Vamos... ¿a qué?

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El centro de Guadalajara no se arregla con ocurrencias. Quién sabe, de hecho, si tenga arreglo, como no sea desalojándolo por completo, desmontando ladrillo por ladrillo cada uno de sus edificios, extirpando toda su flora y exterminando toda su fauna, arrasando con el asfalto de sus calles y avenidas y, en fin, dejando sólo el terreno limpio para empezar de cero, quizás con algunas fincas que, por su valor arquitectónico o histórico, convenga recolocar en su sitio, debidamente restauradas, o con algunos árboles o algunas fuentes que valgan la pena, y dejando los claros para ciertos jardines y plazas en torno a los cuales habría que trazar las calles y disponer las manzanas. Algo así. Por ejemplo, en el tramo de la calle Morelos que va de Zaragoza a Pedro Loza, dan ganas de dejar sólo las plantas superiores de las construcciones, cuyo decoro está casi intacto, metiendo un relleno que sepulte para siempre las inferiores; pero es un caso excepcional, porque en otras zonas sería más provechoso el empleo de la dinamita y contemplar la tabula rasa para empezar a reparar el desastre: cómo se antoja hacer volar por los aires los edificios vecinos al templo de San Felipe, que lo sofocan e impiden que resplandezca en su belleza, o el estacionamiento en forma de donas apiladas que está en contraesquina del templo de Jesús María.
¿No son más vistosas estas ocurrencias? Porque la que ha tenido el flamante Ayuntamiento tapatío, el programa «Vamos al centro», no sólo está lejos de alentar la revitalización de ese espacio, sino que además es prueba de que a estas nuevas autoridades muy probablemente las tendrá sin cuidado la atención decidida, creativa y eficaz de los verdaderos problemas de la ciudad. Que el Alcalde Petersen se imagine que los trolebuses dejan de pasar despuesito de las siete de la tarde, o que a esa hora de los sábados ya la gente no los necesita tanto, es una alarmante señal de su desconocimiento —o de lo mal asesorado que está— acerca de los ritmos y del funcionamiento de la vida en el primer cuadro de la ciudad. Otra es que, al poner en práctica la ocurrencia, no se haya tenido en cuenta que el comercio no puede extender sus horarios así como así: ¿no pensaron que a los empleados, si se quedan hasta las once de la noche despachando, hay que pagarles horas extras? Lo malo es que, por el orgullito característico de los funcionarios, perseveren y se obstinen en la necedad, incapaces de rectificar: el programa «Vamos al Centro» (¿y a qué, por cierto?, ¿a gastar, a aburrinos, a quedarnos sin camión para regresar a casa?) no sólo se sostendrá, sino que les servirá como justificación para decir que algo hacen —cuando deberían estar solucionando, con creatividad y mejor tino, los problemas verdaderamente graves que, sí, tienen como una de sus consecuencias el deterioro atroz del centro de la ciudad: el del transporte colectivo, por ejemplo, que tan difícil parece que alguien se atreva a encararlo.


Publicado en la columna «La menor importancia», en el diario Mural, el 23 de febrero de 2007.

Puestos a soñar

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Que en México se ponga tanta atención a los «nombramientos» de funcionarios, y que en vísperas de que éstos tomen posesión de sus cargos se especule tanto respecto a las direcciones que tomarán, a las conductas que observarán, a las trayectorias que los han conducido a sus nuevas posiciones (los méritos, quizás, pero también las relaciones y las amistades —presumibles o demostrables—, así como los bandazos que han dado por las áreas más disímiles de la burocracia); que, en fin, nos importe tanto saber quién queda dónde y qué se podrá esperar en consecuencia, quiere decir que nuestro entendimiento del gobierno y de la llamada «función pública» opera sobre el principio ineludible de la suspicacia —lo cual, por supuesto, se explica por el interminable catálogo de personajes no sólo sospechosos, sino flagrantemente impresentables, que la memoria de cada ciudadano conserva al pensar en quienes han desfilado por cualquier oficina del aparato estatal.
Al acercarse los relevos de las administraciones, entonces, nombres y más nombres dan vueltas en una suerte de tómbola enloquecida, movida por una multitud de manecitas que, además, meten y sacan papelitos con tal frenesí que ni siquiera quienes compraron boleto pueden estar seguros de seguir participando en la rifa. Hasta que llega el momento del anuncio. Y entonces, cuando algunos respiran aliviados (los agraciados con la designación, pero también sus familiares, sus camaradas, sus compañeros de la secundaria, sus vecinos, todos aquellos que en un rápido repaso pueden confiar en que nunca han tenido un pleito con ellos, etcétera), otros ven con pesadumbre cómo el cielo se ennegrece y cómo no disfrutarán del solecito en los tres o los seis años largos que están por comenzar. Pero, también, la suspicacia general se afirma y se intensifica: ¿qué irán a hacer los nuevos funcionarios? ¿Cómo se van a portar? ¿Cuánto tiempo van a tardar en sacar el cobre? ¿Cuál va a ser su primer error?
Al ser ungidos, es costumbre que declaren siempre primorosas intenciones (que evaluarán lo que hicieron sus precursores, que consultarán a la «comunidad» sobre lo que debe hacerse, que escucharán y —nunca falla— que ejercerán una «política de puertas abiertas»), y que se quejen de la insuficiencia de los recursos de que dispondrán, como curándose en salud. Bueno. Los ciudadanos, en tanto, tomamos nota, como si deveras importara lo que dicen y como si no se nos fuera a olvidar enseguida (recuérdese cómo Emilio González Márquez prometió, apenas llegó a la alcaldía de Guadalajara, que no renunciaría a ésta para buscar la gubernatura del estado). Pero, puestos a soñar, habría que pensar que el mejor gobierno es el que deja trabajar y no estorba; el que mantiene aceitada la maquinaria (con creatividad, con discreción y sin arrogancia) y, antes que perseguir o sancionar a quien infringe las leyes, facilita que éstas se cumplan. El gobierno que no se nota, porque está ocupado en lo suyo y podemos confiar en él.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 16 de febrero de 2007.

La loca sideral

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La fotografía no podía ser más elocuente: desamparo, indefensión, miedo. Y, claro, un atroz brillo de demencia en el verdor de los ojos, la sombra del desvelo en las ojeras, la arruga que surca la frente bajo un mechón que jamás volverá a someterse a un cepillo, los labios apretados sobre la contrariedad suprema y sobre la perplejidad que supuso posar para esa lente y ese flash implacables: la astronauta Lisa Nowak, arrestada y fichada tras haber enloquecido de amor. (Lo natural, desde luego, ha sido acompañar esa foto con otra donde la cabellera resplandece, la sonrisa de dientes grandes y recios se despliega como si fuera a ser eterna, las cejas son un horizonte en calma y no las olas encrespadas de la desesperación: la foto delante de la bandera, con el uniforme anaranjado y con el casco espacial momentos antes de encerrar esa cabecita loca para que aborde el Discovery: la foto heroica que se hace a cada ser humano que está por viajar más allá de la estratósfera).
El último accidente de la accidentada «carrera espacial», pese a haber tenido lugar en tierra, ha sido tan espectacular como el estallido más desastroso de cualquier artefacto para cuyo lanzamiento se hubieran invertido millones de dólares. El vuelo vertiginoso de una mujer iracunda rumbo a la venganza no es menos impresionante que el trazo luminoso de un cohete por el firmamento. Claro, hay detalles que afean la empresa de Nowak: se ha dicho que tenía tal prisa por devorar las 900 millas hasta el destino de su misión —rociar a su rival con gas mostaza— que para ello iba provista de pañales con tal de no detenerse. El dato, además de ser poco elegante, y más bien repulsivo, es completamente inverosímil, por fascinante que pueda resultar para la prensa sensacionalista: como preguntaba el otro día el presentador David Letterman, ¿qué coche puede recorrer esa distancia sin recargar gasolina? Sin embargo, si dejamos a un lado el cargante afán de precisión, lo cierto es que los viajeros estelares también suelen llevar pañales, o algún adminículo que sirva al mismo efecto, y Nowak en todo caso no habría hecho más que poner en práctica algo de lo que aprendió en la NASA. También es admirable su determinación, digna del mejor soldado de los Estados Unidos: suéltenle una docena de deschavetadas como ella a Bin Laden y verán cómo no sólo dan con él, sino que lo rostizan con saña ejemplar. (El atentado, además, ocurrió en Orlando: qué mejor escenario para esta versión femenina de Orlando Furioso).
No deja de ser amargoso el entusiasmo con que los medios se han deleitado en comentar el tema: titulares como «Astro-nut» («astro-chiflada», pongamos) o «Lust in Space» («Lujuria en el espacio», por aquella serie que se llamaba Lost in Space: Perdidos en el Espacio), y sonseras por el estilo. Otro presentador-chistoso, Jay Leno, lo abordó en su programa diario con impecable eficacia: «Houston, we have a problem!». En fin, qué historia triste. Y más cuando ya se acerca San Valentín, caray.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el 9 de febrero de 2007.

Santo remedio

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El recibo telefónico debería incluir una compensación por las horas-hombre que uno pierde respondiendo llamadas indeseables. No las que uno, de un modo u otro, se busca: una cosa es cometer la imprudencia de pasarle nuestro número al impertinente que se adjudicará el derecho de marcarlo cada que le dé la gana (el infaltable ocioso que nos llamará con cualquier motivo, a cualquier hora, y que sin el menor recato dispondrá de nuestro tiempo tanto como quiera por el solo hecho de que tácitamente le hemos brindado un salvoconducto irrevocable), y otra muy distinta vernos obligados a escuchar el saludo y la oferta —porque generalmente son ofertas— de una persona que jamás hemos visto y que, sin embargo, se ha enterado de que existimos y de que, además, tenemos teléfono.
Los bancos, seguramente, son los que más fastidian. Es cierto que a veces pueden tener razón: un deudor moroso quizás se haya ganado el hostigamiento, aunque es difícil pensar que alguien entrenado en postergar el cumplimiento de sus obligaciones reaccione y recapacite ante el acoso telefónico que sigue a los recordatorios por vía postal: ¿de verdad creen los bancos que uno, tras recibir la llamada oprobiosa, cuelga y sale corriendo a pagar? Pero cuando uno tiene la conciencia en paz —y, por lo visto, es precisamente gracias a eso— la persecución se intensifica: «Buenas tardes, mi nombre es Ruperto Machucho y le estoy llamando del Banco del Terregal...» (aquí es donde uno debería colgar, pero una incapacidad atávica lo impide: la maldita curiosidad de saber qué diablos se propondrá Ruperto: ¿nos irá a decir que nuestros ahorros se incrementaron milagrosamente?). «El propósito de mi llamada es informarle que, en vista de su excelente historial crediticio...». A velocidad admirable, sin pausas que permitan intercalar una pregunta, Ruperto se lanza a exponer las ventajas de un seguro que deberíamos contratar, de un préstamo que deberíamos pedir, de cualquier transacción inimaginablemente ventajosa, y antes de que nos demos cuenta ya está pidiéndonos informes: cuánto ganamos, si vivimos en casa rentada o propia, etcétera. El principio del sistema, que usan también esas misteriosas entidades que venden «tiempos compartidos», los encuestadores o las tiendas departamentales (los políticos que quieren nuestro voto nomás nos sueltan una grabación) es simple: no dar pie a ninguna interrupción.
Por eso, lo mejor es estar alertas e imponerse (al fin que es gente que ni conocemos), y hacer como Jerry Seinfeld: recibe una llamada de alguien que le ofrece algo. «Perdona», lo interumpe, «ahora estoy ocupado, pero dame el teléfono de tu casa y te llamo después». El inoportuno se desconcierta. Jerry se extraña: «¿Cómo? ¿No te puedo llamar a tu casa? Bueno, pues ahora sabes cómo me siento». Y cuelga. Eso hay que hacer. Colgarle a Ruperto apenas se presente.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el 2 de febrero de 2007.

