escritor —sólo lo habría visto una vez, cuando era niño— estaba marcada por la melancolía y el silencio. ¿Qué historia podía haber detrás? Porque Adelwarth, al final de sus días, había decidido internarse en un manicomio para que, a fuerza de electrochoques, le borraran los recuerdos. Y Sebald emprende un viaje justamente rumbo a la memoria de ese hombre ya muerto.
Nacido en 1944, el autor se estableció en Inglaterra a principios de 1970, y ahí encontró la muerte en 2001, en un accidente automovilístico. Su obra, breve y concentrada en un puñado de títulos, comenzó a fluir además tardíamente: el primer libro, Vértigo, lo publicó apenas en 1990. Pronto obtuvo reconocimiento: se trataba de una literatura renovadora, de profundidad impresionante, que al desdeñar las convenciones de los géneros —la novela, el ensayo, el álbum de viajes— revelaba un proceder poético de alcances insospechables, pero además representaba una inusitada forma de indagación en la naturaleza humana, por el recurso de contar aquello que el tiempo amenaza siempre con borrar de nuestra atención: nuestras vidas y las vidas de los otros.
Sebald, pues, fue meramente un hombre solo, con la mochila al hombro y una intensa voluntad de viajar a donde nadie ha llegado antes. Sus libros cuentan entre los viajes más memorables y conmovedores que podemos hacer.