Morelos, pisoteado

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¿Quién habrá sido el ingeniosito a cuyo cargo estuvo la confección del spot radiofónico que denigra al Padre Morelos con tal de que la gente no maltrate los billetes con su efigie? ¿Y quién el ocurrente que se lo encargó? «Yo soy José María, y he sido víctima de maltrato...», se oye una voz grave, en tono de reproche y autoconmiseración. ¡Morelos, nada menos, que para esto le gustó a la imaginación del imbécil publicista pagado por el Banco de México!
No deja de ser sorprendente, si bien de un modo retorcido y alarmante, que aún sea posible encontrar motivos de auténtica indignación en la nauseabunda perspectiva que ofrece cualquier asomo a las contribuciones de los medios a la vida cotidiana (las noticias, la música, la publicidad). Tan habituales se nos van volviendo los malhechores, los cretinos, los cínicos, los ridículos, los repelentes y los idiotas, tan numerosos e infalibles son, tan predecibles e incluso comprensibles suelen parecernos sus dagas, sus baladronadas, sus desfiguros y, en suma, tan impermeables vamos siendo bajo el monzón imparable de tontería, descaro y fealdad que es la realidad nacional, que ya resulta verdaderamente difícil dar con una majadería así de pura, redonda y absolutamente inadmisible como la que se le está haciendo ahora al Siervo de la Nación. En la gigantesca cancha donde juegan lo mismo Manuel Espino o Adal Ramones, Elba Esther Gordillo o Diego Luna, Jorge Hank Rhon o Angeliquita Vale, el Góber Precioso o el Gobernador Bíblico (el nuestro, cuál más), Juan Querendón o el Bofo Bautista —el puro horror, pues—, el campeonato nacional del mal gusto hace mucho que dejó de ser reñido (por el parejo nivel de los participantes) para volverse tedioso, y la consecuencia natural ha sido una considerable disminución en nuestra capacidad de asombro, misma que han terminado de anestesiar las campañas publicitarias y propagandísticas que atestan la radio y la televisión, sobre todo las promovidas por instancias gubernamentales. Pero ésta, la del billete parlante, increíblemente irrespetuosa con uno de los contadísimos próceres que merecen toda la reverencia y el recuerdo amoroso de cada mexicano, es además formidable en su estupidez por lo inútil de su cometido: «La gente me pisa, me pasa por encima, me patea...», se queja la dizque voz de Morelos. ¡Un billete, sea de cincuenta, de veinte o del Banco del Conejito, no pasará más de cinco segundos en el suelo antes de que algún suertudo lo levante! Encima, ¿qué tanto se puede maltratar los de cincuenta, que son como de plastiquito?
En fin, que cuando daba la impresión de que las ocasiones para la irritación estaban ya agotadas y sería difícil encontrar un nuevo hito en la inmunda presentación de lo cotidiano que nos surten los medios, el tal spot sigue sonando, para vergüenza de todo el que tenga la desdicha de oírlo. Aunque quizás lo realmente impresionante sea que ya ni siquiera ahí haya razón para avergonzarse en absoluto.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 27 de julio de 2007.

