Del sonado caso de la #LadyProfeco, la estupidita y prepotente hija de funcionario que mandó clausurar el restaurante donde se emberrinchó porque tardaban en darle mesa, se pueden desprender varias reflexiones acerca del efecto que, sobre la vida en sociedad, aparentemente tiene la creciente velocidad con que se difunde la información, pero también acerca de las construcciones culturales que van elaborándose al respecto. Entre los hechos y sus apariencias, como sabe cualquier ilusionista, hay un margen amplio para la incertidumbre y la desprevención, y de quedarse en ese margen se corre el riesgo de flotar cada vez más irremediablemente en el malentendido.
Por ejemplo, el episodio en cuestión sugiere que ahora, como nunca antes, es imposible que nada quede sin saberse: muy pronto se conoció el desfiguro de la cretinita y su venganza —ayudó que estuviera conectada e informando de su ubicación y de su disgusto, pero aunque ella no hubiera tuiteado alguien más lo habría hecho: iba a saberse de cualquier modo—, y también pronto el escándalo se viralizó, como se dice, y, por la repercusión que alcanzó, hasta el Presidente de la República se sintió llamado a mostrarse al tanto y a anunciar que tomaría medidas (dizque). La moraleja que tiende a desprenderse de la apariencia de los hechos está formulada en términos justicieros: no puedes cometer ninguna fechoría fuera del ojo vigilante que nos facilitan los nuevos medios, cada vez tendrás más difícil quedar impune, de todo nos vamos a enterar. En la serie House of Cards, lanzada hace poco como una innovadora forma de televisión y en cuya historia se desliza una interesante consideración sobre los alcances de los nuevos modos de informarse, hay un episodio en que despiden a una reportera de un poderoso (y muy tradicional) diario. El director la insulta. «¿Cómo me llamaste?», le pregunta ella, tecleando rápidamente en su telefonito, y cuando él repite el improperio la reportera lo alecciona: «Te olvidas de que lo que estás diciéndome se lo dices también a millones de personas en este mismo instante», y tuitea.
La pataleta de la #LadyProfeco se volvió noticia, el papá hizo como que se disculpaba, ella también, se nos dijo que habría una averiguación, todos nos burlamos y la odiamos un ratito —como odiamos a la hija del líder petrolero Romero Deschamps cuando publicó en Facebook fotos con su perro idiota que viaja en jet privado, y como odiamos a la hija de Peña Nieto cuando se puso rabiosita y clasista. ¿Renunció el procurador Benítez Treviño (y ni hablar de los otros dos)? Claro que no: por qué habría de hacerlo. Que los hechos se sepan es bastante, ya para qué tendría que haber más consecuencias. Es decir: lo pernicioso de la ilusión que propician los flujos velocísimos de la información es que sirve, sobre todo, para que nos conformemos con ella, mientras prospera el ocultamiento de lo realmente importante. O bien: gracias a que hay cosas que se saben mucho, otras muchas seguiremos ignorándolas. Impunemente.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 2 de mayo de 2013.
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