Yeah!

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Desde el día 9 vengo oyendo todo el tiempo a los Beatles, y no sabía bien ni por qué. O no había querido caer en cuenta. Súbitamente, digamos, como acaso le habrá pasado a una incalculable multitud de desprevenidos en buena parte del planeta, me atacó la gana de cargar sus canciones en el iPod, pero también fui encontrándomelas en la radio, en la tele, en internet por todos lados. Y no es que esté mal, desde luego: gustoso las dejo que suenen, y si hace falta hasta puedo ir chiflándolas por la calle. Lo extraño del caso es que tal repentino reencuentro con una querencia vieja —debe tener sus añitos: seguro desde que estaba en la secundaria— habría pasado por algo más bien inexplicable de no estar, naturalmente, las causas tan a la vista. El 9 de septiembre fue el relanzamiento mundial de la obra completa de los de Liverpool, además de un jueguito de video y mercaderías varias con que se conmemora, entiendo, el cuadragésimo aniversario del último álbum que el grupo grabó siendo todavía eso, un grupo —y no el puñado de discordias que sobreviviría unos años más.
    Un considerable estrépito mediático rodeó al lanzamiento tal: de los discos «remasterizados», que les dicen, en una caja aderezada con materiales inéditos o casi, y que gracias a la tecnología actual tendrían que escucharse mejor, pero sobre todo, me parece, del jueguito de video, que no sé —ni ganas— de qué se trata, y del que sólo me quedo con la impresión de que es un como karaoke sofisticado en el que hay que tocar «She Loves You» o «Get Back» (y todo lo que hay en medio) al tiempo que en la pantalla se mueven unos monos que reproducen a los cuatro músicos —más bien burdos, los monos: el que creo que es John Lennon se parece a Ofelia Medina en Rina. En cierto sentido, se ha hecho ver este despliegue como un «retorno» o una especie de resurrección, cosa por demás dudosa si se repara en la imposibilidad de demostrar que los Beatles hayan desaparecido alguna vez de la imaginación del mundo que los conoció en vida o después. Lo que se me ocurrió, y me intriga por qué no se ha indagado en ello, es esto: Michael Jackson se murió, ¿no?, y se murió muy endeudado; desde hacía 24 años, su principal fuente de ingresos eran las ganancias que le reportaba la posesión de derechos de 50 por ciento de las canciones del cuarteto (la otra mitad la había vendido en 1995): ¿no será que esta «resurrección», entonces, tiene por objeto generar más dineros para liquidar compromisos del llamado Rey del Pop?
    Son cosas, supongo, que jamás terminaremos de saber. Pero que tampoco importan demasiado. Lo más interesante quizás sea preguntarse cuáles son las razones por las que los Beatles tendrían que gustarnos ahora; cuáles las que tendrían que inocular el gusto por su música en los jóvenes que estarán escuchándolos atentamente por primera vez —y es que, echando un vistazo a la red, por ejemplo, los entusiasmos parecen asombrosamente espontáneos y sinceros. Y, claro, hacer sonar esa música, que es algo de lo mejor que nos puede pasar.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 24 de septiembre de 2009.