Al fondo de un pozo

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Un hombre en el fondo de un pozo, con un bat de beisbol en las manos. El silencio y la oscuridad propician la soledad más absoluta. Espera. Cierra los ojos y espera. Pasa mucho tiempo, pero la medida del tiempo, como la realidad que posiblemente prosiga su marcha allá afuera, son apenas datos que han dejado de tener importancia. Lo mismo que el mundo y quienes lo habitan. «Yo ya no me incluyo entre ellos. Pues están en la superficie de la tierra y yo estoy en el fondo de un pozo profundo. Ellos tienen luz, yo estoy a punto de perderla. A veces pienso que ya no podré volver jamás a ese mundo. Tal vez nunca vuelva a sentir el sosiego de estar envuelto en luz». Y sigue esperando.
La imagen pertenece a una novela de título tan insólito como fascinante: Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. El hombre que la protagoniza, Tooru Okada, es un joven desempleado que ha sido abandonado repentinamente por su mujer. Poco antes había desaparecido su gato. Y acaso sea todo lo que pueda adelantarse sobre esa historia, pues ir más allá supondría aspirar —neciamente, absurdamente— a simplificar, mediante la relación de los acontecimientos que se suceden en la novela, una de las empresas más desconcertantes y asombrosas de la literatura de nuestros tiempos. O quizás sólo pueda agregarse esto: Crónica del pájaro... es una historia que comienza con la obertura de La gazza ladra, de Rossini, y concluye con una conmoción irreversible en cada uno de sus lectores. Sin falla.
Cuenta la leyenda que todo comenzó un día de 1978 en que Haruki Murakami, entonces el propietario de un bar donde se tocaba jazz, en Tokio, asistió a un partido de beisbol. Cuando Dave Hilton, un jugador importado de Estados Unidos, pegó un hit doble, el joven empresario entendió súbitamente que tenía que escribir una novela, y salió del estadio para comenzar esa misma noche. No se detuvo hasta que llegó a la página final de La caza del carnero salvaje, que pronto fue un éxito, y a la que siguió Tokio Blues (Norwegian Wood), que pronto fue una locura: en pocas semanas se vendieron en Japón más de dos millones de ejemplares, y Murakami literalmente debió huir. Se refugió en la Universidad de Princeton, con la convicción de que no podría volver a vivir en su país como un ciudadano normal. Pero regresó: tras el terremoto que asoló Kobe, la ciudad en que había vivido muchos años, y también a causa del atentado con gas sarín en el metro de Tokio a manos de la secta La Verdad Suprema: Murakami entrevistó a decenas de sobrevivientes, y a raíz de ello publicó Underground, su primer libro de no-ficción.
Reconocido unánimemente por la crítica y el público como uno de los mayores escritores vivos a nivel mundial, en cada una de sus novelas Murakami extiende un enigma formidable: aunque parecen libros tan «fáciles» de transitar —buena parte de las autoridades literarias en su país lo desdeñan como un autor pop, y censuran, por ejemplo, su gusto por «musicalizar» las historias—, ¿por qué su efecto resulta tan poderoso? Un crítico estadounidense lo dijo de modo inmejorable: «Como lectura, son perfectas para un viaje en avión, sólo que cuando uno las acaba se pasa el resto del vuelo, incluso el resto del mes, replanteándose la vida». Lo mismo en Sputnik, mi amor, donde una historia en absoluto extraordinaria aparenta transcurrir con toda naturalidad, que en la más reciente, Kafka en la orilla, cuyos personajes nos permiten presenciar sus vidas como si nada inusitado estuviera ocurriendo en ellas (¡y vaya que ocurre!: que un hombre, por ejemplo, de buenas a primeras se ponga a conversar con un gato, y que éste le responda...).
El caso es que ingresar a una novela de Murakami es como sumergirse en un pozo profundo, donde no se sabe qué podrá pasar. Pero sin duda será algo verdaderamente grave. Y, a menudo, perturbadoramente hermoso.

Publicado en Magis.

