Grandulona

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Foto: © Cortesía FIL Guadalajara / Joaquín Rúa

Ya vi: no es que la FIL haya crecido: nomás está agrandada. Mas anchos los pasillos, más amplios algunos stands (no todos: los paupérrimos siguen paupérrimos), y en todo caso lo que hicieron fue mover para otro lado el área internacional —se siente uno como en el aeropuerto—, mientras que FIL Niños retumba también en un lugar distinto al de años anteriores. Crecieron también, naturalmente, los precios de los libros, pero no así la oferta de novedades: no veo títulos de los que ya sé, y me consta, que tienen meses circulando en España o en Sudamérica, de manera que cada vez le encuentro menos sentido a comprar nada en la feria, habiendo internet.
    La ceremonia inaugural fue, desde luego, previsible, pero tuvo sus momentos: abucheos para el Gobernador González («Emilio» que le diga Raúl Padilla), una espontánea que definió a la secretaria de Educación Pública («¡Burra!», tuvo a bien gritarle), la doble majadería del ministro de Asuntos Exteriores de Italia (llegó tarde y se largó temprano)... Lo único digno de memoria fue el brevísimo discurso de António Lobo Antunes. Viejo condenado: me hizo chillar, hablando de los singularísimos maestros que ha tenido en la vida. Lo suyo fue una altísima manifestación del genio poético, entre tantas necedades que estuvieron escuchándose antes y después.
    El programa de actividades, este primer día, me pareció más bien desalentador, si bien se compuso algo con Savater, otro tantito con los amigos de Lobo Antunes. A cuanto tenga que ver con Carlos Fuentes, pienso, podría echarle un vistazo, pero sería por razones retorcidas (el anhelo de verlo resbalarse, por ejemplo): ya contaré si me resuelvo.
    El pabellón italiano, a primera vista, es desconcertante; si se fija uno bien, es completamente horrendo. Casi tanto como la comida que se consigue en los insuficientes espacios que hay para restaurarse. Y lo más espantoso: ¡en ningún lado de la Expo se puede fumar! Si en una de ésas me ven apaleando a una botarga, ya sabrán por qué fue.
Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL, de Mural, el domingo 30 de noviembre de 2008.





Italia, visible e invisible

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Claudio Magris, uno de los grandes ausentes de la FIL. Y como que no le pareció, mírenlo. Como que está mascullando: «¿No me invitaron a su feriecita? Pues atásquense con su Carlos Fuentes».

Con el ánimo de una evocación poética, la suerte que corra la presencia italiana en la Feria Internacional del Libro ha sido encomendada al amparo de Las ciudades invisibles de Italo Calvino, aquel hermoso recuento de hallazgos que Marco Polo fue refiriéndole a Kublai Jan. Calvino, qué duda cabe, es uno de los escritores italianos mejor leídos y más entrañables en el ámbito iberoamericano, y por ello es de esperarse que su influjo sea benéfico para el desempeño de sus compatriotas en esta edición de la FIL.
Sin embargo, puede pensarse que en el programa de actividades preparado para el Invitado de Honor coexistirán, simultáneamente, dos Italias: por un lado la visible, representada por la delegación de escritores, intelectuales y artistas que han aceptado viajar a esta cita y aprovechar todas las oportunidades que ofrece como fiesta cultural, y por otro lado la Italia invisible, que llenará estos nueve días con las ausencias de un buen número de personajes sumamente atractivos de la cultura italiana contemporánea.
Así, algunas de las figuras más destacadas en la Feria —sobre todo por reconocibles, ya sea porque sus obras estén traducidas al español desde hace tiempo, o porque ejercen una influencia considerable en el panorama cultural europeo— serán las de los poetas Valerio Magrelli y Patrizia Cavalli, los filósofos Giorgio Agamben y Gianni Vattimo, los narradores Dacia Maraini, Valerio Massimo Manfredi, Alberto Bevilacqua y Sandro Veronesi... Con el resto de la delegación italiana, en la mayoría de los casos, se tratará de procurarse descubrimientos: ir a averiguar quiénes son, qué hacen, por qué están aquí. (Un caso aparte es el de Roberto Saviano, cuya participación no ha sido confirmada por razones de seguridad: vive amenazado luego de que desvelara, en el libro Gomorra, los entresijos y los alcances de la mafia napolitana).
La Italia invisible, como las ciudades de Calvino, acaso parezca más seductora, aunque únicamente haya manera de ir a su encuentro en los libros. No deja de ser inexplicable que los nombres de Umberto Eco, Antonio Tabucchi o Alessandro Baricco, tan rentables para la industria editorial, o los de Claudio Magris y Roberto Calasso (que, con Baricco, ya han estado antes en la FIL), entre otros, no figuren en el programa. Los organizadores italianos han explicado que fue por problemas de agenda en todos estos casos; los malpensados hemos preferido conjeturar que los propios autores pudieron haber declinado la invitación por razones de índole política... o que jamás existió dicha invitación. Como sea, estarán al menos sus títulos, y también los de los grandes autores que han hecho de la literatura italiana un inagotable caudal de asombros universales: Papini, Lampedusa, Svevo, Montale, Sciascia, Moravia, Buzzati, Pavese, Pirandello, Landolfi...
Como el viajero veneciano, entonces, habrá que ir de lo visible a lo invisible. La ocasión, es de esperarse, será inmejorable.

