¿Cuál es el símbolo de Guadalajara? La pregunta, ociosa, interesa sólo en el entendido de que toda ciudad ha de ser susceptible de resumirse en una entidad emblemática, por lo general una construcción o una estatua o una escultura —si bien también puede tratarse de un espacio público, como la Plaza Roja de Moscú, o de una vivencia del espacio, como la plaza Jemaa el-Fna de Marrakech, e incluso de un accidente geográfico, como el Cerro de la Silla. La Torre Eiffel o la Puerta de Brandeburgo, el niño meón de Bruselas, el Obelisco de Buenos Aires, el Coliseo romano, el Cristo del Corcovado, el reloj de Pachuca o el letrero de Las Vegas son distintivos afirmados bien por la historia o la tradición, o bien por que los ha estatuido como tales el mero paso del tiempo, sin que jamás llegue bien a comprenderse por qué llegaron para quedarse. Y sirven, sobre todo, para que las guías turísticas tengan sentido.
A la pregunta inicial se puede responder rápidamente: La Minerva. Pero, como insiste todo taxi tapatío que las lleva pintadas en la cajuela, habría que reparar en que las torres de Catedral tienen más tiempo alzándose tanto en la imaginación de quienes nunca han venido como en la de los visitantes que alguna vez han paseado delante de ellas, además de que su presencia debe de resultar considerablemente más familiar para los habitantes de una ciudad cuyo centro se ha convertido, a lo largo de más de medio siglo y gracias a la dinámica expansiva que lo ha desolado, en un cruce de pasajes entre las diferentes ciudades que, misteriosamente, seguimos aceptando que son una sola Guadalajara. A La Minerva habrá tapatíos que sólo la hayan visto contadas veces en la vida, como no sea por la tele cuando su glorieta se convierte en plaza para celebrar triunfos futbolísticos o en escenario de conciertos masivos (y entonces suele quedar tapada).
Como se ha recordado ahora que murió el escultor que la hizo, su origen —como ocurre por lo general con la implantación de símbolos, menos o más afortunados, en espacios públicos: ahí están los Arcos del Milenio, para no ir más lejos— fue una ocurrencia de Agustín Yáñez: movido por quién sabe qué ínfulas grecorromanas, la encargó a un artista más bien poco preparado (incluso técnicamente) y puso a su mujer a posar, si bien el escultor tuvo la inspiración de «mexicanizar» los rasgos de la señora de Yáñez, con lo que el resultado no gustó mucho en esta sociedad racista y pretensiosa. En la base le pusieron nombres de prohombres y un lema (siempre incumplido), y la pararon en medio de una fuente. ¿Qué dice de Guadalajara? Nada: que ahí está. Y, además, desde el principio dándole la espalda a la ciudad, mirando hacia afuera, como si siempre estuviera queriendo agarrar su escudo, su lanza, su serpiente (sí, tiene una serpiente metida entre la falda y el escudo) y largarse de una buena vez. Si un día lo hace, ¿nos daríamos cuenta?
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 31 de enero de 2013.