El poeta de la ciudad

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Pocos espacios debe de haber, en Guadalajara, tan propicios para el encuentro y la amistad como la librería José Luis Martínez del Fondo de Cultura Económica: la Joseluisa —y el hecho de que una librería tenga un sobrenombre cariñoso habla bien de ella. En buena medida, la cordialidad con que el edificio de la Avenida Chapultepec recibe a sus visitantes y les permite curiosear entre sus estantes, comprar libros, tomar un café o, a los más jóvenes, disfrutar de todo un piso dedicado al gozoso convivio con la imaginación, se debe a las actividades culturales que la librería constantemente propone a la comunidad, y a cuyo cargo está el poeta Jorge Esquinca, animador y anfitrión de la fiesta continua que, en las inmediaciones de los libros, la Joseluisa ha venido ofreciendo a la ciudad desde 1999.
Esquinca (ciudad de México, 1957) se desempeña ahí en uno de los oficios —el de promotor cultural— que han venido articulando su carrera, junto con la creación de publicaciones y, sobre todo, con el trabajo como creador autor de una obra que lo ha conducido a tener, desde Guadalajara, una de las presencias más relevantes en el panorama literario nacional: Región, la compilación de sus libros de poemas que la UNAM publicó en 2004, da cuenta de cómo en ese trabajo ha ido fraguándose una voz ya inconfundible y absolutamente indispensable en la poesía mexicana de los últimos tiempos.
Egresado de la licenciatura en Ciencias de la Comunicación en el ITESO en 1979, ya desde la preparatoria Esquinca había comenzado a escribir poemas. «Lo hacía en parte por gusto, en parte por necesidad, en parte por imitar a los autores que me gustaban. Nunca pensé que algún día me iba a dedicar a escribir». El impulso decisivo llegó en la forma del consejo de un profesor: «Me gustaba mucho la fotografía, y en algún momento, como el cine también era una de mis pasiones —que no ha dejado de serlo—, pensé que podría combinar mi gusto por la escritura y por la fotografía en una carrera dentro del cine. Pero, bueno, uno propone y el destino dispone otra cosa. Acabé entrando de lleno a la literatura, y recuerdo bien que fue el padre Xavier Gómez Robledo quien me recomendó que me inscribiera en el taller literario que Elías Nandino acababa de abrir ese año en la Casa de la Cultura, en 1979». Tuvo lugar, entonces, un encuentro también decisivo: el doctor Nandino, siempre cercano al grupo de los Contemporáneos y una de las figuras más respetables en materia de poesía en México, se afincaba en Guadalajara para poner en funcionamiento un taller que, con el correr de los años, iría convirtiéndose en el punto de partida inmejorable para un buen número de jóvenes que querían escribir. Fue el caso de Esquinca: «Dentro del ITESO escribíamos mucho; de pronto había que hacer un guión para un audiovisual, o ensayar guiones de cine, y era algo que me gustaba mucho y se me facilitaba hacerlo. A la vez, en esa época empecé a leer mucha poesía también, especialmente los poetas franceses, que hasta la fecha siguen siendo como mis dioses tutelares: Rimbaud, Mallarmé, Valéry, o poetas latinoamericanos igualmente importantes, como Pablo Neruda, Octavio Paz, César Vallejo... Entonces me fue fácil, de algún modo, al entrar al taller de Nandino, darme cuenta de que había para mí una vocación y un oficio a desarrollar dentro de la literatura».
Tal certidumbre pronto fue dando origen al que sería el primer libro de poemas, La noche en blanco, en cuyo ingreso se lee: «Es de madrugada / la lluvia insiste sobre la ciudad / con su danza sigilosa. / Clarea, tú duermes y las nubes / lejos de tu sueño se dispersan. / No despiertes aún, / yo he pasado por ti la noche en blanco». Esquinca explica: «Es un libro que para mí está muy cercano a mi descubrimiento de los Contemporáneos. Yo había ido leyendo, y he seguido leyendo, de manera muy caprichosa e intuitiva, al no haber seguido una carrera de letras. Y una de las cosas que sucedieron al llegar al taller de Nandino fue que puso a disposición mía su biblioteca, que era muy buena y estaba conformada en buena parte por las obras de los Contemporáneos. Recuerdo que leí con mucho asombro la poesía de Xavier Villaurrutia, y sentí una familiaridad inmediata con estas atmósferas nocturnas, de insomnio —que es una afección que comparto, yo también soy insomne—, y que en mi caso se relacionaban directamente con esta especie de vigilancia, de cuidado del sueño de la mujer amada. A partir de eso es que se fue escribiendo ese libro». La noche en blanco obtuvo, en 1982, el segundo lugar del que entonces era el Premio de Poesía Joven de México (conocido hoy como Premio de Poesía Joven Elías Nandino), y al año siguiente apareció publicado por la editorial Cuarto Menguante, que el propio Esquinca y algunos compañeros del taller habían fundado.

