Derechos I

comentarios (0)

Frecuentemente me he topado con los famosos «derechos del lector», urdidos por el francés Daniel Pennac y adoptados y difundidos ampliamente por muchos promotores de la lectura recelosos de que se vea a ésta como una obligación. Son diez, y aunque algunos me parecen obviedades pueriles (el «derecho» a releer, el «derecho» a hojear), me temo que otros puedan tener efectos perniciosos de ser tomados en serio. Mi desacuerdo procede de la suspicacia ante la comprensión de la lectura como una actividad ante todo recreativa, como un mero modo de pasar el tiempo y procurarse un disfrute sin muchas dificultades —una variante de la ociosidad, canjeable así por cualquier otra. Y es que, si bien es inadmisible leer por obligación (aunque a veces sea inevitable: todos pasamos por eso en la escuela, y quizás no siempre estuvo tan mal), esta actividad no conviene, creo yo, verla simplemente como un entretenimiento al que se pueda acceder o renunciar nomás porque nos da la gana. Si se va a leer —es decir, si se renuncia al primer «derecho» de Pennac, que es «el derecho a no leer»—, hay que hacerlo bien, y eso no tiene por qué ser sencillo. La facilidad es el atajo que toma la pereza para llegar más pronto a la ignorancia… de la que no se sale tan fácil.

Así, encuentro por lo menos objetables los «derechos» segundo y tercero, «a saltarnos las páginas» y «a no terminar un libro». Puesto que sólo la experiencia enseña a reconocer más pronto cuándo un libro es una porquería, únicamente tras haber acumulado un número suficiente de lecturas puede pensarse en tomar así, de súbito o inopinadamente, la decisión de abandonar. Es decir: de ser en realidad derechos, se ganan con el tiempo y en razón de un criterio madurado. El problema estriba en saber cuándo las lecturas son suficientes, y el peligro está en que esa decisión esté tomándola en realidad el prejuicio, antes que el criterio. Más inaceptable es el «derecho a leer cualquier cosa», por cuanto se presta a interpretaciones erróneas y contraproducentes. Por ejemplo: habrá quien diga que cancelar este «derecho» implica franquear el paso a la censura, y que vernos privados de él podría significar vernos impedidos de leer lo que se nos venga en gana (por una imposición autoritaria e incuestionable, y por tanto indeseable). Sin embargo, se debe reparar en que no es un derecho en realidad, y que hacerlo pasar por tal puede propiciar que el lector, amparado en él, pase la vida devorando sólo porquerías (gracias a esas creencias infundadas siguen y seguirán siendo éxitos los libros de Paulo Coelho o Carlos Fuentes), o bien que, pudiendo leer «cualquier cosa», nunca llegue a ocurrírsele internarse en Moby Dick o en Dostoievsky.

Los lectores únicamente tenemos un solo derecho: a leer buenos libros. Nos lo ganamos pagándolos, con el dinero que nos cuestan o al menos con el tiempo y la atención que dedicamos a leerlos. ¡Y qué lejos estamos, tan a menudo, de que ese derecho se nos respete! (Continuará…).

 

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 28 de marzo de 2013.

 

 

Nubia

comentarios (0)

