Como uno de esos atavismos que nunca hay ocasión de cuestionarse, yo tenía para mí que el Día del Estudiante había sido un invento de la Federación de Estudiantes de Guadalajara (FEG) para suspender clases, pintar bardas, secuestrar autobuses, saquear camiones refresqueros y armar bailes y balaceras. No es justificación de mi ignorancia, pero es lo que recuerdo que pasaba los 23 de mayo a finales de los años ochenta y principios de los noventa, cuando la FEG daba sus penúltimos estertores como la poderosa organización que asolaba a la ciudad como una peculiar forma de vandalismo institucional (los últimos, quizás, vino a darlos cuando se descubrió hace poco cómo los terrenos aledaños a su sede operaban como fosa clandestina). Seguramente fui tan mal estudiante que jamás se me ocurrió investigar qué se conmemoraba ese día, cosa que ahora hago con una consulta rápida a internet: se trata de recordar a los alumnos de la Facultad de Derecho de la UNAM que fueron apaleados en su lucha por la autonomía universitaria, en 1928 o en 1929 (tan mal estudiante sigo siendo que me desanima ir más allá para precisar mejor el dato: si yo fuera mi profesor me reprobaría). O sea: la fecha honraba un martirio y una causa, y para ello a los estudiantes tapatíos de hace tres décadas se nos liberaba a toda suerte de aquelarres, o sencillamente faltábamos a la escuela: era nuestro día.
Mis investigaciones negligentes y apresuradas (ya imagino cómo me las habría arreglado con las tareas si en mis tiempos hubiera existido internet) me revelan que hay festejos previstos en Puebla, en Guanajuato, en Baja California, en Coahuila. Pero nada encuentro que vaya a hacerse aquí. Y, ciertamente, hace ya tiempo que el día 23 ha dejado de figurar como uno de los numerosos asuetos de mayo: al menos por la UdeG parece que ya no quedan polvos de aquellos lodos. Al margen de eso, la ocasión da para preguntarse en qué medida será distinto ser estudiante hoy —si bien la cursilería impele a suponer que uno nunca deja de serlo, el hecho es que califica como tal sólo quien está matriculado en una escuela, donde es posible incluso que estudie.
Como profesor, me han tocado los ejemplares más variados: desde el canallita cretino que plagió todas sus tareas hasta el talento natural y sobresaliente con quien el curso fue pura tersura y deleite, pasando por el picudo alevoso y sobradito, la haragana que tomaba la siesta en clase, el marrullero insensato (y el marrullero sensato) e, incluso, una inolvidable entusiasta (y chiflada) que se propuso reprobar con tal de repetir el curso y reforzar lo aprendido —no la dejé: le puse cien. Pero, en general, de la ya considerable multitud de estudiantes que me han sido confiados tengo más buenos recuerdos que malos: salud por ellos y con ellos. ¿Qué impresión guardarán nuestros profesores de los estudiantes que nos tocó ser? Yo no estoy seguro de querer saberlo.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 23 de mayo de 2013.
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