Publicado en el suplemento perFIL, de Mural, el sábado 29 de noviembre de 2008.



¿Y Raffaello?

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Yo lo veo así: las felicidades que uno sea capaz de encontrar en la FIL dependen de tener el ánimo bien dispuesto para el hallazgo. Este propósito, combinado con la paciencia indispensable para sobrevivir a las muchedumbres, garantiza que al final de estos nueve días uno haya merecido al menos una sorpresa grata, una anécdota memorable, una razón para regresar al año siguiente.
    Lo malo es que, luego de haber persistido en ese propósito desde 1987 (aunque entonces a mí me acarrearon de la prepa, y ni sabía qué diablos iba a ver: estaba chico), lo previsible ya pesa mucho más que las ocasiones para la novedad, de tal manera que se vuelve difícil esperar alegrías insospechadas de los cientos de conferencias, presentaciones, premios, espectáculos, exposiciones y congresos que engordan el programa de actividades —por no hablar de las leguas de pasillos y los millares de libros, y de los otros millares de personajes que ya sé que me voy a encontrar, y lo que es peor, que ya sé que me van a encontrar a mí. Pero habrá que perseverar.
    Hoy que la FIL comienza, mi sola preocupación es aprovechar la presencia de António Lobo Antunes. Pero también, de seguro, acabaré asomándome a ver las alabanzas a Carlos Fuentes (el hombre es como el Rey del Cabrito o como el Chololo —el de la birria—: no hay famoso que no quiera tomarse una foto con él). Acaso empiece a curiosear en lo que traiga la numerosa delegación de desconocidos italianos... Por cierto: ¿a nadie se le ocurrió organizarle un homenaje a Raffaello? ¡Sí, el restaurantero que salía en la tele hace siglos! Si alguien ha estrechado los vínculos entre Italia y México ha sido él.
    Por lo demás, estoy resuelto: no voy a comprar libros en la FIL. Es más: mi propósito es que la feria termine sin que se haya añadido un solo volumen a mi biblioteca. Si me regalan uno, se lo doy a un prójimo. La razón es simple: los libros son tan obscenamente caros que —ingenuo de mí— he creído razonable boicotear así a la llorona industria editorial.


Publicado en la columna «¿Tienes feria?», del suplemento perFIL, en Mural, el sábado 29 de noviembre de 2008.