Fue muy significativo que nadie festejara la despedida la directora de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, y que, al contrario, la reacción general fuera sorprenderse, consternarse y desearle lo mejor a Nubia Macías. La noticia, inesperada, pronto alcanzó resonancia en los ámbitos a los que incumbe la FIL, y por una vez en esos ámbitos, tan propicios al resquemor y los desquites, hubo consenso respecto a las cualidades de quien habrá sido, hasta el 31 de marzo, la mejor conductora que ha tenido la feria en sus 27 años. No es difícil hacer su elogio, pues las razones estuvieron a la vista desde su llegada: una organizadora sensata y seria, creativa y entusiasta, capaz, junto con su equipo de colaboradores, de hacer crecer consistentemente los alcances del encuentro librero que, en buena medida gracias a su trabajo, cuenta como uno de los principales acontecimientos culturales de este país; además, una funcionaria dinámica, diligente, eficiente, afable, lista para ver que le cedieran el asiento a una embarazada en una conferencia, para orientar a un niño que buscaba qué leer, para vigilar que los invitados más eminentes fueran bien tratados, para agilizar el tránsito de las multitudes, y, con el aplomo que la llevaba más allá de meramente cumplir su compromiso, una responsable ejemplar y valiente que incluso salió a enfrentarse a los manifestantes que, el 1 de diciembre pasado, se acercaron a Expo Guadalajara como un auténtico peligro ante el cual no se echó para atrás.
            Estas consideraciones aparte, la lógica de su salida no se ve por ningún lado. ¿Cómo, siendo un elemento tan valioso, la FIL puede prescindir de ella? El hecho se ha prestado a toda suerte de conjeturas, que giran en torno a los modos en que se toman decisiones en la Universidad de Guadalajara y cuanto dimana de ella. Porque hay una diferencia considerable entre las apariencias de compostura institucional que es preciso guardar y lo que sucede en la práctica: que medidas como ésta atañen exclusivamente a quien detenta el poder omnímodo de la Universidad, y que se explican en términos de su propia conveniencia política. Como lo mostraba el cartón de Josel en estas páginas, el sábado, en el cónclave para elegir la nueva cabeza visible de la FIL hay un solo Príncipe Elector: ¿a quién tendrá en mente, y qué desavenencia irreparable pudo haber entre la directora saliente y él como para que se permitiera perderla? Y no se puede perder de vista, en esta circunstancia, la crisis por la que atravesó la feria a raíz de la entrega desastrosa del premio que lleva su nombre al bribón Bryce Echenique, y cómo se raspó su prestigio (el propio Príncipe llegó a tronar: «El daño está hecho»), ni, quizás, cómo un año antes fue escenario para el ridículo mayor en la campaña del actual Presidente de la República. ¿Será esto lo que los políticos llaman «control de daños»? Lo dicho: sobra la materia para las conjeturas. Pero de nada sirven. ¿Qué futuro le espera a la feria? Ojalá uno tan venturoso como el que sin duda le toca a Nubia —que se lo ha ganado trabajando decentemente.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 21 de marzo de 2013.

¿Bullying?

comentarios (0)

Todos sabemos qué es, sea por haberlo padecido o practicado, o al menos por haberlo presenciado: la saña sistemática contra un compañero diferenciado por cualquier razón (porque es más lento o retraído, porque parece más pobre o indefenso, por alguna conducta específica o por su aspecto, por su origen, porque destaca). Tal saña se manifiesta en agresiones verbales que a menudo van acompañadas de maltrato físico o de tretas, jugarretas crueles o perjuicios con el fin de hacerle la vida imposible. Es puro odio, injustificable siempre, y siempre jactancioso: entre más se vea cómo sufre la víctima, mejor para el orgullo malévolo del victimario. Sucede en todas las etapas de la educación formal: yo recuerdo como si fuera una pesadilla el día en que a mi primaria ingresó un niño con enanismo, y cómo las burlas y las risas de quienes descubrieron en él a alguien con quien había que enconarse automáticamente lo orillaron a correr al portón para patearlo y llorar y gritar que lo sacaran de ahí (era el recreo, además, y no me cabe en la cabeza cómo las maestras lo hicieron entrar al patio y dejarlo solo); recuerdo, también, las tundas al más flaco del salón en la secundaria y la rabia con que apretaba los dientes y aguantaba las lágrimas, y las insidias ponzoñosas contra la compañera que prefería no hacer ronda y mejor ponerse a estudiar; y, en la prepa, cómo una pandilla de miserables incluso se reunía para llamar por teléfono a la madre de un condiscípulo pobre y enfermo y atormentarla. Golpizas, robos y daños a las pertenencias, insultos, chismes, bajezas de toda índole. Y recuerdo además la general indiferencia del profesorado, pero también cómo algunos miembros de éste podían alentar esos linchamientos: un estúpido maestro de Ciencias Naturales en la secundaria, llamado Machado (ojalá lea esto, si vive), llegó a mofarse delante de todo el salón de un amigo mío por sus ademanes y su modo de caminar, y siempre se refirió a él con motes injuriosos.
            La cosa no debe de haber cambiado —acaso habrá empeorado, vistas las condiciones de indigencia de la educación en este país fracasado—, pero sí el modo de llamarla. Ahora se le dicebullying, término cuya traducción más natural puede ser «intimidación», aunque evidentemente se queda corta. No sólo eso: su comprensión puede estar fuera del alcance de vastos sectores de la población, e induce a una lectura distorsionada del fenómeno. ¿Se usa porque se ha puesto de moda? Es lo más seguro, aunque también porque lo emplean con soltura los especialistas o los burócratas que, se supone, tienen injerencia en su reconocimiento y su remedio, y también porque los medios fácilmente (y creo que nocivamente) se avienen a la adopción de voces que, al renombrar la realidad, terminan por emborronarla. Así, con frecuencia nos hallamos manejando eufemismos inadvertidos —pasa con las «muertas de Juárez», por ejemplo: habría que decir, siempre, asesinadas— o sucedáneos de palabras que, de emplearse, revelarían con más contundencia lo que designan: «ejecución», pongamos.
            Es fama que Confucio respondió alguna vez que, de ser el emperador, su primera medida sería cambiar el lenguaje: revisarlo a fondo y reajustar sus sentidos. Sin embargo, en el lenguaje no manda nadie (como se vio la semana pasada, cuando la Suprema Corte de Justicia estipuló que son punibles palabras como puñal y maricón, y de inmediato se desató una lluvia de chistes homofóbicos), de manera que lo único a nuestro alcance es estar alertas. ¿Bullying? Más bien: abuso y violencia y odio y maldad.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 14 de marzo de 2013.