¡Un iPod, ya!

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¿Por qué fue imperativo decidirse? Y, además, tan súbitamente, tan irresistiblemente. Habiendo cosas más importantes, caray. (Es un decir, desde luego: en distinguir qué puede ser lo importante se nos puede ir la vida, y además a quién le va a importar las pobres distinciones que podamos hacer). ¿Por qué, entonces? Es difícil decirlo: el caso es que, antes de haber razonado sobre la conveniencia (improbable) del asunto al menos durante cinco años —el tiempo desde que el aparato apareció—, hubo que ceder al impulso y desembolsar lo que costaba el de tamaño medio. Porque la decisión fue tan rápida que pareció lo más prudente optar por éste: el más barato parecía demasiado poca cosa, y el más vistoso y con mayores virtudes tenía un precio alarmante. (O no, tampoco: a los pocos minutos de salir de la tienda, las matemáticas que el vendedor no dejó hacer revelaron que la diferencia entre el mediano y el grande no era tan grande, y a eso siguió el cálculo de lo que se habría perdido por no echar, como se dice y se dice bien, toda la carne al asador: total, ya entrados en gastos... Es triste cuando la incertidumbre nos orilla a la tacañería. Y eso por no hablar del hecho inapelable de que el aparato empezó a ser obsoleto cuando todavía no acababa de imprimirse la factura).
Pues bien: la tablita famosa, de color chillón (que no se ve porque, el vendedor fue enfático, había que comprarle también fundita: por lo visto su primera función es rayarse), es capaz de albergar de ochocientas a mil canciones. (De nuevo las dudas: ¿son muchas, son suficientes, habría sido más sabio comprar el que puede retacarse con varias decenas de miles?). Dos punto dos días, según la suma misteriosa que según eso hacen los minutos de 887 piezas que ahora mismo tiene dentro. «Piezas», hay que aclarar, aunque el aparato entienda que son «canciones» cada uno de los movimientos de un trío de Shostakovich o un largo monólogo de Jerry Seinfeld en vivo. También pueden metérsele fotos, aunque quién sabe para qué, pero no video: eso estaba reservado para el tamaño king-size. Quedémonos, pues, con que sirve para oír música y, en general, cualquier cosa audible: un curso de idiomas, por ejemplo, o las tenebrosas grabaciones de poemas de Gerardo Deniz en voz del autor: ¡ay! Música, mucha música: y ahí empezó la perplejidad: ¿cuál?
Se dice que el Papa, en el suyo, tiene a Mozart y a Stravinsky, y que Bush tiene a los Beach Boys —que qué culpa van a tener. El problema es que las elecciones que se hagan pueden conformar una imagen fidedigna de nuestra identidad (o no es problema: a menos que uno sea Paris Hilton y le roben el aparatito dichoso; y tampoco: mientras no deje de enseñar los calzones, a quién le importa la identidad de Paris Hilton). ¿Qué pasa por hacer convivir al Piporro con Johnny Cash, a Keb’ Mo’ con Louis Prima, a Natalia Lafourcade con George Harrison? Nada. O sólo esto: ¡cómo se pierde el tiempo! Tanto que luego ni tiempo hay para oír nada de lo que uno trae.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el 26 de enero de 2007.

Peste y primavera

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Volver a Guadalajara apesta. Literalmente, la primera bocanada de aire que uno aspira al regresar es inevitablemente inmunda: es el hedor, el miasma que rodea la zona del aeropuerto y se cuela hasta el túnel conectado a la puerta del avión para envolvernos apenas pongamos un pie fuera de la cabina. Mala cosa si la bienvenida que nos da la ciudad huele a caca —y ello por no hablar de la experiencia de quienes llegan por primera vez: ¿qué se imaginarán? Porque, como sea, quienes vivimos aquí ya sabemos de ese recibimiento y hasta podemos prevenirnos sacando un pañuelo o resignándonos, antes de correr al taxi que nos aleje de esa peste; pero quienes no están advertidos deben pasarla muy mal.
Mala cosa si así es como la ciudad ha estado esperándonos. Y luego no quieren que uno haga comparaciones. Por ejemplo ésta, elemental y pasmosa: en Londres, al salir del aeropuerto de Heathrow para tomar un autobús rumbo al centro de la ciudad o a cualquier otro punto en las inmediaciones, el chofer se baja, saluda y te ayuda con tus maletas. Y, cuando llegas a donde vas, vuelve a bajarse, te entrega las maletas y se despide. Aquí, en cambio, los choferes del transporte colectivo matan a la gente. Puede que parezca una observación frívola (y eso que faltó agregar que allá los choferes, además de usar corbata, hablan como Oscar Wilde), pero es en las sencillas operaciones de la vida cotidiana donde radican las diferencias por las que adquiere consistencia y forma eso que llamamos atraso. Es, desde luego, necio y fútil hacer generalizaciones y tomar partido: el listado de ventajas y desventajas que puede tener cualquier ciudad respecto a otra cualquiera no tiene fin (en Londres, para seguir con el ejemplo, y con un dato verdaderamente escandaloso y aterrador, una cajetilla de cigarros cuesta lo que cuestan seis cajetillas aquí), pero a poco de regresar y atorarse, pongamos, en las obras absurdas, torpes, lentas de La Calma, pongamos, o al ver cómo siguen moviendo de un lugar a otro a las famosas vacas para rescatarlas de los cuatreros que siguen apaleándolas, Guadalajara pronto va facilitándonos motivos para la depresión y el fastidio más irremediable.
Entre el miércoles y el jueves de esta semana resplandeció en la ciudad la primera primavera. Por Hidalgo, unas dos cuadras abajo de Chapultepec. Opulenta, insólita, inapelable, con una decisión que, tristemente, de poco valdrá ante su propia naturaleza efímera. Fue todo un acontecimiento. La felicidad de reparar en esa primavera es, a la vez, un consuelo y una razón más para la lamentación: si reluce, como todos los años, y como harán pronto las jacarandas, si esa primavera se alza por encima de la desastrosa tramoya y entre el tedio de nuestras rutinas, la fealdad y el estrépito y nuestra negligencia, y a unos cuantos kilómetros del aeropuerto más fétido del planeta, no es porque hayamos hecho nada para merecerla. Si acaso es porque se nos ha olvidado tumbarla —y no tardaremos, de seguro.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el 19 de enero de 2007.

Una vocación redentora

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Puede que nuestra primera reacción sea destestarlos, pero a poco de pensarlo no hay más remedio que reconocer y admirar las virtudes y los talentos de quien domina con soltura el difícil arte de importunar a un desconocido. Sucede, pongamos, cuando uno está absurdamente empeñado en el egoísta intento de permanecer en paz: la pausa que abusivamente uno se ha concedido para tomar un café a solas o para sentarse tantito a la sombra en la banca de un jardín —para leer el periódico o un libro, o sencillamente para ver el mundo pasar: cosas así de descabelladas. No falta quien de inmediato detecte la oportunidad y la aproveche: con fórmulas de fingida cortesía, que a un tiempo son inobjetables e imperativas (¿qué trabajo nos cuesta bajar el periódico y responder?), el cazador consigue desarmarnos y tenernos a su merced tan rápida como infaliblemente. «Disculpe, una pregunta...», dice, y ya estamos obligados a responderle y a esperar su réplica y todo lo que venga a continuación. Porque, en su audacia, el inoportuno sabe que no tendremos escapatoria según una deducción muy simple —tanto que ni siquiera considera la posibilidad de que emprendamos la huida, pues cualquier amago de defección de nuestra parte lo tomará, y nosotros antes que él, como una falta de educación—: si ahí estábamos de ociosos, sin hacer nada (y leer califica como no hacer nada), ¿qué mejor modo de pasar el rato que platicar con él?
Así, con la temeridad que conduce las mejores aventuras, con una insuperable confianza en sí mismo y, sobre todo, con la profunda convicción de que lo suyo habrá de interesarnos inevitablemente, el inoportuno se lanza a implicarnos en su curiosidad, exponiéndonos cuanto juzgue pertinente y reclamando nuestro parecer (por más que no le interese y pase enseguida otra cosa: lo que le importa es lo que él tenga que decir). Los mejores, desde luego, son aquellos que disponen de un tema tan indiscernible que conseguirá, aunque sea al principio, intrigarnos, de manera que lleguemos a preguntarnos qué diablos está diciéndonos —aunque en realidad nada diga, como suele suceder. Y tenga o no coherencia en su discurso (quien esto escribe es regularmente visitado por inoportunos que le hablan lo mismo de Juárez que de Bielorrusia), lo que cuenta es ante todo su autoestima, impuesta sobre la sospecha de que hasta antes de su aparición uno era poco más que un parásito que injustificablemente suponía que podía disfrutar de algo de tranquilidad: de ahí que al inoportuno lo mueva un espíritu redentor, pues invierte su tiempo en nosotros exasperado por la posibilidad de que estemos perdiéndolo impunemente. Y a diferencia de los vendedores ambulantes o los mendigos, a los inoportunos no los guía la codicia; por lo menos no en primer lugar, pues los más avezados saben ingeniárselas para cobrarse discretamente con los cigarros que van sustrayéndonos, con el periódico que terminan por quitarnos —al fin que ya no nos dejaron leerlo— o retirándose elegantemente antes de que llegue la cuenta y en ella conste el café que se tomaron mientras nos entretenían. ¿Les damos las gracias alguna vez?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el 12 de enero de 2007.