Artículo de fe

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A la medida de sus aspiraciones como escritor, en correspondencia con un ambicioso proyecto vital al que ha consagrado su inteligencia como novelista (La Edad del Tiempo es el nombre de ese proyecto), y también según puede comprobarlo quien eche un vistazo a las estampas del grueso álbum donde posa en las inmediaciones de los grandes y/o los poderosos (de Luis Buñuel al rey de España, de Lázaro Cárdenas a Susan Sontag, de Julio Cortázar a Bill Clinton: éste, lo ha contado el autor, le dio la idea para una novela), Carlos Fuentes ha llegado a ser una presencia ineludible en la comprensión de la cultura mexicana. Apenas tiene algo que decir, sea en un artículo publicado simultáneamente en varios periódicos o sea en el discurso que dé al recibir uno más de los incontables galardones que atestan su curriculum, invariablemente concita la atención y, por lo general, desata las ovaciones. No se diga cuando aparece un nuevo libro suyo. Así ha venido siendo desde hace décadas, y ahora, que ha cumplido la octava de su edad y acaba de debutar como libretista de ópera, dicha atención ha conducido a la celebración de un amplio homenaje nacional, al tiempo que las editoriales se han apresurado a poner en circulación casi la totalidad de su bibliografía en tirajes cuatiosos, incluido el de la edición conmemorativa de los 50 años de La región más transparente, promovida por la Asociación de Academias de la Lengua Española (honor que habían recibido, antes, el Quijote y Cien años de soledad). Es un escritor importante, qué duda cabe. Importantísimo.
    Al margen de la espectacularidad con que ha pasado por esta vida, Carlos Fuentes puede ser también, para la comprensión de cada uno de los lectores que hemos frecuentado su literatura, un novelista a secas (y, en ocasiones, un ensayista atendible o un articulista pertinente, aunque también a veces todo lo contrario: un enjundioso descubridor de lo consabido): el autor de piezas, sí, indispensables, como La región... o La muerte de Artemio Cruz, pero también el firmante de irresponsabilidades históricas como Gringo viejo, de delicadas y estimabilísimas rarezas como Constancia y otras novelas para vírgenes, de lamentables despropósitos como Instinto de Inez, de empresas monumentales, desafiantes, fascinantes y repelentes a un tiempo, como Cristóbal Nonato o Terra nostra, o incluso de cierta inmejorable incursión en el género policíaco, como La cabeza de la hidra... «Tengo algunas mejores que otras», dijo en una entrevista reciente. «Algunas son como chicas muy bonitas. Otras son bizcas, tuertas o les falta pelo». (En esa pasarela, curiosamente, la «chica» más sexy ha resultado llamarse Aura, una breve historia narrada en segunda persona que tuvo la buena suerte de inquietar el celo moral de cierto secretario de Estado, a raíz de lo cual se convirtió en uno de los libros que más han intrigado a los adolescentes mexicanos).
    Cosmopolita y galanazo, glamuroso (la leyenda reza que sólo puede escribir si está en su casa de Londres), poseedor de una admirable elocuencia, diplomático (con cargo en el servicio exterior o sin él) y siempre enfático —aunque rara vez polémico—, Carlos Fuentes consigue siempre subir a los trenes raudos que cruzan su tiempo, razón por la que quizás es el escritor mexicano más visible desde la muerte de Octavio Paz. Por tal visibilidad, ganada a lo largo de una vida de estupendas relaciones, es artículo de fe, en los más amplios sectores de la crítica y de la academia (y, vamos, en el de la política también), que la suya es una de las obras más relevantes de la literatura en español de los últimos 50 años —salvo, claro, para los académicos suecos, que por lo visto lo dejarán morir sin entregarle el Nobel. Pero todo esto, a la hora de la lectura, en realidad poco interesa: lo que cuenta, y él lo sabrá como el gran lector que también es, debe ser el íntimo hallazgo que cada libro suyo depare a quien lo quiera leer.

Publicado en Magis 

¡No falten!

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Luvina
revista literaria de la Universidad de Guadalajara
anuncia su llegada a la Stazione Italia



La poesía, la narrativa, el ensayo y las artes plásticas más relevantes del Invitado de Honor en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2008 están presentes en esta edición extraordinaria de Luvina: un viaje que tiene por destino el territorio vasto y fascinante de la mejor literatura italiana de la actualidad.