Abrirse al mundo
La participación de Esquinca en el taller de Elías Nandino, para entonces, había tenido un giro que contribuiría a seguir definiendo las distintas formas en que iría cumpliéndose la vocación del joven poeta: «Todo se fue dando de manera natural; a partir de 1980, aproximadamente, cuando a Nandino le dan el Premio Nacional de Letras, empieza el taller a tener una especie de auge, y muchos jóvenes comienzan a escribir; incluso hubo que abrir un grupo para niños, y diversificar un poco, porque Nandino no podía dar atención a tantos. Entonces, Felipe de Jesús Hernández se encargó de coordinar a quienes iban más orientados por el rumbo de la narrativa, y yo me ocupé de trabajar con los que iban por el rumbo de la poesía, claro, supervisados por Nandino. Llegó a convertirse en un trabajo, porque teníamos horarios de atención al público, y a Nandino le pareció que era justo que ganáramos un sueldo y consiguió que nos pagaran algo en el Departamento de Bellas Artes. Con el tiempo yo llegué a dirigir lo que se volvió el Taller Elías Nandino».
Después vendría, en esa misma línea, la oportunidad de estar al frente de la Dirección de Literatura de la Secretaría de Cultura de Jalisco, y al mismo tiempo, la creación de espacios editoriales, lo mismo que en la prensa escrita, en el afán de activar la dinámica cultural de Guadalajara. La necesidad de abrirse hacia el mundo. «Fue algo que tratamos de hacer desde el taller con Nandino, con la revista Campo Abierto, después con otra que se llamó La Capilla, con la creación de los Miércoles Literarios... Abrir las fronteras, y participar de una manera más decidida en el diálogo de la cultura nacional».
Uno de los logros más significativos en este terreno fue la puesta en circulación del suplemento cultural Nostromo, del periódico Siglo 21, al frente del cual estuvo Esquinca: una iniciativa cuyas páginas llegaron a convocar a los autores más relevantes del entorno nacional, y que se distinguía precisamente por la preocupación de abrirse más allá de cualquier frontera. «Fue una etapa muy rica en mi vida. A principios de 1994, Jorge Zepeda, quien entonces era el director de Siglo 21, me invitó a pensar en un suplemento cultural. Me dio todas las libertades para imaginarlo y conformar un equipo, y así fue como invité a Mauricio Montiel como secretario de redacción, y a Porfirio Torres, quien se encargó del diseño». El suplemento vivió durante poco más de un año, y constituyó un hito, hasta ahora irrepetible, en la prensa cultural de la ciudad. «Qué mejor que haberlo hecho en un periódico como Siglo 21, que entró siendo una propuesta completamente nueva de periodismo. Trabajamos con una grandísima libertad, y logramos hacer un suplemento muy interesante para propios y extraños, que se leía mucho también en la Ciudad de México. Creo que ahí dejamos un precedente para lo que pueden ser estas publicaciones, con un enfoque menos proclive a lo regional, que es algo que no ha dejado de permear a los suplementos que existen, un exacerbado regionalismo del que me considero adversario».