Sosiego forzoso

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Por la errónea suposición de que en ellas nada distinto puede hacerse de lo que su nombre indica, las salas de espera tienen tan mala fama que se piensa que la vida y el mundo serían mejores si no existieran. Califican, por ello, en la categoría más baja de las actividades inevitables más indeseables en el trajín de todos los días, junto a hacer fila, extraviar las llaves, perder el camión, o sentarse a la mesa que atiende una mesera mula, y sólo están por encima de recibir una multa, pagar impuestos (o pagar la multa) y encontrar a una persona detestada sin que sea posible sacarle la vuelta. (Claro: hay cosas peores, pero ya entran en el rango de las desgracias o las catástrofes). La razón de tal desprestigio es difícilmente desmontable: hacer antesala, para lo que sea, es perder el tiempo. Y aunque así sea, en efecto, lo cierto es que hay un prejuicio que debería revisarse antes de comenzar a tamborilear con los dedos, mirar al techo, hojear por enésima vez la revista arrugada que ha pasado ante miles de ojos impacientes y maldecir la suerte que nos ha apartado del mundo para recluirnos en ese limbo que siempre parecerá eterno, por breve que sea: el prejuicio de que perder el tiempo es cosa mala y debe evitarse a como dé lugar. El dentista se ha esmerado más tiempo del razonable en la endodoncia que nosotros haríamos en cinco minutos con ayuda de un picahielos, y ya lleva dos o tres turnos de retraso; algo pasó que la pantallita mágica que regula la existencia del aeropuerto se obstina en negarnos la señal de abordar el avión donde habremos de esperar otra media hora a que el piloto descubra cómo hacerlo funcionar; la ejecutiva del banco, por lo visto (para qué los ponen en cubículos de cristal), está chateando y finge que no nos ve, o el funcionario (el que sea) sencillamente entiende que hacer esperar a la gente es elegante y lo vuelve respetable. Hay de dos sopas: impacientarse o huir. Y como huir supondría, ahora sí, una pérdida de tiempo (perder el turno y en una de ésas la muela; perder el avión u otra mañana en que habrá que volver a esperar la atención de quien, de cualquier manera, necesitamos que nos atienda), lo más sensato es aprovechar la serenidad que puede regalarnos el entendimiento virtuoso de la circunstancia.
Como en las arenas movedizas, patalear es hundirse más. Por eso, si al caer en una sala de espera se cae en lo irremediable, vale más atenerse al hecho de que el mundo y la vida podrán prescindir por unos minutos o unas horas de nosotros, y aceptar la serenidad inesperada que nos puede brindar la pausa como una ocasión de sosiego que quizás por nuestra cuenta no habríamos sabido encontrar. Desechada la posibilidad del fastidio y puesta a raya la contrariedad, el tiempo de la espera abre posibilidades insospechadas: de la meditación profunda a la afinación de los sentidos, pasando por la fantasía, la revelación o una pura y reparadora siestecita. El mundo, ciertamente, sería peor sin esas suspensiones obligatorias y no pedidas que pueden despejarle el ánimo a cualquiera.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el 5 de enero de 2007.

Una vocación cumplida

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Las órdenes de la vocación, se dice, son inapelables. O deberían serlo: quien desoye la inspiración congénita que le manda dar un preciso destino a sus días puede terminar con el alma roída por la insatisfacción vital más atroz, así haya hecho de su carrera equivocada una sucesión de triunfos. Suele repetirse, también, que nunca es demasiado tarde y que, si de verdad hay ilusión y empeño, cualquiera puede llevar a la realidad sus aspiraciones, por disparatadas que parezcan: tomar los hábitos aunque sea a edad avanzada, luego de una existencia plena en prevaricaciones y excesos, o apuntarse a un curso exprés de paracaidismo antes de que la osteoporosis lo desaconseje definitivamente. Por otro lado, las imaginaciones de la infancia suelen ser desbaratadas pronto y con crueldad (por la escuela y censores similares), y así no queda más que avenirse a las posibilidades más realistas que van saliendo en el camino: una vez que le preguntaron qué quería ser de grande, Bart Simpson se soñó convertido en el hombre más gordo del mundo: un destino extravagante, si se quiere, pero inobjetablemente espectacular, que sin embargo el pobre niño tendrá que ir postergando mientras se convierte en el malviviente que de seguro va a ser.
Lo malo, en todo caso, es tener una vocación en absoluto rentable, e incluso perniciosa a ojos de la sociedad —que se encargará de oponer todas las dificultades que haga falta. Yo, para entrar en materia de una vez, tengo la vocación innata de ser televidente. (Y basta apenas que lo pronuncie para ir emprendiendo ya una defensa, que siempre será insuficiente: tan duramente se juzga a quien por gusto se entrega a larguísimas sesiones ante el televisor, tan grande es el cúmulo de malentendidos y prejuicios que proscriben y estigmatizan a quien se abandona a esos placeres). De eso querría vivir y sólo para eso quisiera conservar la salud y el seso: para ver toda la televisión que pueda, no importa lo que sintonice día y noche. Que la vida llegue a permitírmelo es otra cosa: sencillamente digo que es lo que yo quisiera hacer.
El primer, consabido reproche con que todo mundo sale cada que declaro esto es aburrido de tan obvio: la abundancia de porquería. A lo que respondo dos cosas: que las excepciones hacen la miseria soportable, y que también fuera de la pantalla es insondable la vulgaridad y la estupidez. Luego dicen que la televisión aísla, que estropea el contacto con la naturaleza y atrofia la comprensión de los demás, pero yo entiendo mejor que, al menos en mi práctica, no se trata de una evasión irresponsable, sino más bien de una inmersión a fondo en lo humano y de un ejercicio constante de la perplejidad creativa —más seguro al menos que ir a escalar montañas o que malgastar las horas ante la barra de un bar deprimente (donde por lo general hay tele). Ahora bien, fuera de estos tediosos y fatuos argumentos, lo cierto es que pocas cosas me gustan tanto, y que dada mi experiencia no podría ser de otra manera: uno queda irremediablemente marcado si entre sus primeros recuerdos consta el de estar presenciando los episodios en blanco y negro de Mi hermana la Nena (telenovela de Rafael Banquells, con Saby Kamalich y Jorge Lavat, allá por 1976).
Admito, claro, que quizás esta vocación se explique por una necesidad determinada por la fatalidad: la de hacer algo con los caudales de información televisiva que se han ido alojando permanentemente en el disco duro de la memoria. De las épocas mejores de La Pantera Rosa al último reality show protagonizado por Erick Estrada, pasando por hitos como Cuna de lobos, Dallas, Mis huéspedes o El Show de Benny Hill —eso es fácil—, pero también por producciones absolutamente insólitas como la telenovela colombiana Pero sigo siendo el rey (que a nadie conozco que la haya visto en México), las primeras apariciones de Lourdes Ramos en Súper rock en concierto, los Cincomentarios de Agustín Barrios Gómez, los aeróbics de la mujer de Fito Girón, las autopsias repulsivas de Quincy, los escarceos entre el Comanche y Amparito Arozamena o las peripecias de Simon & Simon… Una riqueza de conocimientos triviales, si se quiere (quién era Trampero, quién el señor Rajuela, cuál fue el elenco de La Zulianita —Lupita Ferrer y José Bardina, of course—, qué deuda impagable tiene la nación con el libretista de Los Polivoces, Mauricio Kleiff), y de dudas irresolubles (qué fue de Iracheta, en qué acabó el payaso Caralimpia —que salía con Madaleno y Paco Stanley—, cuántas pelucas tenía Evelyn LaPuente, por qué nunca han vuelto a pasar Los tigres voladores, cómo se llamaba la maestra de inglés que salía con el Tío Carmelo), pero que no tengo problema en reconocer que me definen.
Llegado a este punto, es claro que podría extender por folios y más folios esta exhibición de la memoria inútil, misma que no tengo intención de impedir que siga creciendo —aunque, ¿para qué? Mi vocación, viéndolo mejor, he venido cumpliéndola, aun cuando no viva de ella, y así lo que comprendo en este momento es que más vale administrar mejor los minutos y terminar cuanto antes estas líneas, porque ya va a comenzar Seinfeld.

Una solitaria aversión

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Siempre conviene ampararse en los ilustres cuando se está a punto de declarar lo que inevitablemente será tomado como una insensatez. Es posible que así se amortigüen el desprecio y el reproche que vendrán tras la declaración, o que al menos se consiga dar la impresión de que el tema está bien pensado y no es un arrebato o una mera provocación. Así, aunque lo que estoy por decir —ya lo he comprobado cuando lo he dicho en otras ocasiones— automáticamente levanta reacciones que van de la indignación al impulso redentor (del «¡No puede ser!» al «No sabes lo que te estás perdiendo»), quiero dejar claro que es una convicción que he considerado detenidamente a lo largo de toda mi vida; además, sólo por la furia de la oposición que espero —y que ya he encontrado— veo necesario argumentar a propósito de tal convicción, cuando en realidad me parece tan natural y tan comprensible como para que el género humano la adoptara de inmediato sin más razón... que la razón.
Adolfo Bioy Casares encontraba ridículo que la gente ofreciera como los rasgos más distinguidos de su personalidad y de su conducta las «extravagancias» más insignificantes —simples manías carentes de todo interés salvo para el individuo que las ostenta. Tomar el café sin azúcar, por ejemplo, o llevar siempre las monedas en el bolsillo izquierdo del pantalón. Quienes se jactan de cosas así, queriendo por ellas parecer únicos e inimitables (el que anuncia al mundo que todos los días desayuna yogur, el que pregona sus predilecciones políticas sin que se las pregunten —como si importaran—, el que juzga sus rutinas como hábitos saludables y ejemplares para toda la sociedad), están lejos de enterarse de que carecen en absoluto de originalidad, y sin embargo se obstinan en hacer alarde de los gestos por los que la buscan desesperadamente. Así, cuando nos encontramos a alguien que sostenga una opinión chocante o por lo menos inusual, lo más probable es que se sienta orgulloso de ella y que ante todo le importe mostrarla antes que defenderla: confía en el desconcierto que causará y se dará por satisfecho con la incomodidad que ocasione. Pero tan pronto como se le demuestre que tal opinión dista de ser sólo suya la abandonará para buscarse otra, a su parecer más «rara».
Teniendo presente la mirada vigilante de Bioy Casares, entonces, no me preocupa si la opinión que yo tengo es poco popular (aunque sé que por desgracia lo es), y no la sostengo sólo por querer molestar o sorprender a nadie. Ahora bien: por tenerla, es cierto, he de enfrentar continuamente el problema de la singularidad, y para ello me amparo en el segundo de los ilustres que malamente hago comparecer ahora que estoy por declararla: en su novela La mancha humana, Philip Roth consigna el momento decisivo en que un hombre sabe que quiere y puede estar solo: «No puedes permitir que los grandes te impongan su intolerancia, del mismo modo que no puedes permitir que los pequeños se conviertan en un nosotros y te impongan su ética». Y así, ante la intolerancia, pero sin querer formar un club, lo que he de decir es sencillamente esto: no sé para qué existen los perros. Jamás he entendido cómo alguien es capaz no sólo de tolerarlos, sino incluso de amarlos y cuidarlos y hacerse acompañar de ellos. A mi juicio, no deberían existir. (Y, apenas lo he escrito, corroboro que puedo y quiero estar solo en esta afirmación).
Es célebre el remedio que propuso Jonathan Swift —aquí llega mi tercer ilustre— para terminar con los niños pobres de Irlanda: habría que comérselos. La lucidez de los cálculos en que Swift apoyaba esta nueva forma de ganadería (ganancias inmediatas para el reino por concepto de exportaciones de carne tierna, prosperidad para las madres que entregaran sus bebés a la engorda, bonitos guantes confeccionados con suaves pieles, concordia social tras la eliminación de futuras generaciones de papistas, etcétera) y la audacia con que quedaba así denunciada la miseria imperante, me da por suponer cada que lo pienso, habrían inflamado la repulsión y acezado el escarnio contra Swift de haberse ocupado de los perros en lugar de los niños pobres. Por ello, y porque además a Swift no se le hizo caso en su tiempo, no me propongo llegar a tanto, y mucho menos vivir en la zozobra de tener por enemigas a las legiones de amantes de perros; tampoco tengo cómo desoír las pruebas de compañía, lealtad, amistad, heroísmo, diversión, auxilio, simpatía, protección, inteligencia y demás que sus dueños han obtenido —y no lo dudo— de Firuláis, La Muñeca o El Fido. Ni quiero exterminarlos ni se me ocurre cómo se podría aprovecharlos de ninguna manera: es claro que pueden servir para detectar droga en los aeropuertos, para que los ciegos crucen las calles, para localizar gente atrapada en los escombros... Para ejecutar vistosos números de circo... ¿Para qué más? Ah, claro: para espantar ladrones, según se cree. Pero, independientemente de que estas gracias yo no tendría manera de refutarlas (ni mucho menos de emularlas: carezco del olfato, la paciencia, el temple, la agilidad y la presencia de ánimo), tampoco puedo ignorar tres o cuatro cosas: los perros muerden, hacen ruido, cuestan dinero y ensucian. De ahí que yo los tema y los evite, y que no comprenda cómo alguien puede tener uno en casa. Tan sencillo. ¿Ha servido de algo que lo diga?