Poesía de Valerio Magrelli, Andrea Zanzotto, Alda Merini, Patrizia Cavalli, Franco Buffoni, Antonella Anedda, Franco Loi, Italo Testa, Umberto Fiori, Maria Grazia Calandrone, Jolanda Insana, Giancarlo Pontiggia, Salvatore Ritrovato, Dario Bellezza, Stefano Raimondi, Marco Giovenale, Matteo Zattoni, Anna Maria Carpi, Alessio Brandolini, Carlo Bordini, Silvia Bre, Maurizio Cucchi, Emilio Coco, Fabio Ciriachi, Paolo Ruffilli, Giovanna Frene, Giuliano Mesa, Fabrizio Bernini, Milo de Angelis, Arnaldo Ederle, Giovanni Turra y Franco Marcoaldi.

Narrativa de Antonio Tabucchi, Alessandro Baricco, Tommaso Landolfi, Dacia Maraini, Alberto Garlini, Dino Buzzati, Bianca Garavelli, Daniela Tomerini, Paolo Lagazzi, Mauro Covacich y Gian Mario Villalta.

Ensayos de Giorgio Manganelli, Claudio Magris, Edoardo Sanguineti, Stefano Strazzabosco, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Mario Praz y Alfonso Berardinelli.

Además, poemas de José Emilio Pacheco, Alicia García Bergua y Víctor Cabrera; un ensayo de Rosa Beltrán; las revisiones críticas que José Miguel Oviedo y Gonzalo Celorio hacen de la obra de Carlos Fuentes; un ensayo de Antonio Ortuño respecto a la figura de António Lobo Antunes; una crónica de Silvia Eugenia Castillero, y dos sonetos inéditos de Alejandro Aura. Reseñas y artículos de Hugo Hernández Valdivia, Édgar Velasco, Christian Barragán, Hugo Alfredo Hinojosa, Sergio Téllez-Pon, Raúl Olvera Mijares, Jorge Saucedo, Rafael Torres Meyer, Emilia Perassi y Ana María González Luna, Pablo de la Vega, Dolores Garnica, Antonio Medera y Circee Rangel, y una entrevista de Víctor Ortiz Partida con Guillermo Fernández.

El presente número de Luvina incluye, también, un dossier dedicado a la literatura irlandesa, con textos de Jorge Fondebrider, Liam O’Flaherty, Matthew Sweeney, Joseph Woods, Carlos Gamerro, Paul Muldoon, Moya Cannon, Harry Clifton, Maurice Riordan, Gerard Smyth, John Montague, Peter Sirr, Eiléan Ní Chuilleanáin, Derek Mahon y John McGahern.

La obra plástica es de la artista italiana Paola Pivi.


El número 53 de
Luvina se presentará el próximo domingo 30 de noviembre, a las 19:00 horas, en el Salón José Luis Martínez de Expo Guadalajara, dentro de la Feria Internacional del Libro. Participarán Verónica Grossi, Valerio Magrelli y Silvia Eugenia Castillero, directora de Luvina.

De venta, a partir del 29 de diciembre, en Sanborn's, Gandhi, librerías Educal, librerías del Fondo de Cultura Económica y puestos de periódicos, así como en el stand JJ-8 de la Feria Internacional del LIbro de Guadalajara.

www.luvina.com.mx

¡Con razón!

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Se ha especulado mucho sobre las razones de que varios de los grandes nombres de la cultura italiana no hubieran querido figurar en el programa de actividades de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, que este año tiene a Italia como Invitado de Honor. Habrían eludido, según esas especulaciones, avalar con su presencia el gobierno de este sujeto impresentable. Pues claro: hay que ver lo que le gusta desayunar a Berlusconi.

¿Todos?