La «maquinita» en marcha
La obra de Esquinca, en tanto, ha ido creciendo y organizándose de acuerdo con lo que el poeta y crítico Luis Vicente de Aguinaga ha identificado como los cinco dedos de una mano: «El índice, que marca la dirección de tu aventura», escribió De Aguinaga en una «carta» a Esquinca, compuesta para la presentación de la antología personal Invisible línea visible, “es Alianza de los reinos; el cordial, más unitario y profundo, es El cardo en la voz»; (este libro, por cierto, obtuvo en 1990 el Premio de Poesía Aguascalientes); «el meñique, gracioso y delgado, es Paloma de otros diluvios...; el anular, aunque de alianza ya se hablara en el primer título de la serie, tiene que ser Isla de las manos reunidas, donde se juntan La edad del bosque, Sol de las cosas y otros poemas; el pulgar, por último, con su nobleza, con su ruda nobleza, es Vena cava. He aquí tus veinte años, que fueron al principio una caricia y hoy dan la sensación de ser un puño cerrado». A este recuento se debe agregar también Uccello, el título más reciente de Esquinca, lo mismo que Elogio del libro, una entrañable colección de ensayos publicada en torno a las felicidades de la lectura.
«He tratado de conformar una obra sin prisas, dándome el tiempo suficiente para pensar muy bien cada libro antes de publicarlo», reconoce el poeta, quien también ve en la traducción un área vital de su trabajo creativo. «En principio, traducir fue una manera de compartir con los compañeros del taller de Nandino poemas que quería que ellos leyeran también. Poco a poco se fue convirtiendo en una pasión y en un oficio paralelo a la escritura de mi propio trabajo. Para mí ha sido la manera de leer mejor a un poeta querido o admirado, y también de aprender más directamente los pequeños secretos, los resortes ocultos, de la creación poética. Quizás la mejor escuela de un poeta es la traducción». Y también un estímulo necesarísimo: «Por otro lado, me ha ayudado a llenar muchos momentos de sequía personal: esos momentos en que no tienes nada que decir. Yo no creo en el poeta que escribe disciplinadamente todos los días por lo menos un poema. Creo que uno tiene que escribir obedeciendo un impulso interior, que se presenta de muy diversas maneras, muy misteriosas a veces, y que a veces no se presenta. Y cuando esto sucede —y a quienes nos pasa no deja de rondarnos la idea de la esterilidad, de que "ya se secó la fuente" o "ya se apagó la maquinita"—, traducir ayuda muchísimo a llenar esos vacíos, porque quien traduce está colaborando en el proceso de la creación de un poema».
Pero la «maquinita», felizmente, no se apaga. Actualmente, además de dirigir las actividades culturales de la Joseluisa, Esquinca forma parte del Sistema Nacional de Creadores. «A lo largo de más de veinte años de estar en esto, no me queda más remedio que admitir que soy un escritor, y que seguiré siéndolo en la medida de lo posible. Me gusta también el trabajo de la promoción cultural. A veces me quejo, porque siento que me quita tiempo para otras cosas que de pronto pueden interesarme más, como la traducción. Pero sé que unas cosas son por otras, y que probablemente haya un momento en que pueda dedicarme más intensamente a la literatura, que es una de mis intenciones a mediano plazo. Y a la vagancia, ¿no?».

En circulación
Entre los autores traducidos por Jorge Esquinca a lo largo de más de veinte años destacan los poetas franceses, como Pierre Reverdy, Henri Michaux, André du Bouchet o, más recientemente, Maurice de Guérin, de quien vertió al español su diario y algunos poemas en prosa. (El cuaderno verde, seguido de Meditación en la muerte de María, Ediciones Sin Nombre, México, 2006). Durante un buen tiempo, Esquinca sostuvo en las páginas del diario Público la columna «Amapola y memoria», título tomado del primer libro de Paul Celan, en la que presentaba semanalmente a un poeta distinto, y actualmente trabaja en una selección de traducciones que está por reunir en un volumen que publicará el sello Monte Carmelo, de Tabasco.
La poesía de Jorge Esquinca escrita a lo largo de 20 años conformó, en 2004, el libro Región(1982-2002), publicado por la UNAM. Otros títulos suyos recientes: Invisible línea visible. Antología personal (Ediciones Arlequín, Guadalajara, 2002), y Uccello (Bonobos, Toluca, 2005).