Lo que la ciudad desee

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A la memoria de Luis Miguel Suro

La fórmula básica de los cuentos o los chistes protagonizados por un genio todopoderoso contempla siempre que éste se aparezca a alguien que no sabe qué desear: o pide con pudor y se queda corto, desaprovechando tontamente la oportunidad, o pide su ruina sin saberlo. De otra manera el chiste o el cuento no funcionarían: si el afortunado, pongamos, solicitara ser inmensamente rico, invulnerable e inmortal, el genio mismo bostezaría y se largaría a otro cuento o a otro chiste para ver a quién más fregar. O mejor: la expresión más breve de la fórmula sería la siguiente: «Pide un deseo y te lo concederé», diría el genio. «Quiero ser un genio como tú». Fin. Eso es saber desear.
Pero sin deseos imperfectos no hay sueños ni cuentos (ni chistes), así que, metidos al juego de proponer qué podría desear Guadalajara, las siguientes ideas eluden la tentación obvia de ambicionarlo todo de una vez (pues lo más fácil sería desear que Guadalajara fuera París o Curitiba) y van saliendo como las desconcertadas peticiones que cabría hacer una vez que quedara claro que Santa Claus (o alguno de sus pares) existe y tiene ganas de lucirse en este Valle de Atemajac.
Primer deseo: que Guadalajara se eleve por los aires, gire 180 grados sobre su eje y deje de darle la espalda a la Barranca. ¿Por qué la ciudad creció así? ¿Qué tenían en la cabeza las generaciones de tapatíos que fueron desentendiéndose de ese paisaje para agarrar mejor rumbo hacia el poniente? Se ve difícil que ni siquiera un museo de prestigio internacional (y mucho menos la presa que amenazan con construir ahí, por más que en ella, según dicen, vaya a poderse hasta esquiar) remedie los siglos de desdén, pero si un buen día amaneciéramos con la Barranca por delante ya veríamos cómo a la ciudad le surgía una razón para el futuro que ahora estamos lejos de poder imaginar.
Segundo deseo: que no quedara rastro de los estropicios causados, en cuanto a obra pública se refiere, durante varios periodos bien específicos de la existencia de la ciudad, por ejemplo el que estuvo en el gobierno de Jalisco Jesús González Gallo, remozador implacable, con sus cirujanos atroces, del rostro de Guadalajara. Pero ya entrados en gastos, sería deseable también que todo lo que se ha hecho y deshecho después de la instalación del primer alumbrado público fuera revisado a fondo por una corte celestial de arquitectos, urbanistas, ingenieros, sociólogos, economistas, artistas y ciudadanos sensatos a fin de levantar, en el menor tiempo posible, tantos edificios derribados a lo imbécil y borrar las cicatrices que ha dejado por lo menos un siglo de incuria, agandalle, patanería y pésima imaginación. Hace poco, el escritor italiano Alessandro Baricco reflexionaba que la reconstrucción del teatro de La Fenice, en Venecia, destruido por un incendio, había sido una absoluta locura, pero una locura ineludible e impostergable para los venecianos que, tras el desastre, se dijeron que reharían todo «donde estaba, como estaba». Eso es lo que habría que desear para Guadalajara, bien que sea una locura total: desde el río San Juan de Dios hasta la Plaza de Toros El Progreso, pasando por el Palacio de Medrano, el Templo de la Soledad y el viejo edificio de la Escuela de Música: donde estaban, como estaban.
Luego, habría que pedir también que el transporte público en efecto sea público (y no concesionado, ¡por favor!), suficiente, eficiente, silencioso y no contaminante. Que haya metro. Que los camiones no maten gente. Que la cantidad de automóviles particulares se reduzca al mínimo y que los ciudadanos entendamos que tener que desplazarse en coche propio es la más odiosa e indeseable de las soluciones y que debemos recurrir a ella sólo en caso de insalvable necesidad.
Otro deseo (el chiste o el cuento también se echarían a perder si el pedigüeño pensara rápido y dijera: «¡Deseo que se me concedan todos los deseos que se me ocurran!») sería que los servicios de mantenimiento urbano funcionen impecablemente y sin propiciar el fastidio cotidiano que por lo general propician: dicho de otra manera, que los trabajos de tramoya no se vean ni estorben, porque de lo contrario, sencillamente, arruinan la función. Como en las democracias nórdicas, el mejor gobierno es el que trabaja calladito y sin estar recordándole a sus gobernados las maravillas que hace por ellos. Y muy deseable sería, especialmente, que nuestros gobernantes abandonen la costumbre cretina de emporcar la ciudad con pendones que nos mandan que «miremos» sus dudosas hazañas y sus linduras.
Lo malo de tanto desear es que la lista va volviéndose más irrisoria conforme crece, así que por último habría que desear para Guadalajara que al menos pueda evitarse el desastre en que está convirtiéndose; que no la envilezca todavía más nuestra indiferencia; que la discordia, que según eso nunca iba a llegar, se largue definitivamente, y que el miedo y el horror y el crimen sean apenas la pesadilla (y por eso se disuelvan apenas despertemos) que hemos ganado con nuestra voracidad y nuestra glotonería abusiva de ese mal deseo que ha sido el «progreso» cueste lo que cueste.

Publicado en Mural.

La inmersión y el hallazgo

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La espeleología, el buceo y la minería son oficios reservados a espíritus no sólo intrépidos, sino sobre todo tenaces: las incursiones desafiantes que sus practicantes hacen por reinos inaccesibles al común de los mortales les exigen desarrollar sus fuerzas y templar el ánimo de tal modo que la voluntad no se rinda ante lo que proponga el arrojo —mismo que se renueva según la voluntad va descubriendo y rebasando sus límites. Yo, que carezco de la temeridad para sumergirme en minas, grutas o simas, soy dado a pensar que eso que genéricamente entendemos que es el trabajo académico se parece (con sus peligros, sus héroes y sus mártires) a estos oficios de valientes, y por lo mismo he tendido a pasar de largo cuando se ha presentado la ocasión de asomar mi vértigo a las evoluciones que ejecutan los investigadores. Tal precaución, que evidentemente es un prejuicio y, más bien, una pobre justificación de mi negligencia y mi pereza, estoy por comenzar a ponerle remedio tras la lectura de El aprendizaje de la mirada, de Teresa González Arce, y a continuación intentaré exponer las razones de esta reconsideración a la que me condujo dicha lectura —y que debo empezar por agradecerle.
Si bien el rigor y la seriedad son méritos estimables en el abordaje de cualquier tema, para mí suele ser un problema que no estén claras las justificaciones de esos abordajes: así, la ardua y minuciosa labor cuyo resultado sea una tesis para alcanzar un grado académico, aun cuando parezca impecable —y hasta admirable—, suele soslayar lo que yo creo que es un principio ineludible del trabajo intelectual: la demostración, tácita y oportuna, de que esa labor haya tenido que realizarse. De no comprender pronto esa necesidad, y como partidario de los berrinches de Antonio Alatorre contra lo que él ve como ofuscación y gratuidad en el trabajo académico, yo me guarezco en el recelo (que es otra forma de ofuscación). En este libro, sin embargo, que nació como una tesis doctoral, la posibilidad de ese recelo quedó cancelada inmediatamente por la limpidez de la prosa y por la solvencia estilística con que la autora, desde la introducción, consigue hacer entender la pertinencia de su interés y cómo convendrá a nuestra inteligencia y a nuestra emoción prestarle atención. Digo esto porque yo, poco o nada familiarizado con lecturas de esta naturaleza, ignoraba cómo podría concernirme lo que iba a encontrar: la interrogación y la interpretación de la obra de un escritor que conozco muy escasamente. Vi, no obstante, que era más que eso: al tiempo que la búsqueda de sentidos e implicaciones en las cuatro primeras novelas de Antonio Muñoz Molina y en su producción no narrativa, se trataba de una sostenida reflexión sobre la literatura y el trabajo del escritor que implicaba la puesta en práctica de una curiosidad de vastos alcances culturales, y además era un ejercicio de especulación y comprensión que suponía el recurso constante a la intuición y la imaginación: una forma particularmente estimulante de leer.
Sucedió así que El aprendizaje de la mirada resultó para mí, de una forma gratamente inesperada, una enseñanza de lectura, y no sólo de la obra de Antonio Muñoz Molina —cuyo conocimiento previo para la lectura de este libro es, sí, aconsejable, aunque también provisionalmente prescindible, pues ahora lo que quiero es leer de un tirón las cuatro novelas de las que he venido teniendo noticia—: leer en profundidad significa, antes que otra cosa, ir al encuentro de hallazgos que de otro modo permanecerían ocultos, y esto fui constatándolo conforme la misma autora iba internándose en la verificación de las formas en que su escritor estudiado ha desvelado lo invisible, configurando en su obra una versión del mundo y una meditación sobre la existencia de suyo apasionantes, pero que yo quise (y pude) ver además como ejemplos de las recompensas que sin duda rinde la dedicación, si bien ésta —como es el caso— ha de colaborar con la habilidad de establecer relaciones a fin de ordenar un vasto cúmulo de información. Lo que quiero decir es que el mérito de esta exploración no radica únicamente en la disciplina y el denuedo, sino sobre todo en una suerte de instinto de la atingencia, pues lo que hace Teresa González Arce al guiarnos por la obra de Muñoz Molina es una ilustración sumamente puntual del recorrido, mediante la localización justa de las correspondencias, los contextos y las referencias con las que estaremos más próximos a las intenciones del autor y, al mismo tiempo, nos conduce una idea cabal y amplia de la utilidad del trabajo intelectual ejercido en estos términos.
De las resonancias de los Evangelios al resplandor de la pantalla cinematográfica, del ominoso destino elegido por el capitán Nemo a la disolución de la vigilia en el sueño y de éste en la literatura, o de las perplejidades de Don Quijote al salir de la cueva de Montesinos a la perplejidad primigenia que a todos nos alcanza luego de abandonar la caverna de Platón, pasando por el jazz, la estética de la narración detectivesca, la gran aventura de Ulises y la no menor aventura de Freud, Teresa González Arce se vale de ese instinto de atingencia para orientarnos en la averiguación de las preocupaciones y las intenciones de su autor y de los personajes que éste anima. Lo que resulta, y que hacia el final del libro relacionará con el perfil ético que hace de Muñoz Molina no sólo un escritor de primer orden, sino además un caso ejemplar de la mejor noción de responsabilidad literaria, es a la vez el acceso generoso a la obra y la demostración de cómo tendrían que abrirse estos accesos: evitando las sobreinterpretaciones que oscurezcan el camino y controlando en todo momento las digresiones que harían perderlo irremediablemente.
Como lector de ensayos, yo fui viendo además (y aquí mi lectura de esta enseñanza de lectura buscaba dar con aspectos de la escritura a los que me siento más inclinado) cómo quedaba corroborado el sincero interés e incluso la fascinación que la autora tiene por su objeto de estudio, o la conciencia de que al final, aun con todas las demandas de sistematización y orden que supone el trabajo académico, fue ella quien tomó deliberadamente las decisiones estilísticas que franquean el paso por parajes que de otro modo impondrían por su carácter técnico —y que sólo cuando es inevitable admiten la presencia de una terminología especializada: dicho de otro modo, creo que en la preparación del material original (que, encima, estaba en francés) para que adquiriera la forma de este libro prevaleció un ánimo de claridad y, ante todo, el afán de poner a la disposición de cualquier lector atento los descubrimientos que la autora fue haciendo, sus razones y las operaciones del juicio con que sostiene su experiencia de interpretación. Esta experiencia, que parte de la detección de singularidades en la obra de Muñoz Molina y se extiende luego por la reflexión pormenorizada acerca de la novela como vía de conocimiento y por una ponderación de las conversaciones simultáneas que el escritor sostiene con su pasado y con su presente, y que se encamina, hacia el final, a proponer un sentido según el cual se comprenda la relación del lector con lo leído y la naturaleza misma de la creación literaria; esta experiencia podemos presenciarla, y compartirla, desde el momento en que nuestro propio juicio queda tácitamente autorizado a participar, y por ello este libro está lejos de ser una mera exposición de datos (como quizás sería de temer para un lector reacio a conocer los frutos de la investigación académica, y sigo hablando de mi caso particular), pues es más bien una dilatada sugerencia que muy pronto y constantemente, ya lo dije antes, activa nuestra inteligencia y nuestra emoción. Como en la mejor tradición ensayística, nada menos.
Llegado a este punto, razono que el hecho de que Beatus ille, El invierno en Lisboa, Beltenebros y El jinete polaco sean, concretamente, las cuatro novelas de las que se ocupa este libro (además de buena parte del corpus ensayístico y periodístico de Antonio Muñoz Molina) pasó, en mi lectura, de ser una dificultad a convertirse en un aliciente y en una garantía del gozo que seguramente tendré en mis futuros encuentros con este autor. Lo digo para insistir en esa reconsideración de que hablaba al principio: la recompensa que ha representado obtener, con El aprendizaje de la mirada, una demostración de que siempre es posible, en literatura, trasponer los límites del hábito o del prejuicio. Pero más allá de eso, que atañe sólo a mi formación, a mi conducta como lector y a mis expectativas, quiero enfatizar, para los lectores que vaya a tener este libro, que en sus páginas no sólo transcurre una revisión a fondo de Muñoz Molina, sino también una aventura intelectual por rumbos tan ricos y diversos como para que nadie que se anime a emprenderla permanezca indiferente.