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¿Todos crecemos con la FIL? Como no sea en el sentido en que todos hemos sumado, al parejo que la feria, años a nuestra edad —¡y los achaques que vienen con los años!—, quién sabe si el plural optimista de ese eslogan sea correcto. Algo, claro, hay de cierto: quienes hemos aprovechado las oportunidades de hallazgo y de crecimiento que la FIL ha surtido a lo largo de las más de dos decenas de otoños que lleva funcionando como el acontecimiento cultural más importante de todo el año tapatío, no podemos sino reconocer que gracias a ella hemos podido tener experiencias y encuentros que de otro modo nos habrían quedado muy lejos o habrían sido sencillamente irrealizables. Pero ¿a quiénes se refiere ese «todos»? ¿Guadalajara, por ejemplo, ha «crecido» con la FIL? O, es más: ¿qué habría que entender por «crecer»?
    Por asombroso que resulte —bueno: asombroso para quien esto escribe, o para quien llega hasta la sección Cultura del periódico y lee estas líneas: es de suponerse que seamos algo así como el público natural de una actividad organizada en torno al libro y sus derivaciones—, la FIL bien puede no importarle a alguien, o a mucha gente, y en consecuencia es de suponerse que ese alguien, o esa mucha gente, no se comprenda dentro del «todos» del eslogan que circula estampado en camiones, que pende del edificio de la UdeG, que se reitera en anuncios por todos lados. Inténtese una encuesta rápida y sencilla entre los prójimos que estén a la mano —en la oficina, en la cola del banco, en la escuela, en la tienda de la esquina—: a) ¿cuántas veces han ido a la FIL?; b) ¿qué han visto?; c) ¿qué han comprado?; d) ¿de qué autor se acuerdan? Las respuestas serán, casi invariablemente, desconcertantes. Con suerte, habrá quien —si fue más de una vez— ubique en la memoria el concierto de Silvio Rodríguez, o alguna presentación de Brozo, o un libro firmado por Chespirito. Pero lo más seguro es que contesten, en este orden, a) «no me acuerdo» o «nunca», b) «no me acuerdo», c) «nada, todo está muy caro/no me acuerdo», y d) «de ninguno» o «Yordi Rosado».
    Qué se le va a hacer. Igual, misteriosamente, la FIL que comienza mañana será tumultuosa y su programa está saturado con un número agobiante de actividades (agobiante porque muchas, más misteriosamente aún, valen la pena). Estará más crecidita este año —al menos en cuanto a la superficie de exposición—, y como cada año, cuando concluya, sus organizadores darán cifras triunfales. Con todo y crisis y con todo y el ciclón que hace apenas unos meses azotó a la Universidad de Guadalajara (¡hey! ¿Briseño irá a ir?). Los italianos se irán felices de la vida, Carlos Fuentes se elevará varios peldaños en el altar de la adulación, Lobo Antunes le cambiará inesperadamente la vida a más de alguno... Y nos vamos a divertir y nos vamos a aburrir y nos vamos a cansar y hasta algo bueno llegaremos a hallarnos por ahí. Pero el enigma persistirá: ¿cómo es que crecemos, o quiénes, o por qué, con la FIL?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 28 de noviembre de 2008.



Alardes

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Con razón González prefiere construir vialidades: miren qué trabajo cuesta treparlo al camión. «¡No me quiero subir, no se me vaya a pegar un piojo!», ha de haber gritado. (Foto: La Jornada).