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El mejor fantasma

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«Habíamos caído, pues, en el fondo de un descomunal olvido, y el miedo se apoderó de nosotros». Es el descubrimiento que hace un hombre cuando está por terminar el amor secreto y feliz que ha sostenido con una mujer casada a lo largo de un verano imposible. Conforme van adquiriendo calidad de fantasmas, los amantes aún alcanzan a presenciar el suave transcurso de una noche y el arribo de la claridad del alba. «Ni ella ni yo existíamos, no existiríamos jamás, ni habíamos existido junca, salvo en aquellos breves días del verano que hoy tocaba a su fin». El final de esta historia debe ser uno de los más inesperados —y también uno de los más hermosos— de la imaginación literaria en español del siglo XX. El cuento se llama «Como a finales de septiembre», y su autor se hacía llamar Francisco Tario. Murió en Madrid, hace treinta años. Y desde entonces ha ido desandando el camino desde el olvido: desde la peculiar condición de fantasma que tenía hasta hace algún tiempo —una aparición infrecuente e inesperada en las librerías de viejo o en las conversaciones de los buscadores de rarezas— hasta convertirse en una figura absolutamente visible y cada vez más presente en la estima y el asombro de un número creciente de lectores.
Siempre es un gusto repasar las señas de identidad del autor de libros como La noche o Tapioca Inn. Mansión para fantasmas (ambos recogidos en la compilación de sus Cuentos completos que apareció a finales de 2003): astrónomo aficionado, dueño de un cine en Acapulco, pasajero habitual de trasatlánticos, solvente pianista y jugador de frontón más que sobresaliente —uno de sus contrincantes favoritos era el torero Manolete—, Francisco Peláez iba por el mundo exhibiendo el cráneo rapado y un nombre tomado, se dice, de la lengua purépecha: rasgos que anunciaban la singularidad de un escritor que nunca hizo ronda con sus contemporáneos —a pesar de lo cual se puede considerarlo un digno semejante de Juan Rulfo, Juan José Arreola o Efrén Hernández— y que poseía una recia personalidad complementada por datos que, al paso del tiempo, fueron dando forma a la leyenda: figuró como portero del equipo de futbol Asturias (uno de los porteros más elegantes que ha habido, se dice: estrenaba suéteres importados en cada partido, y usaba boinas a juego) y su vecino Octavio Paz llegó a celebrar la belleza incandescente de su esposa, Carmen Farell. Arrojó al fuego una novela descomunal inmediatamente después de concluirla, escribió obras de teatro imposibles de representar, cultivó el género del aforismo y compuso, para una serie espectacular de fotografías de Lola Álvarez Bravo, los poemas, las historias y los cantos que formarían el libro Acapulco en el sueño (del que se imprimieron, cosa por completo insólita en México, 27 mil ejemplares en dos ediciones, y que pronto se volvió misteriosamente inconseguible). Tras el último volumen de relatos que vio en vida (Una violeta de más, en 1968, pareció dejar de escribir definitivamente —de seguro a raíz de la muerte de su mujer, pues la dedicatoria reza: «Para ti, mágico fantasma, las que fueron tus últimas lecturas». Pero en 1993 circuló fugazmente una novela póstuma, Jardín secreto. Y tuvieron que pasar otros diez años para que sus cuentos (a veces recuperados para alguna revista o alguna antología) vieran de nuevo la luz y deslumbraran a las nuevas generaciones. (También La noche, apenas el año pasado, reapareció en el Fondo de Cultura Económica, en una edición conmemorativa).
Narrador inmerso en el acontecer de lo extraordinario, los cuentos de Tario proponen lo mismo pasiones tortuosas, personajes irresistibles —por cómicos, por trágicos—, fantasmagorías escalofriantes, delicadas ensoñaciones o fantasías desmesuradas. «Hacer literatura fantástica es probar a descubrir en el hombre la capacidad que éste tiene para ser fabuloso o inmensamente grotesco», declaró alguna vez en una rarísima entrevista. «No se trata aquí de arrancar lágrimas al lector porque el niño pobre no tuvo juguetes en la noche de Reyes, sino porque su padre —un hombre perfectamente honorable— quedó convertido en seta mientras regaba el jardín de su casa». Y cada página suya es tan fascinante como memorable.