El aprendizaje de la mirada, de Teresa González Arce. Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 2005.

La perplejidad de ser uno mismo

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En persona, el escritor Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) da la impresión contradictoria de ser alguien empeñado en desconcertar a los demás al mismo tiempo que luce notablemente desconcertado por no poder evitarlo. Por la gravedad de sus gestos, la estudiada compostura de su presencia y la seriedad que busca imprimir a sus palabras (en una presentación en público, digamos, o en una entrevista) parece querer someter todo asomo de perplejidad, pero consigue el efecto contrario: una apariencia de excentricidad que crece conforme se propone conservar el equilibrio y el sosiego. Como si todo el tiempo quisiera encontrarse en otro lugar.
Autor de una novela construida sobre la añoranza impostora de la música y los colores de Veracruz, de otra en la que el azar se retira a descansar para que dos personajes no lleguen a encontrarse (como habría ocurrido si las casualidades hubieran seguido funcionando como saben hacerlo), de una más que mata a quien la lee y de los recuerdos atroces de un ventrílocuo que ha perdido su voz, Vila-Matas es también un coleccionista de casos perdidos: lo apasionan lo mismo los suicidas que aquellos que han decidido no dejar hijos y los escritores que se quedan sin tener nada que escribir. Entre sus distinciones destaca la de ser el cronista más acucioso de lo que se conoce como la Conspiración Shandy: una sociedad secreta que, sin embargo, reúne nombres tan conocidos como los de Walter Benjamin, Marcel Duchamp, García Lorca y Scott Fitzgerald, y para formar parte de la cual hace falta que la propia obra sea estrictamente portátil (que no ocupe más de una maleta), además de reunir los siguientes rasgos: «espíritu innovador, sexualidad extrema, ausencia de grandes propósitos, nomadismo infatigable, tensa convivencia con la figura del doble, simpatía por la negritud, cultivar el arte de la insolencia». Una novela que asesina, un ventrílocuo despojado de su voz, escritores en blanco, suicidas, hijos sin hijos, el azar en huelga, conspiraciones portátiles, la luna que brilla sobre el mar en Veracruz... El responsable de todo esto, por lo demás, declara que nunca va al cine, y no porque no le guste, sino porque hace muchos años tuvo la ocurrencia de titular un libro precisamente así, Nunca voy al cine, y una de las cosas que más lo preocupan es la posibilidad de que alguien lo descubra entrando en una sala y lo tome por un farsante.
«Si existiera en esta vida un colosal y extraordinario encanto, éste para mí consistiría en estar donde no estoy para desde allí poder desear dónde estar, que sería en ninguna parte», declara el protagonista de Lejos de Veracruz: el deseo de ser otro cualquiera, la zozobra incesante que hay en ser uno mismo, es una de las constantes más atractivas de una obra a cuyo influjo la imaginación conviene en dejar que lo inesperado acontezca. Porque infaliblemente ha de acontecer: la escritura de Vila-Matas, a lo largo de más de tres décadas, ha ido configurando una singular y elegante estética del desconcierto. «Con cada nuevo libro doy un paso más en el abismo», respondió cuando, en su participación en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en 2004, alguien le preguntó hacia dónde se dirigía su escritura. Hacía poco que había ganado el Premio Herralde con la novela Mal de Montano («La historia de una bella fuga mínima, llena de desvíos que llevan al abismo y al vértigo de la escritura y la vida», según el propio Vila-Matas), y traía bajo el brazo sus dos nuevos títulos: París no se acaba nunca —una recreación memoriosa de sus tiempos en esa ciudad— y El viento ligero en Parma —una miscelánea que bien puede tomarse como un ideario del autor al tiempo que como un manual de sobrevivencia para quienes tienden a confundir realidad y literatura—: prolífico y diverso, imparable, en uno de los ensayos de este libro anotó: «Antes se aprende a morir que a escribir»: acaso por ello persevere y admita que cada nuevo título depare un derrotero completamente nuevo a su imaginación.
La sofisticación intelectual de Vila-Matas tiene la virtud de acrisolarse en historias e instantáneas de delicada nitidez. Por eso leerlo, además de ser un gozo, lleva frecuentemente a descubrir cómo arreglárselas ante la perplejidad de ser quienes somos: rindiéndonos a ella sin oponer precauciones excesivas.

Publicado en Magis.

Lo indecible es lo real

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Pocos símbolos de la eternidad deben de ser tan eficaces como la demorada espiral que propone un juego de ajedrez cuyos contendientes han desembocado en un jaque perpetuo: el equilibrio inquebrantable de dos soberanos cuyas evoluciones sobre el campo de batalla, de prosperar incesantemente, terminarían describiendo una y otra vez las mismas imposibilidades en una paradójica victoria sobre la muerte: avanzar por la eternidad sin abandonar el momento en que se ingresó a ella: los asedios del agresor no podrán superar las oportunidades de escapatoria que tenga el amenazado, y éste no podrá ir más allá de los escaques donde su enemigo lo alcanzará tenazmente, y siempre para regresar al principio y volver a comenzar la persecución atroz y la angustiosa salvación que conducen sólo a la reiteración del sitio. Como lo demostró Borges en «El inmortal», la eternidad sólo podría ser tolerable gracias a la desmemoria, y de cualquier manera —lejos del tablero de ajedrez— los accesos que la literatura nos abre para que atisbemos su vértigo suelen ser ventanas que, para nuestra tranquilidad, podemos cerrar al cerrar el libro. Pero a veces son puertas, umbrales irresistibles que al ser traspuestos no garantizan que podamos regresar al decurso felizmente perentorio de nuestros afanes en los días que tenemos asignados antes de que nos borre el olvido.
Creo que es el caso de Jaque perpetuo, de Gonzalo Lizardo: un libro cuyo interés narrativo comienza a ser admirable por la fascinación que promueve en torno a esta perplejidad suprema (el eterno retorno), abordada desde la investigación de sus aristas físicas y metafísicas y desde las implicaciones que, al respecto, es posible obtener de la observación del caos y su progresión: lo advierte la paráfrasis del Último Evangelio dispuesta —como una espiral, precisamente— antes de ingresar a las siete historias que transcurren en estas páginas: «En el principio era el Caos y el Caos estaba con Dios y el Caos era Dios...». Encontrados en geografías y tiempos distantes y sólo relativamente distintos, los personajes cuyos destinos propician la constatación de esta certeza van acentuando con sus argumentos, sus emociones y su soledad el sentido trágico que sigue al desplazamiento y la cancelación del Verbo como la sola aspiración concebible de oponer un orden a esa fuerza: en su pobre procuración de entendimiento, no harán sino afirmar el principio de la entropía según el cual todo esfuerzo «generará energía inútil, desperdicio, desorden», como uno de ellos lo descubre —a destiempo, por supuesto—: «...el caos se genera a partir y a pesar de nuestros esfuerzos por ordenar la sociedad. En otras palabras, la segunda ley de la termodinámica se convertiría en el antídoto universal contra la utopía: de igual manera que el principio de incertidumbre, la entropía nos impide conocer / pre-decir / manipular al hombre, nos incapacita para convertir a la caótica infeliz humanidad en un ordenado Mundo Feliz...». A partir y a pesar de cuanto hagamos o dejemos de hacer, de cuanto lleguemos a desear o a temer: dos hombres y una mujer viven y se encuentran y desencuentran en circunstancias que tienen calidad de espejismos en la medida en que son variaciones de un original perdido en el origen de los tiempos, o acaso en su final impensable: una historia que habrá de seguir repitiéndose mientras ellos continúen buscándose y perdiéndose entre el bullicio ensordecedor de sus imaginaciones, de sus voluntades y del entendimiento que de poco les servirá.
A través de sucesivas transfiguraciones, cada una de las siete historias es una ocasión para la misma fatalidad sobrecogedora, inscrita en los nombres de estos tres personajes: Rael Leary o la procuración extrema de conocimiento; Gaspar Morelli o el enamorado eterno condenado, como el fugitivo de Bioy Casares, a presenciar la reedición fantasmagórica de la mujer perdida, y ésta, Helena, para siempre lejana e inalcanzable. Pero, lejos de incurrir en el mero reciclaje de aventuras y desventuras, Lizardo consigue urdir siete historias por cuya afinidad temática es posible, incluso, inferir la posibilidad de una novela, no obstante lo cual cada una posee la particularidad y la contundencia que permite aislarla del conjunto sin demérito de la empresa: para esto, el libro despliega una diversidad de tiempos y ámbitos por los que la lectura adquiere la dinámica de un viaje sólo aparentemente azaroso, y es así que podemos encontrarnos lo mismo en la lóbrega Zacatecas de la Colonia —una atmósfera recargada con los humos y los aullidos de un culto herético cuyo horror queda registrado en la confesión delirante de un reo de la Inquisición— que en una playa donde el inocente solaz de un grupo de jóvenes amigos es el preámbulo de una metempsicosis atroz; en las cartas de un compositor alemán exiliado en México en tiempos de la Segunda Guerra Mundial (cartas que fulguran con el brillo malsano de las revelaciones definitivas) o en el laboratorio de otro músico a cuyo cometido mayúsculo sólo le falta el componente final: el alma de su escucha ideal, que habrá de incorporar a su obra de un modo inimaginable...
Dije antes que, por la recurrencia de los personajes y de los intereses narrativos que determinan las historias en que están grabados sus destinos, es posible inferir la posibilidad de una novela —cosa que, por lo demás, da por hecho el comentario de la contraportada y que algunos reseñistas de Lizardo han aceptado sin demasiados problemas. Teniendo en cuenta tal posibilidad, y de encontrarse ésta fundada en las preocupaciones del autor, las contravenciones del género que se manifiestan en Jaque perpetuo podrían tomarse como el indicio formal de que Lizardo es un escritor cuya ética creadora está orientada por propósitos absolutamente inusuales (o desusados) en el panorama literario actual: deliberadamente exigente con sus lectores, el narrador no se arredra ante los riesgos de oscuridad que pueden acarrear la naturaleza hermética de buena parte de sus asuntos o la compleja arquitectura que precisan las vidas de que se ocupa. Sin embargo, por virtud de una prosa concienzudamente trabajada y, más allá, por el encomiable control de las tensiones (entre los argumentos y las acciones, entre el pensamiento y las visiones de sus personajes), el relato invariablemente resuelve y da consistencia a lo indecible, a las ideas y los portentos que acaecen a sus protagonistas. El resultado no está lejos del proceso mental que va atisbando uno de ellos, el compositor Rael Leary (nombre que ha transmutado en Israel del Real), mientras trabaja en una ópera que establezca lo que Nietzsche y Hölderlin quedaron por decir —nada menos: en una música como «una máquina infalible, cuyo perfecto mecanismo procurase no el sosiego sino la zozobra, no el sentido sino el sinsentido»—:

«De todos los espectros que agobian mi insomnio», le escribe Leary a su corresponsal, Gaspar Morelli, «el más afable y menos compasivo ha sido nuestro convaleciente Nietzsche. En mis delirios, lo veo sumergirse él mismo en el limbo, en esos raptos de estupidez durante los cuales el cuerpo —materia sometida al deterioro— impone su realidad sobre el pensamiento; pero más me asombra cómo se empeña —durante la lucidez que lo asalta de manera súbita y dolorosa— por traducir en palabras las visiones, los signos y los estados inconscientes que ha padecido —pero que deben su intensidad, precisamente, a que no pueden volcarse sobre los erosionados signos de nuestro lenguaje cotidiano: lo indecible es lo real. ¿No será que, transvalorando los signos, Nietzsche extravió la Cordura (y el uso del lenguaje) para conquistar la Sabiduría (que por su mutismo se confunde con la locura)?».

Pero además del sostenido desafío que el lenguaje lleva adelante en sus búsquedas (un desafío del que el lector es partícipe: la atracción ineluctable del abismo), Lizardo potencializa el presentimiento de lo inagotable que tiene lugar en cada historia al hacer comparecer una legión de referentes, precursores, modelos y saberes cuya alucinante pertinencia intensifica la noción de caos que subyace en cuanto sucede ante nuestro asombro. Ya Alberto Chimal ha señalado que «aunque los mismos personajes no lo noten, sus naturalezas y sus preocupaciones se vuelen una suerte de emblema de numerosas referencias literarias, filosóficas, musicales», para declarar más adelante su sorpresa de que un libro como Jaque perpetuo pueda ser objetado por tener demasiada imaginación. Con Chimal, estoy de acuerdo en que «semejante juicio sumario es un elogio», y es que la información de que Lizardo es capaz de disponer da idea de su calidad como lector y de sus filiaciones —por demás estimables, como la que lo vincula directamente con Salvador Elizondo—: otra razón de que este libro constituya un acontecimiento digno de toda atención en tiempos de indigencia como éstos, cuando la inteligencia parece apestar el catálogo de cualquier editorial que se precie (que se precie de sus éxitos de ventas, naturalmente).
Yo conocí a Gonzalo Lizardo en Querétaro, hará unos doce años. Recuerdo que pasamos una buena tarde disfrutando de la hospitalidad de la entrañable editora Nuria Boldó, una catalana que nos rescató de la desolación de una presentación desierta en la Feria del Libro y nos llevó a brindar por nada y por todo a su librería, «La Pajarita de Papel» (cómo desaprovechar la ocasión de recordar ese lugar). Años después, Lizardo y yo coincidimos como becarios del FONCA, de manera que en los encuentros celebrados durante el ejercicio de la beca en Taxco, en Oaxaca y en Aguascalientes fui presenciando cómo fueron escribiéndose las historias que terminarían reunidas en Jaque perpetuo. Cuando, luego de un buen tiempo, Gonzalo me obsequió un ejemplar, el primer repaso de sus páginas tuvo el efecto de reactivar instantáneamente la mezcla de sobrecogimiento y fascinación que llegué a experimentar al conocer qué se traía entre manos este escritor. Creo que es inevitable que otro tanto ocurra con los lectores de este libro, y el hecho de que su lectura garantice una impresión imborrable me lleva a dar por hecho que Lizardo es uno de los autores mexicanos más notables que podemos contar.

Jaque perpetuo, de Gonzalo Lizardo. Era, México, 2006.