Que el Gobernador González («Emilio» que le diga Lorena Ochoa) es un mentiroso lo sabemos desde sus tiempos de Alcalde, cuando aseguró que no renunciaría para ser candidato. Lo enigmático es que, aun cuando esa sola demostración de incongruencia tuvo que haber bastado para retirarle todo crédito, no sólo fue favorecido por el voto, sino que ha prosperado en su posición sin más dificultades que las críticas que levanta continuamente su actuación: objeciones y reproches de los que él se deshace con desdén y socarronería, cuando no con majaderías y exabruptos. Es larga la cuenta de sus falsedades y aburre recordarla, y además no deja de crecer: en días pasados sumó otra, al declarar: «Nos toca acelerar los trabajos de transporte público para que por conveniencia la gente opte por utilizar el transporte público y no un vehículo privado». Acto seguido, anunció la construcción de ocho nuevos pasos a desnivel, y poco después se supo que en realidad son 17 las obras viales que la Secretaría de Desarrollo Urbano contempla ponerse a realizar prácticamente en todos los rumbos de la Zona Metropolitana de Guadalajara, apenas le autoricen los recursos —que se los van a autorizar— y pésele a quien le pese, porque ya está decidido y a ver quién va a alegar.
O sea: González, que tiene la fea pero rentable costumbre de darle por su lado a todo el mundo (salvo cuando se emberrincha y le brota lo soez), presume de hallarse interesado en el transporte público, pero lo que en realidad lo atarea —o, bueno, a sus subalternos— es abrirle paso a la imparable e insaciable presencia del automóvil. Las razones son fáciles de imaginar: los túneles, los pasos a desnivel, las avenidotas, etcétera, que buscan disolver los numerosos y crecientes coágulos que dificultan y obstruyen la circulación, son obras públicas visibles en cuyo origen, amén de los intereses pecuniarios que supongan para quienes se benefician directamente de su puesta en práctica (y que se forran haciéndolas), hay combinadas una imaginación grosera y un sostenido afán de simulación. ¿Una avenida está saturada? Con un puente, o con un carril más, o con lo que sea, se aparenta que se arreglará. Y se arregla, sí, pero fugazmente, pues la supuesta solución sólo fue un fingimiento, un remiendo precario y falaz.
Un transporte público que no mate gente, que disponga de suficientes unidades, que pase a tiempo y cuyas rutas cubran las necesidades de desplazamiento de toda la población está muy lejos de los alcances de esa imaginación rudimentaria, y mucho más lejos del afán de simulación de González y compañía. Y no es que no hayan entendido que resulta insensato seguir abriéndole cancha a los automóviles: desde luego que conocen, y han visto en otras ciudades, los beneficios de tener un sistema eficaz. Los que no hemos entendido somos los ciudadanos, si seguimos creyendo que se preocupan y le piensan y trabajan en serio, más allá de adornarse y alardear.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 21 de noviembre de 2008.

La verdad

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Podría ser, si no un consuelo y mucho menos un alivio, sí al menos una relativa esperanza —por más que la esperanza, en los tiempos que corren, sea invariablemente una engañifa, de dondequiera que provenga—: la mejor literatura surge en tiempos de guerra. Podría ser: sin embargo, de momento ni siquiera parece que haya modo de ilusionarse con el cumplimiento de esa fatalidad. Por la exacerbación de la violencia, por la descomposición (la pudrición, mejor) del orden social, por el imperio de la suspicacia y la incertidumbre y, en fin, en vista del incremento imparable de los niveles de miedo en la mera ocurrencia de la vida diaria, prácticamente no hay en México un solo rumbo donde el desastre no sea inminente: podrá ser un tiroteo o una granada, pero también podrá ser el estallido de la locura: alguien que, sencillamente, decida que ya no aguanta más. O podrá ser la simple y atroz miseria: el hambre, la depravación por la que terminaremos de tener un enemigo en cada prójimo, a la vez que acabaremos de convertirnos en enemigos de todos los demás. México, por más que a sus autoridades les convenga poco reconocerlo, es un país en guerra consigo mismo, y por ahora sólo cabe conjeturar acerca de lo que cabría esperar de quienes, en este país, piensan y crean.
    El problema es que esas conjeturas son, en general, poco auspiciosas. O es que se prefiere mirar a otro lado —mirar adonde, por ejemplo, relumbra la frivolidad, y así tenemos que el autor más visible de la literatura mexicana es festejado y alabado incesantemente y hasta se le produce la ópera costosísima que le vino en gana escribir y producir a expensas del presupuesto de una universidad pública—, o es que sólo va entendiéndose que la circunstancia presente es una ocasión preciosa para aprovecharla mercantilmente —y es así que las mesas de novedades en las librerías van siendo abrumadas por novelas sobre el tema del narcotráfico o el crimen: títulos, en su mayoría deleznables y predecibles, de factura apresurada y, en suma, prescindibles, cuya sola razón de existir es la urgencia. El resto es análisis superficial, oportunista, incompetente e inmediatamente olvidable, o bien todo es fruto de una mayúscula e inexplicable distracción. ¿Quién está pensando en lo que sucede ahora y aquí? ¿A quién hay que leer que verdaderamente importe?
    Existen, qué duda cabe, dificultades para quien escribe la verdad. En 1935, ya instaurados el mal y el terror y ante el advenimiento de la catástrofe, Bertolt Brecht las redujo a cinco en un ensayo admirable: el valor de escribir la verdad, la inteligencia para descubrirla, el arte de hacerla manejable como arma, cómo saber a quién confiarla y, por último, proceder con astucia para difundirla. Quienes todavía, desde los espacios del pensamiento y del arte, en el México de hoy, y en concreto desde la literatura, tendrían que estar ocupándose de la verdad, ¿están al tanto de esas dificultades, y trabajan ya por remontarlas? ¿O más bien, como parece, a todos nos tienen sin cuidado?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 14 de noviembre de 2008.