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Cuatro rasgos

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Puestos a hacer generalizaciones, por inservibles que puedan ser —siempre habrá la excepción que las invalide—, el carácter mexicano bien puede definirse por cuatro rasgos esenciales: la falta de precisión, el regodeo en la facha y el desfiguro, la ineptitud para usar preposiciones y la desmemoria. Claro, cualquier observador medianamente atento puede aportar puñados de conductas y tendencias igual de extendidas y ancestrales, pero también convendrá en que toda explicación del desastre cotidiano conduce, invariablemente, a alguna de estas cuatro causas originales. En la vaguedad (en el amor al tanteo y el consecuente desdén de la exactitud), por ejemplo, nacen la impuntualidad, las cuentas malhechas, la inutilidad de todo compromiso —pues siempre quedan huecos por dónde escabullirse—, el imperio de la mentira y del timo (el trasfondo, en realidad, de cuanto pasa por el «ingenio del mexicano»), las inundaciones en las calles y otras catástrofes perfectamente evitables. En cuanto al desprecio de cualquier mínima compostura, recato o aliño, no es sólo que en México sean absolutamente normales y no provoquen espanto los pants y/o las lonjas al descubierto en todo espacio público, sea cual sea la corpulencia de quien así se exhiba: por ahí empieza a entenderse la televisión autóctona toda, la existencia de Elba Esther Gordillo (y similares: hay que ver cómo se ufana Hank Rohn de su chalequito rojo) o la atención que acapara Diego Luna, siempre con su apariencia de menesterosito. Sobre el uso rudimentario que hacen del idioma los medios, los publicistas, los políticos y, en fin, cualquiera que se vea en situación de decir o redactar cualquier cosa, basta con tener ojos u oídos para constatar que la propensión a la barbaridad no tiene remedio y está tan arraigada en la idiosincrasia nacional que ya a nadie le brinca: sea una idiotez mayúscula (las gemas que engastaba Vicente Fox en cada discurso, pero está lejos de ser el único) o sea la omisión de una simple preposición en un titular o en un anuncio espectacular, el mal es el mismo. Y la desmemoria: el domingo pasado, el suplemento Enfoque, de Reforma, publicó un recuento de escándalos que, por memorables que deberían ser, han caído sorprendentemente en el olvido. Los hijitos de Marta Sahagún, el enriquecimiento misterioso de Arturo Montiel, el asesinato de Enrique Salinas de Gortari, y así. El psicólogo social Pablo Fernández Christlieb, consultado al respecto, razonaba que tales noticias acaban desvaneciéndose porque lo que prevalece es la falta de credibilidad: «Nuestros grandes impresentables, con la mano en la cintura, pueden decir cosas vergonzosas. Por eso, no le creemos ya nada a nadie». Y no faltan ocasiones para demostrar esta teoría peregrina de los cuatro rasgos: el famoso chino, ahora, es el sabor del mes: es risible (lo fachoso), no se sabe qué pasó (la inexactitud), nadie atina a decir nada coherente al respecto (el uso primitivo del lenguaje) y antes de que nos demos cuenta lo vamos a olvidar.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 20 de julio de 2007.

El corazoncito rentable

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¿No contempla la reforma fiscal que promueven Agustín Carstens y los diputados que lo secundan incentivar las iniciativas particulares fundadas en la cursilería y sus efectos prodigiosos? Debería. La cursilería no sólo es un recurso natural cuyas reservas están garantizadas por los siglos de los siglos, sino que además se halla al alcance de todo emprendedor y genera automáticamente ricos dividendos. Que la explotación de la emotividad es un magnífico negocio lo saben, evidentemente, los vendedores de globos en forma de corazón, los industriales del peluche, los impresores de tarjetas conmemorativas y los productores de telenovelas y noticieros, pero también cualquier comerciante que alguna vez haya acudido a la invocación de las efusiones del sentimiento con tal de atraer la atención sobre su mercancía, desde las mueblerías que chantajean al hijo ingrato para que le compre una sala nueva a mamá hasta los restaurantes que disponen, a lo largo de todo el año, numerosas trampas para que el afecto —o sus sucedáneos— se convierta en un tarjetazo irresponsable que todo el mundo está dispuesto a soltar con tal de celebrar las llamadas «ocasiones especiales». Por el empeño que ponen en interpelar la sensibilidad ramplona de su público, el payasito de la fiesta merece con sus gansadas el pan que se lleva a la boca, el mariachi enjundioso obtiene aplausos y porras en lugar de una corretiza, la locutora inspirada recibe llamadas que suscriben sus juicios estéticos, el futbolista chillón gana la indulgencia de la porra y se libra del linchamiento, vuelan los miles de ejemplares de la escritora lacrimógena y el pintor más torpe no sólo vende sus bodrios, sino que consigue clientes que le comprarán muchos más... Es interminable el listado de los oficios que existen gracias a ella: la cursilería, tan rentable y tan infalible, motor principalísimo de la economía nacional, no es asunto exclusivo de pastelerías, florerías, prensa rosa, tiendas departamentales, escuelas primarias —y secundarias y prepas y carreras universitarias: desde el primer festival de la primavera en el kínder hasta la foto de la graduación, todo educando está condenado a cruzar un vasto pantanal de melcocha—, espectáculos de cualquier categoría (desde el mimo paupérrimo y repelente hasta la banda que llena estadios), figurones y figurines de la literatura y el arte, opinadores de toda laya y ministros de cualquier denominación religiosa: por supuesto, y con qué magnífica resonancia, los políticos saben echar mano de ella, y en fin, todo vivo que se entere de la característica preferencia nacional por la grandilocuencia sentimental expresada en diminutivos. De ahí que el aprovechamiento de este bien inestimable debería de ser reconocido y alentado por la Miscelánea Fiscal: ni en el turismo, ni en las remesas de los migrantes ni en el petróleo: el futuro del país está en la cartera de los cursis y en su propensión a sacar el billete en cuanto los sacude el temblor de la emoción más emocionante.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 13 de julio de 2007.