Envíos

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Stephen Harper, que así sabe entretenerse mejor que leyendo libritos.
El escritor canadiense Yann Martel tuvo una idea fascinante. Por inspirada y por esperanzada, por maliciosa, pero también por inútil. La historia va más o menos así: hace dos años y medio, medio centenar de artistas acudieron al Parlamento de su país a fin de celebrar los 50 años del Consejo para las Artes de allá (algo como el Conaculta, sólo que sin Chelo Sáizar, también conocida como la Folclórica Bonita). Como es de esperarse siempre que se junta una runfla de bailarines, pintores, escritores, cineastas, etcétera, los despacharon rapidito y sin pelarlos gran cosa. Por muy Canadá que sea, el trato que los políticos dispensan a creadores e intelectuales es el mismo —displicente, fastidiado— en todo el mundo. Martel iba en el grupo. Cuenta que, mientras la sesión tenía lugar, a él le dio por pensar en el tema de la quietud: cómo solemos pensar que la vida va siempre a toda prisa, cuando en realidad quienes corremos somos nosotros, desaforados y necios, como si así fuera a cundirnos mejor el tiempo que nos tocó vivir.
    En algún momento, el escritor (autor de Vida de Pi, para más señas: una novela nada mala, que ha cosechado éxito mundial) reparó en la figura de Stephen Harper, el Primer Ministro, que luego de haber estado presente en la reunión, y sin haber dicho una palabra, recogía sus papeles y se disponía a largarse cuanto antes: ni una sola vez se había dignado mirar a los ojos a los comparecientes. Y se propuso, Martel, lo siguiente: cada dos lunes, hasta que terminara la administración de Harper, le enviaría un libro, acompañado por una carta/dedicatoria, que de algún modo u otro abordara precisamente el tema de la quietud. Lo ha cumplido: a la fecha lleva ya 64 títulos remitidos, y cada una de las cartas ha sido publicada en un sitio web creado para ir informando de la descabellada empresa: www.quelitstephenharper.ca (en francés; tiene gemelo en inglés, al que se ingresa desde ahí mismo). La lista es variadísima: están Tolstoi —La muerte de Iván Ilich fue el primer título— o Borges, Kafka o Rilke, y también la epopeya de Gilgamesh, una recopilación de canciones de Paul McCartney, el Bhagavad Gita o Julio César de Shakespeare.
    Harper, naturalmente, como todo político que se precie, es un cretino y un malagradecido. Sólo cinco cartas, firmadas por algún gato, han correspondido a los obsequios de Martel. Es imposible saber si los libros han llegado a las manos del Primer Ministro, si los ha leído, o qué diablos piensa. «No hay duda de que está ocupado», razona el escritor, y añade que tampoco hay duda «de que se comporta y gobierna como alguien poco o nada preocupado por las artes». Por eso, pensó Martel, a Harper le vendría bien un poco de quietud. A Felipe Calderón, si alguien quisiera gastarse los trescientos o quinientos pesos que costaría enviarle un libro cada quince días, ¿que convendría ponerlo a leer? Nomás por jugar con la idea, claro: como en Canadá, también serviría de maldita la cosa.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 18 de septiembre de 2009.

Chantaje patrio

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Al cine uno va, entre otras razones, por el puro gusto que hay poner en pausa la famosa realidad. El incalculable valor de distracciones así radica en que, gracias a ellas, lo cotidiano horroroso se vuelve tolerable y uno puede mantener bajo control los niveles de rabia que promueve la mera vivencia del tiempo que nos tocó. Y aunque también haya móviles, digamos, más sofisticados para ir al cine (el deseo de ver cintas de las que se espera obtener alguna experiencia artística o cultural que nos diga algo sobre nosotros mismos, pongamos), no es menos importante el hecho de que el país es un asco y, en la ilusoria privacidad de una butaca y con unos nachos y un refresco, al menos por un par de horas es posible omitirse de él —o jugar a omitirse, al menos: igual cuenta—: por algo decía Bioy Casares que a él le habría gustado esperar el fin del mundo en la oscuridad de una sala, disfrutando de una buena película. Y lo cierto es que el mundo, en más de un sentido, está reventando incesantemente, de modo que casi siempre parece buena idea meterse mejor a un cine, antes que quedarse a presenciar el desastre habitual.
    Más o menos animados por estos motivos, aunque seguramente sin haber tenido necesidad de formularlos de este modo, el domingo fuimos al cine. Como tanta gente. Despreocupados y con ganas de ver una película de risa. Una babosona, es cierto, pero que —le atinamos— resultó muy divertida: cuenta la historia de cuatro imbéciles que celebran una épica despedida de soltero en Las Vegas. Y con eso habríamos quedado muy contentos, pero lo malo, lo pésimo, estuvo en lo que ocurrió antes de la proyección propiamente dicha. Pasaron, primero, el anuncio donde una tropa cuantiosa de famosos (estrellotas y estrellitas de la farándula nacional) insta al público a darle dinero a un banco —a cambio de un relojito, entendí— para alguna de las causas que, supongo, forman parte de las responsabilidades sustantivas del Estado mexicano: el combate a la pobreza, la procuración de seguridad social, la creación de empleos, cosas así. Luego vino otro anuncio en el que se exhibía a varios niños burros, como castigados y avergonzados (por burros), en lo que terminaba siendo una lamentable lamentación por el precario nivel de la educación en México (mensaje: si no apoyas, estos burros seguirán igual, sin oportunidades en sus puercas viditas); después, la campaña de una compañía de televisión por cable que apela a supuestos valores (unidad, esperanza, ganas de trabajar) que habrían de sacar al país del pantano, y por último la carota de Felipe Calderón en uno de sus autopromocionales, delante de una caseta de autopista, jactándose de lo que su administración estaría haciendo en infraestructura.
    En fin: un chaparrón de publicidad chantajista, cursi y repelente, que queriendo aludir a lo mejor de los mexicanos, revela en realidad algo de lo peor: la ingenuidad que nos tiene como nos tiene, y cómo se apuesta confiadamente a esa ingenuidad —la patria embobada— para que sigamos así.
 