Espacio, pertinencia y promoción

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En el número que hace poco más de un año1 dedicó la revista Tierra Adentro al ensayo literario, el crítico Christopher Domínguez Michael deploraba la carencia de espacios (en términos de dimensiones, entiendo) para los practicantes del género en México. «Me preocupan mucho los ensayistas más jóvenes», le respondía a Luis Vicente de Aguinaga en la entrevista que abría dicho número, «pues carecen de la escuela donde nosotros nos educamos, es decir, esa revista o suplemento literario donde uno podía y debía, dos o tres veces al año, escribir un ensayo de hasta veinte páginas, una verdadera prueba de fuerza, un texto que se comentaría en un consejo de redacción encabezado por Paz o Monsiváis, o en grupos literarios donde confluían varias generaciones. Eso ya no existe; ninguna revista publica textos de más de cinco cuartillas…». Curiosamente, la misma revista donde constaba esa preocupación estaba ya poniéndole remedio, pues había admitido ensayos de algo más que cinco cuartillas: a mí me publicaron uno de nueve, por ejemplo, y al verlo compartiendo páginas con la lamentación de Domínguez pensé que, por una parte, sólo excepcionalmente la longitud de mis ensayos me ha impedido el acceso a revistas o suplementos, y que como editor he sido más bien flexible en cuanto a la extensión que pueden tener las colaboraciones solicitadas o recibidas.
Haciendo, entonces, una recordación veloz de las publicaciones que en años recientes han dado cabida a algo más que «brevedades» (pues luego el crítico se explicaba: «No me extraña, pues, que entre los nuevos ensayistas destaquen quienes, como Luigi Amara, cultivan las brevedades (…) Pero quedan pendientes los espacios y las condiciones para la escritura de grandes ensayos críticos, averiguaciones sobre los tiempos, los lugares y los textos de nuestra literatura»), creo que no sólo no son escasas, sino que, en su agradecible diversidad, han funcionado además como miradores para, al menos, echar vistazos a trabajos de largo aliento —que naturalmente no podrían albergar enteros. DosFilos, Tierra Adentro, Luvina, Crítica, Biblioteca de México, La Tempestad, Picnic, Replicante, El Polemista, y las desaparecidas Ensayo, El Zahir y (paréntesis), entre otras, sin contar los suplementos que van y vienen, han sostenido un comercio habitual con el género, y con esto quiero decir que los retos (si hay tal cosa) para los ensayistas de ahora no pueden consistir en la escasez de espacios para publicar —aunque si tal fuera el caso cabría considerar las exigencias de la precariedad y las virtudes selectivas de la adversidad, pues la proliferación de oportunidades suele ser inversamente proporcional a la calidad o a la pertinencia de quienes las aprovechen. Hablo, en este punto, como editor: creo que no hay mayor dificultad, tampoco, en que las publicaciones encuentren a quienes pueden o deben figurar en ellas, y que para ellas y para los autores funcionan con relativa sencillez las vías de encuentro naturales. Ahora bien: volviendo a la nostálgica observación de Domínguez, no sé en qué medida los ensayistas de hoy tengamos que echar de menos esa «escuela» de la que habla, o cuánto rigor estemos dejando de tener por carecer de ella: haciendo a un lado el hecho de que el trabajo del ensayista es trabajo de solista, es posible que ahora el encuentro y la discusión con los pares y los maestros estén teniendo lugar en condiciones y espacios enteramente distintos, y que los resultados estén por verse: lo que sucede en los blogs, por ejemplo. O en los talleres, experiencia que me propongo abordar más adelante.
Aquella entrevista servía también como un económico repaso de los nombres gracias a los cuales puede afirmarse cómo el ensayo, cualesquiera que sean las intenciones o las preocupaciones de sus autores, sostiene con firmeza el edificio de la literatura mexicana en el siglo XX. Aunque faltaría ver cómo los novelistas o los poetas contravendrían esta afirmación —y entonces ver qué matices habría que hacer, cómo componerla para que no sonara a consigna gremial—, creo que entre los ensayistas de hoy está clara la noción según la cual el género juega un papel indispensable en la producción literaria de estos tiempos, a despecho de las tendencias de mercado, las veleidades de la crítica, los arcanos impenetrables de la academia y los resultados fantásticos que comúnmente arrojan las encuestas sobre las preferencias de los lectores. Por otra parte, si bien la confección de libros supone enfrentar inevitablemente las reticencias de las editoriales a la hora de averiguar qué diablos hacer con ellos (aunque otro tanto pasa con los novelistas y los poetas, y a los libros de ensayo tampoco es imposible encontrarles un buen destino, como lo demuestran numerosos ejemplos recientes: títulos como los de Luigi Amara, José Luis Zárate, Alberto Chimal, Gabriel Bernal Granados, Héctor J. Ayala, etcétera, que han aparecido en los últimos dos años), la práctica del ensayo suele ser la base desde la cual es posible realizar incursiones frecuentes en los géneros que sirven a la prensa cultural (artículos, reseñas, etcétera), de modo que no cabe hablar de heroísmos en el sentido en que, a mi modo de ver, no hay amenazas ni siquiera imaginarias para que la tradición del ensayo en México continúe con lo que sea que nos corresponda hacer.
Lejos de aventurar ninguna especulación sobre los asuntos de que podría ocuparse el ensayo dada nuestra circunstancia, ni sobre los huecos que debería llenar, pues no es la hora de las complacencias y mis ilusiones como lector ya tendría que estar cumpliéndolas como escritor, me parece sin embargo necesario apuntar una consideración sobre el espíritu crítico de la escritura ensayística y, en consecuencia, sobre las discusiones que debería esperarse que proponga toda buena pieza: en la observancia de ese espíritu radica la garantía de pertinencia que posea, virtud cuya ausencia suele traer aparejada la falta de rigor (si bien pienso que también es deseable la impertinencia como un antídoto contra el adocenamiento y la corrección de los que sólo cabe esperar bostezos).
Por otra parte, creo que nunca está de más la promoción del género, en el sentido de esclarecer sus ámbitos de acción y a fin de regresar una y otra vez a sus mejores exponentes. Hace algo más de año y medio le propuse al poeta Jorge Esquinca la apertura de un taller de ensayo literario en la librería José Luis Martínez del Fondo de Cultura Económica, cuyas actividades culturales dirige. Generoso y entusiasta, Esquinca a su vez me invitó a dar una plática ahí mismo, a fin de anunciar el taller pero también para hacernos una idea realista de la cantidad de interesados que podría haber. Para nuestra sorpresa, al final de la plática y en los días siguientes se inscribieron dieciocho personas, y actualmente, en su cuarta edición (cada una dura cuatro meses), el taller continúa trabajando con quince integrantes. Ya en aquella introducción yo había planeado que el primer ciclo funcionara como una revisión retrospectiva del género, comenzando con la lectura de autores jóvenes y próximos como Vivian Abenshushan, Pablo Fernández Christlieb o los mencionados Zárate y Amara, para pasar luego a Fabio Morábito, a Francisco González Crussí, a Hugo Hiriart, a Alfonso Reyes o a Julio Torri, y luego dábamos saltos hasta Chesterton, Wilde, Ruskin, Lamb, Lichtenberg, Michelet y muchos otros, hasta Montaigne y su ocurrencia fundadora. Luego de aquella primera edición del taller prescindí de la didáctica histórica, digamos, y preferí que las lecturas que fueran haciéndose mejor ilustraran los temas de discusión propuestos para cada sesión: particularidades del ensayo relacionadas con las preocupaciones cardinales de los autores y sus astucias: el estilo, pero también las operaciones del juicio. Las lecturas han ido incluyendo a autores tan distintos como Forster o Brecht, Perec o Alatorre, Calvino o Emerson, Arreola o Deniz, al tiempo que los participantes van presentando ensayos propios sobre asuntos más o menos arbitrarios que pongo a su disposición: «Las diez cosas que menos me importan», «Lo inesperado», «Cuándo debe evitarse la verdad», «El ridículo», «La impaciencia», «La mejor canción del mundo» o «Dios». A principios de este año tuve la oportunidad de abrir otro taller similar en la Casa ITESO-Clavigero de Guadalajara, donde lleva ya dos ciclos y está por arrancar el tercero. A lo largo de esta experiencia he ido confirmando que, por una parte, el abordaje del ensayo literario requiere esclarecer, una y otra vez, lo que no es: despejar los malentendidos que suele haber en torno a él y procurar en todo momento que no se lo confunda con otras cosas. Pero también que en la exploración de sus posibilidades ha de prevalecer una noción rectora de libertad creadora, de manera que quienes van teniendo los primeros contactos con él lo entiendan como la averiguación que tiene lugar mediante una sucesión de interrogaciones cuyas respuestas generan nuevas preguntas, es decir, como una vía de conocimiento, sin restricciones formales ni otros imperativos que la legibilidad y la búsqueda de originalidad y profundidad. Es precisamente por esa noción de libertad que el ensayo, a mi modo de ver, resulta un buen punto de partida para quienes tienen la misteriosa necesidad de ponerse a escribir (si bien, para ello, ha de ponerse entre signos de interrogación la idea de que se trata de un género para escritores maduros), a la vez que abre accesos gozosos a la lectura, cosa en la que creo que podrían reparar las empresas institucionales dedicadas a ese fin (un buen ejemplo es la agradecible edición de la colección Pequeños Grandes Ensayos, de la UNAM).
He querido relatar esto no sólo para aprovechar la ocasión de presumir, sin el menor pudor, que de mis talleres han salido ensayos verdaderamente muy buenos y que sus integrantes han frecuentado lecturas por las que, de otro modo, quizás habrían pasado de largo, sino también para enfatizar el hecho de que hay mucho por hacer en lo que concierne a la promoción de la lectura de los mejores ensayistas. Esto, que podrá parecer una obviedad, quizás no lo sea tanto en tiempos en que proliferan perversamente la imbecilidad y los prestigios infundados, aunque creo, por lo demás, que para nosotros las condiciones están dadas.

1.- Texto leído en el Primer Encuentro de Ensayistas de Tierra Adentro, organizado por el CONACULTA y la Secretaría de Cultura de Michoacán, del 9 al 11 de septiembre de 2005 en Morelia, Michoacán.

Una guerra perdida

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Un tiempo, cuando estaba por dejar de trabajar en un periódico, me dio por pensar que los periódicos son los lugares donde trabaja la única gente a la que le importan los periódicos. Las juntas editoriales (para los legos: las reuniones tensas y veloces en que se deciden contenidos, se planean coberturas y se purgan los yerros de la edición del día) me afirmaban en esa certidumbre al presenciar las euforias y las congojas de la redacción, un cúmulo de fantasías que poco o nada podrían interesarle al lector, esa entidad vaporosa e inescrutable de cuya inteligencia no debe dudarse —así sea para subestimarla, como ocurre casi siempre. Iba pareciéndome una superstición la creencia de que alguien, cualquier persona más allá del ronroneo de la rotativa en la madrugada, pudiera asomar siquiera su curiosidad a las materias que hasta la noche anterior habían sido para mí motivo de consternación, felicidad o duda: si el ejemplar en que tanto me afané me era devuelto envolviendo unos aguacates, esa superstición podía adquirir tintes trágicos. Afortunadamente a mí no me gustan los aguacates.
Cuento esto para adelantar una explicación sobre mi circunstancia personalísima como lector de la novela El buscador de cabezas, de Antonio Ortuño: por una parte, el periodista que fui y he de seguir siendo (lo que a los alcohólicos: nunca se deja de serlo) debió presenciar la historia de Álex Faber con algo más de suspicacia por sus cuitas que la atribuible a cualquier lector que jamás haya trabajado en un periódico —es decir, la gente a la que no le importa lo que pasa en los periódicos—; por otro lado, puesto que entiendo la información noticiosa sólo como un sucedáneo precario de la realidad, como una de sus versiones más poco fiables, a quienes se afanan en procurárnosla tiendo a verlos como usuarios de un código abstruso que únicamente sirve al funcionamiento de sus preocupaciones: la que los tiene a la búsqueda de notas, la urdimbre misteriosa de sus estrategias, la fe que menos secretamente de lo deseable los sostiene en el gozo de su imaginario poderío y la convicción de su influjo en los tumbos que da la verdad. Con esto quiero decir que me puse en guardia cuando, poco después de presentarse, Faber declaró: «El reportero era yo». Claro: toda precaución de mi parte pronto resultó innecesaria, y no sólo porque el que narra deja de ser reportero —para terminar de convertirse en algo peor—, sino sobre todo porque el novelista es Ortuño y porque en las páginas de El buscador de cabezas estaba por suceder algo verdaderamente grave.
Algún ingenioso mercadotécnico de la editorial tuvo la astucia de lanzar, en la fajilla que presenta esta novela, una pregunta que hasta el pasado 2 de julio pudo ser oportuna —y ojalá lo haya sido, para alegría de la editorial y para la prosperidad de las regalías de Ortuño—: «¿Qué pasaría si la ultraderecha ganara la Presidencia de la república...?». Está de más decir que los cándidos que, en vísperas de las elecciones, hayan roto el celofán de su ejemplar buscando una respuesta, se habrán llevado un chasco (nota para el mercadotécnico ingenioso: que en sucesivas ediciones, dado el resultado de la votación, quite los signos de interrogación a esa pregunta y cambie los tiempos verbales: igual no faltará quién pique). Y no nada más porque la república de El buscador de cabezas no haya modo de asegurar que sea la mexicana —aunque se parezca tanto—, sino porque la voluntad especulativa del novelista a partir de esa posiblidad (el ascenso de la ultraderecha al poder) es meramente el punto de partida desde el cual sus personajes y el país que habitan irán extendiendo, en sus aventuras y sus desventuras, una trabajada reflexión sobre la condición humana que, en su abordaje de la traición, el amor, la confusión, la ira, la cobardía, el cinismo, la vileza, el dudoso heroísmo de los tiempos de miseria, la identidad, el fanatismo, el miedo y el odio, va mucho más allá de solamente consignar las vorágines de la política. Álex Faber es un reportero cuyo pasado como fascista negligente lo califica de manera óptima para dar la mejor versión del desastre; destinado a recabar nuestro minucioso desprecio, él mismo va reconociéndose en el espejo atroz de la memoria —con humor agrio, entre una golpiza y otra—, y sabe que lo mejor a que puede aspirar su testimonio (rendido ya en el exilio, en la derrota) es a abonar la locura imperante: «Quizá todas las cosas inútiles o perversas se parecen y no vale la pena distinguir entre unas y otras», afirma en algún momento, y sin embargo persevera en la relación de sus hallazgos, en la persecución de algún despojo de compasión, en el pobre esfuerzo de oponerse al monstruo cuya sombra cubre los pasos de cada hombre y cada mujer y que puede aplastarlos con su bota elocuente. A partir de una serie de hechos cuyas relaciones van revelando un ruido de fondo creciente que sería delirante si no fuera tan posible —en el país de esta novela, y acaso también en México: el movimiento fascista que lleva a una grotesca panadera al poder se llama «Manos Limpias»—, Faber se ve orillado a ir tomando decisiones que siempre serán erróneas: no merece otra suerte. Algunos integrantes del reparto que lo rodea quizás sí padezcan injustamente sus particulares formas de desgracia: la proscripción, la indignidad, la tortura, la muerte. Pero su suerte no puede ser otra. Y entre la carnicería y el pavor, naturalmente, hay quienes sonríen. Que tal pueda ser la materia de una novela inmejorable acaso se explique tan sencillamente como lo haría el propio protagonista de ésta: «Yo pienso que la novela moderna es estructuralmente consciente de la sociedad que la produce», le espeta un escritor pedante a Faber en una de las borracheras lamentables que lo hospedan. Y éste responde: «Escribir novelas es bonito [...]. La gente piensa que eres inteligente o al menos que tienes mucha paciencia».
En El buscador de cabezas constan una cabal comprensión y un aprovechamiento excepcional de las posibilidades de la novela, en tiempos en que las mesas de novedades y las listas de éxitos suelen estar atestadas por los campanazos oportunistas, las producciones sensacionales o, hablando de los escritores mexicanos que van queriendo encaramarse a la tradición, por los meros desfiguros emocionales o intelectuales —da lo mismo. Con admirable ingeniería narrativa, con el vigor y los arrestos para hacerse cargo de asuntos que eluden quienes detentan prestigios mullidos por la corrección y los buenos modos, Antonio Ortuño consigue que su personaje principal, más allá de ofrecer el recuento de una guerra perdida, vaya dejando tras de sí un rastro de escombros que, cuando pasemos junto a ellos (y sería imposible resistirse), serán los indicios de la ruina que podría correspondernos. «El periodista puede saberlo todo si condesciende a intentarlo, pero no hay necesidad de intentarlo», anota Faber. Cierto: pero quien sí lo intentará, y lo logrará, es el novelista. No un mero observatorio de la vida, sino una forma de vida absolutamente única e insólita, toda buena novela es un acontecimiento decisivo en la historia de sus lectores: es lo que pueden esperar quienes estén por conocer el testimonio de Álex Faber.