¿No?

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Alguien por favor dígame que esto es broma:

http://elmaswapodetodos.blogspot.com/

La obra

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Este cartón de Rapé fue publicado en Milenio el lunes 3 de noviembre. Fue escalofriantemente premonitorio. Y del martes para acá se ha vuelto —no menos escalofriantemente— exactísimo.

La suspicacia no tiene tiempo que perder, y de ahí que pronto eche a patadas al estupor, al desconcierto y a la consternación —que, como la primera, tampoco sirven de mucho: a lo sumo para terminar mascullando las mismas, predecibles vaguedades e incertidumbres con que presenciamos cómo el país estalla. El discurso pronunciado por Felipe Calderón tras anunciarse el aparatoso deceso de su secretario de Gobernación fue, sí, la pieza que cabía esperar de la circunstancia: el inevitable martirologio, la infaltable hagiografía (nada como una muerte imprevista para lavar culpas), un poco de arenga y varios pasajes ya escuchados, en su boca o en la de otros: el gesto de presumible determinación, las supuestas convicciones, los empeños, etcétera. Pero una palabra hizo falta, y tanto que no fue difícil notarlo: la palabra «accidente». ¿Cómo, si no como un accidente, entendía Calderón en ese momento el avionazo espantoso?
    Al día siguiente, en entrevista tempranera en la tele, el secretario de Comunicaciones, Luis Téllez, daba pormenores de lo sucedido (también estuvo a su cargo una conferencia de prensa, abundante en datos técnicos), y al menos en dos ocasiones usó expresiones como «lo que es importante que el público conozca...», o «el público tiene que saber...». El público. O sea: el funcionario a quien corresponde suministrar la información oficial sobre un evento de indudable relevancia para la vida del país entiende que está ante algo que llama «el público»: no los ciudadanos, ni siquiera los mexicanos, vaya. Porque público hay en una plaza de toros, o delante de un mimo, o es la gente que va a la ópera o a ver a Niurka: no es como se le dice a una nación perpleja y horrorizada. Claro, lo más seguro es que no únicamente sea Téllez quien, en el elenco que encabeza el titular del Ejecutivo, piense en los destinatarios de sus palabras como una audiencia ante la que ha de representarse una compleja pieza: a quién corresponde desempeñar cuál papel, quién queda bajo los reflectores y quién permanece en la tramoya, cuáles han de ser los parlamentos, cuáles los movimientos en escena, qué tan espectaculares deben ser los efectos especiales (cómo han insistido en que hay expertos de varias nacionalidades —y por ello más confiables, hay que suponer— trabajando en la investigación del siniestro), cómo se ha de administrar el suspenso, la emoción, la conmoción y el desenlace...
    Lo peor es que no sólo el libreto es pésimo, sino que los actores son épicamente ineptos (y, cínicos, están sedientos de aplausos) y el teatro está cayéndose a pedazos; además la obra ya ha sido insoportablemente larga y no se ve para cuándo pueda acabar. El nuevo acto que empezó el martes —la maldita suspicacia: ni siquiera sabemos bien cómo, si con el avión envuelto en llamas antes de estrellarse o si fue lo que Calderón no dijo en su discurso, un accidente— no veremos en qué quedará, pues antes habrá comenzado otro, seguramente más espeluznante.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 7 de noviembre de 2008.