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 10 de septiembre de 2009.

Luvina 56: Voluntad de hallazgo

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¿Que suene?

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Como la torta ahogada, la música de mariachi tiene mayores posibilidades de éxito mientras más perjudicial sea para el organismo. Por esa afinidad natural entre ambas resulta tan admisible la combinación, dañina por igual para el duodeno y para las trompas de Eustaquio: una ahogada que, al chorrear, haga hoyitos en el suelo, y en las inmediaciones un mariachi haciendo trepidar el local. No hay cabida para los matices ni las sutilezas: el picor de la salsa en que chapotean el virote y las carnitas ha de corresponder al largo bocinazo quejumbroso de la trompeta, y a más volumen más chile, y viceversa: en esa competencia insólita se cifra la idiosincrasia tapatía, y ante ella no queda más que chillar —de sentimiento o de dolor, da igual.
       Yo sí siento que el mariachi me representa, pero depende: me representa cuando tengo más ganas de hacerle la vida insoportable a alguien (unas dos veces al día, mínimo), y le deseo que un conjunto de barrigones escandalosos retumbe junto a su oreja mientras duerme. De ahí en más —es decir, fuera de los momentos en que un acelerado me rebasa por la derecha, una señora odiosa se brinca el orden en la salchichonería o aparece en la tele la sonrisita cretina de un funcionario, el que sea—, me resulta por completo ajena la idea de un puñado de individuos ataviados de modo tan extravagante, armando un estrépito generalmente insalubre y echando gritos y chiflidos. Jamás he comprado un disco de mariachi, ni veo por qué tendría que hacerlo; tampoco, que yo recuerde, he asistido a la presentación (concierto, recital, gala con la Filarmónica ni nada) de ningún mariachi, y si los he visto en vivo ha sido sólo cuando ha sido absolutamente inevitable: en fiestas donde su aparición pretende ser el broche de oro (los graduados ya cayéndose de borrachos, con la corbata en la frente y abrazándose y moqueando al son de «Las golondrinas»), en restaurantes (entre una mordida y otra ya tienes un gordo con guitarrón detrás), en verbenas populares y demás ocasiones para el horror folclórico. Si oigo que en la radio o en la tele empieza a sonar un mariachi, le cambio o le apago: pongamos que no aterrado, pero sí invadido por una súbita, ineludible pereza.
       Sé bien que es una necedad alegar contra cualquier cosa nomás porque a uno no le cae bien. Habrá, claro, buena música de mariachi, y variantes mucho más decorosas que la que ha hecho posible «El mariachi loco» y sus derivados. Y a muchísima gente le encantará todo esto. Pero lo que sí es un fastidio es la obstinación en hacer pasar esta música, y el universo que la rodea, por la más importante noción de identidad de lo mexicano, lo jalisciense o lo tapatío (o todo junto), y que esa obstinación oriente gran parte de las políticas culturales, a cualquier nivel, en nombre de la supuesta preservación de las tradiciones —que, entiendo, se las arreglan para vivir por sí solas. Aunque claro: el borlote y el negocio son preferibles siempre, sobre todo cuando escasea la imaginación.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 3 de septiembre de 2009.