A solas

comentarios (0)

Desde que Benedicto XVI anunció su renuncia, y sobre todo ya que ésta se concretó, fue ganándome una singular forma de consternación que tenaz, ineludiblemente, llegó a facilitarme algún desvelo insospechable. No que me angustiaran las consecuencias para la Iglesia que vaya a tener el hecho de que su máxima autoridad (bueno, la segunda: parece olvidarse que por encima está Alguien más) haya decidido omitirse para, como dijo, quedar oculto al mundo: que de eso se preocupen los fieles de esa Iglesia y sus príncipes: desde el plano excesivamente terrenal de la política vaticana, es seguro que habrá repercusiones para la organización del orbe católico y éstas acarrearán también sin duda consecuencias para los modos en que los habitantes de ese orbe vivan su fe y ésta se entienda con el resto de la humanidad: ya será cosa de ver qué habrá significado la defección. No, tampoco, por las implicaciones teológicas del hecho, aunque supongo que también han de tener un cariz tremendo: por mucho que esté contemplado en la normatividad institucional que un pontífice pueda descender de su trono, ¿no es una medida extrema que supone una suerte de rompimiento de naturaleza ultraterrena, dado el papel de intermediario directo que un Papa tiene entre el siglo y la divinidad? ¿A quién le renunció, finalmente: a su grey o a Dios?
            Lo que me alarma —uso este verbo sin ironía, con total sinceridad— tiene que ver más bien con las dimensiones humanas del anciano que se ha visto en tal situación, y, para decirlo de un modo que me sirva para entender la mezcla de fascinación y desazón ante lo que es, sí, un hito histórico, pero además un drama individual, con las lecturas de índole puramente novelesca que vienen a cuento. Si ya de por sí puede ser inagotable la comprensión literaria del Papado como institución en razón de sus desmesuras (por las cordilleras de historia que recorre, por el boato que la vehicula y por la impresión decisiva que tiene en las vidas de tantos millones), o a la vista de los formidables anacronismos a los que se sobrepone para pervivir en un presente que misteriosamente la admite y le da salvoconductos incuestionables para el futuro; si ya de por sí parece inconcebible que exista el Papa, cuánto más fuerte e inconcebible tendría que ser la posibilidad de que alguien deje de serlo.
            El cerrojazo en Castel Gandolfo habrá podido poner fin a una intriga palaciega que incluye escándalo, traición y sobrecogimiento en proporciones épicas: que, como espectadores —como lectores de este thriller político—, nada nos conste, no impide que lo conjeturemos. Y aparte quedan también las precarias interpretaciones desprendibles de la repercusión mediática del acontecimiento: ¿por qué la despedida ha tenido incluso ribetes de alborozo, cuando debería ser motivo de desolación en vista de que los millones de almas que vitorean al padre ido en realidad han quedado en una orfandad colosal por inopinada y abrupta? Pero yo prefiero conjeturar sobre el hombre a solas en una circunstancia en la que nadie se habrá visto en alrededor de setecientos años: ¿qué siente, qué piensa, qué es ahora, luego de haber sido lo que fue? ¿En qué cree? Cómo, en el silencio de su retiro, magnificado porque el mundo ha de seguir dando vueltas y tan pronto se ha desentendido ya de él, podrá entregarse al sueño y salir de él, dar algún paseo, acaso sentarse al piano por las noches y luego mirarse las manos que ya no se alzarán sobre las multitudes y preguntarse qué ha hecho.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 7 de marzo de 2013.