El mural incómodo

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Ocurrentes que son, los diputados opinaron y decidieron que era buena idea decorar con un mural el recinto en el que trabajan (o en el que se espera que trabajen, para decirlo con más precisión). Un mural. Como si estuviéramos en los años 30. Pero bueno... Para tal efecto, resueltos y entusiastas, eligieron y contrataron a un pintor de reconocida trayectoria, Antonio Ramírez, que desde luego no iba a desperdiciar la oportunidad de desplegar su imaginación de modo tan notorio y tan perdurable. Los murales, como cualquiera puede advertir, son ocasiones inmejorables para afirmar la presencia de un artista a lo largo de los años, pues no sólo sus dimensiones exceden las de casi cualquier lienzo, con las libertades creativas que esto supone, sino que además suelen quedar a la vista del público que incesantemente desfila ante ellos: el gentío que muy probablemente no visita museos, no va a galerías, no «consume» arte, vaya, como se acostumbra decir. De ahí, y es obvio, que los más célebres muralistas mexicanos disfruten de una visibilidad mayor que muchos pintores cuya obra quedó limitada al trabajo de caballete. El caso es que es perfectamente comprensible que Ramírez haya aceptado la misión y que se haya aplicado a ella con rigor y con denuedo.
El pintor, pues, presentó su idea, recibió el visto bueno de los legisladores y, con su equipo de trabajo listo y los muros en blanco, puso manos a la obra. Pasaron los meses. Lo que ocurrió en este tiempo cae en el terreno de las especulaciones: ¿pasaban, los diputados, delante del artista, y veían cómo progresaba en su labor? ¿O nomás no volvieron a acordarse de él? Porque cuando Ramírez dio la pincelada final, retiró los andamios, se limpió las manos con un trapito y consideró que había terminado, la reacción de quienes lo contrataron, y en particular del diputado José Luis Íñiguez, ¡que encabeza la Comisión de Cultura!, fue desproporcionada y absolutamente injustificable: ¡el mural no les gustó! (O bueno, lo único que tenemos seguro es que a Íñiguez no le gustó, pues cuando mostró su desagrado no supo o no quiso dar los nombres de quienes, según él, compartían su opinión). La polémica que siguió, pues Íñiguez acariciaba la idea de borrar el trabajo de Ramírez, fue tan absurda como fugaz: es claro que había un amago de censura, y que ni Ramírez, ni cualquier persona con tantita responsabilidad cívica, iba a permitir el atropello. Es facilísimo: en el arte, como en la fila de las tortillas, un espacio ganado no debe perderse. Íñiguez se proponía ya —o eso decía— convocar a «expertos» que decidieran sobre el futuro de la obra. Pero la idea no pegó, y al final no tuvo más remedio que recular. Lo que sí es que le pidió al pintor una «guía» para explicarle a la gente la obra (¡ahí está la clave: no entendía!). Y aunque hasta ayer no terminaban de pagarle a Ramírez lo que, encima del trago amargo, estaban debiéndole, parece que ya hay una fecha para la ceremonia inaugural. Chin: tan divertido que habría sido ver hasta dónde podía llegar esto.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 6 de julio de 2007.