El buscador de cabezas, de Antonio Ortuño. Joaquín Mortiz, México, 2006.

Wodehouse, señor

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El color de las cubiertas que la editorial Anagrama ha destinado a los libros de Wodehouse es verde. Verde chillante. Las ilustraciones consisten en dibujos, firmados por Roger, que representan a curiosos personajes en más curiosas actitudes: un hombre de gabardina amarilla ante dos gallinas angustiadas, un mayordomo examinando con recelo las cuentas de un collar, o un joven vestido de boy scout delante de un auto convertible, un bobby inglés y una casa en llamas. En las contraportadas figuran la consabida sinopsis, una breve noticia del autor y dos o tres elogios hiperbólicos. Pero lo más llamativo es el color: un verde, ¿cómo decirlo?... Un verde feliz de ser tan verde.
¿Feliz? Será porque una vez que se ha identificado ese color con las iniciales y el apellido de Sir Pelham Greenville W. (también conocido como Plum o Plummie, pero más bien como P. G. Wodehouse), hay ciertamente un reverdecer de la felicidad al hallar cada nuevo título del humorista inglés de cuya muerte se cumplen 31 años este 14 de febrero. Autor de más de noventa novelas y libros de cuentos, de varios puñados de obras de teatro, guiones cinematográficos y radiofónicos, canciones y comedias musicales —buena parte de lo cual está en vías de publicarse en castellano gracias al empecinamiento personal del editor Jorge Herralde, de Anagrama, wodehousiano como pocos—, el escritor nacido en Surrey en 1881 pasó por el siglo XX como una auténtica máquina ambulante de escribir: desde sus inicios como periodista (y más tarde cajero de banco) hasta su triunfo absoluto como autor de Broadway y de Hollywood, no parece que nunca se haya permitido una pausa de más de algunos días en su prolífica disciplina; y sin embargo, una de las maravillas de sus creaciones es el efecto supremo de espontaneidad que invariablemente promueven: una lectura deleitable que, como en el trabajo de los mejores sastres, jamás va a revelar la ardua puntillosidad de sus costuras y sus dobleces.
En la introducción a ¡Pues vaya!, la antología publicada al cumplirse veinticinco años del deceso de Wodehouse, el escritor y actor Stephen Fry destacaba los que a su juicio son sus tres grandes logros: Trama, Personajes y Expresión. Dejando a un lado el problema que suponga leerlo en traducciones o en el inglés original, lo cierto es que no hay razones para sospechar que Wodehouse deje de funcionar si es trasvasado a otro idioma: este pasaje, de la novela Júbilo matinal, seguramente ayuda a demostrarlo (claro, habría que conocerlo en inglés, y meterse luego a hacer las comparaciones pertinentes —que, por más aburridas que sean, tampoco es probable que disminuyan su fulgor):

Le miré.
—¡Por mis entrañas, Stilton! —exclamé con un asombro irrefrenable—. ¿Qué disfraz es ése?
También él tenía una pregunta que hacer.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí, sangriento Wooster?
Levanté una mano. No era momento de evasivas.
—¿Por qué vas disfrazado de policía?
—Soy policía.
—¿Policía?
—Sí.
—Cuando dices «policía» —pregunté intrigado—, ¿quieres decir «policía»?
—Sí.
—¿Eres policía?
—¡Sí, caray! ¿Estás sordo? Soy policía.
Entonces lo comprendí. Era policía.


Wooster, es momento de decirlo, es Bertram Wilberforce Wooster, Bertie para sus numerosas tías y sus no pocos amigos (la mayoría de los cuales forma parte del reputado Club de los Zánganos), un joven rico que tira para solterón y que, en su vida de frivolidades y empresas desastrosas (sobre todo las que conciernen a la elección de sus calcetines o al arreglo de las vidas amorosas de sus allegados), tiene el mérito principal de ser nada menos que el empleador del inefable Jeeves, una de las más logradas creaturas de la literatura cómica de todos los tiempos. Jeeves, el mayordomo, es un prodigio de clarividencia, de penetración y de ingenio; a él se debe que el mundo idílico que habita una caterva de lores despilfarradores, actrices tan bellas como estúpidas, primas astutas y profesores tontos y enamorados siga siendo eso, un mundo idílico en el que lo más grave que puede ocurrir es que a Bingo Little, Tuppy Glossop o Boko Fittleworth se les agrie la cena porque alguna muchacha indecisa les rompió el corazón. Jeeves, en su inalterable circunspección (producto, diría Bertie Wooster, de su fiel observancia del «espíritu feudal»), está siempre a la mano para arreglar las cosas y conducirlas a un final sonriente e inesperado —siempre inesperado—, a despecho de las torpezas y los planes disparatados de su patrón (de quien Jeeves tiene el siguiente concepto: «Mentalmente, un cero a la izquierda»). Y si bien de cuando en cuando le da por responder con citas de Shakespeare, la verdad es que Jeeves no lleva su papel más allá de afirmar con toda cortesía «Sí, señor», o a lo sumo «Creo haber hallado una sencilla solución para su dificultad, señor». (El prestigio oracular de este mayordomo sin par lo mantiene respondiendo toda suerte de preguntas en el sitio de internet Ask Jeeves).
Los Personajes de Wodehouse se encuentran a salvo de toda odiosa interferencia de la realidad: cuando llega a faltarles el dinero les sobra el ingenio, cuando se ven a unos centímetros del peligro llegan antes a la carcajada, al beso o al abrazo desinteresado de la camaradería. Podrán ser sinvergüenzas, avaros, buscapleitos o tremendamente vanidosos, pero nunca hay en ellos un ápice de verdadera maldad. Y en este mundo idílico (por el que transcurren alocadamente Bertie Wooster y Jeeves, pero también otra larga lista de seres inolvidables como Lord Emsworth y su adoración, la Emperatriz de Blandings —una cerda colosal—, o Stanley Featherstonehaugh Ukridge, o Mike Jackson y Rupert Psmith) no hay lugar para las aflicciones, el dolor, la guerra o la muerte: cada libro es una parcela de un apacible locus amœnus donde la inocencia total es posible, como posible es regresar una y otra vez a ella en la risueña certeza de que siempre deparará una desopilante sucesión de historias absurdas en las que todo puede pasar. Y eso no obstante que por lo general haya ventanas por las que saltar en un apuro, chiquillos antipáticos urdiendo travesuras, controversias alrededor de una camisa demasiado llamativa o joyas extraviadas sin explicación. Ese triunfo que Wodehouse consigue en la Trama lo autoriza a presentarnos repentinamente alguna escena por la que ya creemos haber pasado, para demostrarnos enseguida que todo ocurrirá de manera completamente imprevista también esta vez.
¿Por qué Wodehouse no habrá podido ser un autor de éxito en el ámbito hispanoamericano? La pregunta es, evidentemente, ociosa, pero quizás valga arriesgar la siguiente explicación: que el castellano haya dado al adjetivo «simple» una utilidad frecuentemente peyorativa; que nuestra realidad busque todo el tiempo superarse en su abstruso barroquismo —y que, por tanto, la sencillez suela asociarse con una carencia de propósito—, y que en nuestra inveterada suspicacia tengamos a la inocencia por virtud propia de santos, niños (cada vez más raramente) o débiles mentales, son tal vez las causas de que se tienda a menospreciar a quien no esté ocupándose de las verdades tremendas de la vida y de nuestra circunstancia. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la supuesta «inocencia» de Wodehouse debió exigir una agudeza y una malicia creativa tan afinadas como hace falta para atrapar definitivamente el gusto del gran público y no dejarlo escapar jamás: Stephen Fry recuerda que, en 1931, el autor causó conmoción en Hollywood al revelar ingenuamente el salario exorbitante que percibía para escribir guiones: «Estoy sorprendido. Me pagaban 2 mil dólares a la semana... y no acabo de ver para qué me habían contratado. Fueron extremadamente amables conmigo, pero me da la sensación de que los he estafado», dijo en una entrevista. ¿Ingenuidad? Mejor, como habría dicho Joseph Conrad, «simplemente atendía su negocio»
En torno a Wodehouse se reúnen constantemente sociedades de lectores por todo el mundo para alegar, durante largas veladas, cuál de sus personajes ha sido el más resuelto o el más injustamente comprendido, a cuál otro pudo haberle ido mejor o en qué pasaje de qué historia se cuenta la anécdota más absurda, el disparate más sublime o la desgracia de amor más risiblemente desdichada de la literatura inglesa. Esta devoción de sus seguidores deja muy atrás la de los críticos, especialistas y colegas (que, por lo demás, tampoco se la regatean: George Orwell escribió una apasionada defensa de Wodehouse cuando se intentó involucrarlo en un escándalo de traición durante la Segunda Guerra Mundial, y para felicitarlo en sus ochenta años apareció un desplegado en el New York Times donde, entre ochenta firmantes, aparecían nombres como los de W. H. Auden, Aldous Huxley, Graham Greene y Evelyn Waugh), y se explica por el simple hecho de que leerlo es un placer incomparable: habrá quien se tome el trabajo de aislar las suaves ironías, las cuidadosas paradojas, los caracteres entrañables y, en suma, la elegancia de sus construcciones. Pero sin duda es mejor repetir (venga a cuento o no) una cita suya cada que haya oportunidad. Por ejemplo ésta, de Ukridge:

—Alf Todd —siguió Ukridge, abandonándose a un torrente de imágenes— tiene tantas posibilidades de ganarle como las que tendría un hombre ciego y manco en una habitación a oscuras de meterle dentro de la oreja izquierda a un gato salvaje medio kilo de mantequilla fundida, ayudándose de una aguja al rojo vivo.

Y mejor todavía seguir leyéndolo: quien lo haga, sin duda pronto se descubrirá tratando de dar cuanto antes con el verde chillante de sus volúmenes apenas entre a una librería.

Publicado en Luvina.