El cuerpo infame

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«La revolución más extraña de nuestro siglo», escribió el narrador y ensayista Guy Davenport hacia finales del siglo 20, «es esta evolución perversa e invisible del cuerpo humano en automóvil». Davenport no conducía, y constataba con sereno estupor: «En nuestra sociedad estoy incompleto. No tengo cuerpo. Mi cuerpo, en este momento, debería estar estacionado en una pensión (...) El cuerpo de un norteamericano tiene cuatro ruedas, bebe gas y petróleo y come ciudades».
Tener tal cuerpo supone resignarse cada vez más al hacinamiento, al desperdicio miserable de la propia vida en las horas que se pasan detrás del volante, en filas largas, avenidas ardientes, túneles siniestros, o al dar vueltas y más vueltas alrededor del propósito insensato de encontrar un lugar de estacionamiento. Son cuerpos que acaso puedan alardear todavía —ridículamente, imbécilmente— de su agilidad y su gracia, pero sólo mientras el siguiente embotellamiento los desmiente y los exhibe en toda su estupidez arrogante: pocas cosas hay tan patéticas como la camioneta rugidora, de carrocería pulida como un diamante negro, más apta para volar por las praderas de la inmortalidad, pero inmovilizada y cretina en una calle estrecha y atestada, al mediodía. (Bueno, sí hay algo más patético: el tripulante que va montado en ella: ¿qué pensaba cuando la compró?). Los automóviles, sí, son lindos y hasta fascinantes: portentos de ingeniería cuyas bellas líneas, y sus brillos, y su potencia, y sus monerías sin fin hacen pensar en que son priviliegiados y dichosos quienes llegan a poseerlos. Y acaso lo sean fugazmente. Pero pronto la desgracia nos iguala a todos cuando todos vamos a vuelta de rueda, rabiando y llegando tarde siempre, en la pelea interminable por los restos que aún queden de la ciudad que hace mucho terminaron de devorar esos cuerpos metálicos e insaciables.
En Guadalajara, para colmo, están canceladas las vías de escape de esa «evolución perversa»: hay muchos coches porque la gente piensa —pensamos— que es la forma más práctica de trasladarse de un punto a otro por una ciudad que no deja de extenderse; luego, como hay tantos coches, cada vez es más complicado abrirse paso entre ellos, de manera que ni se llega antes ni más fácil a ningún lado. ¿Habría que renunciar y tomar el transporte colectivo? Sí, pero eso en caso de que hubiera un transporte colectivo en Guadalajara que sirviera, que no matara gente, que pudiera avanzar entre tantos coches. ¿En bicicleta, entonces? Sí, si las distancias no fueran tan grandes —y lo son gracias a que hay coches, y a que creemos que con ellos podemos cubrirlas—, y también si los coches, y los camiones, no mataran ciclistas. «Todo el mundo puede darse cuenta de que el automóvil nos posee, no nosotros a él», observó Davenport. «Somos sus esclavos. Se necesitan unos ojos más agudos para ver un proceso más insidioso: el carro tragándose nuestra alma en su cuerpo de vidrio y metal. Pero esto ya ha sucedido y es como es».

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 30 de mayo de 2008.

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Sobre el Imperio
(Edad oscura americana, de Morris Berman. Sexto Piso, 2007)

Acaso lastrado por una excesiva fascinación por la catástrofe, el juicio de Morris Berman propone, sin embargo, una ocasión para reflexionar detenidamente sobre el momento presente y —lo que más importa— sobre el futuro que puede esperar a los Estados Unidos, y en consecuencia al mundo. Su puesta en escena de la historia, recurriendo a una esclarecedora consideración de las similitudes con el Imperio Romano en su decadencia, vale, en primer lugar, como un acucioso recuento de las informaciones indispensables para reconstruir la historia que ha conducido al actual estado de las cosas (informaciones muchas veces escamoteadas), y enseguida como un acicate para responder a esta pregunta central: «Con toda seriedad: ¿hacia qué dirección cree que se dirige Estados Unidos en este momento?».


Luz para el presente
(El viento se llevará nuestras palabras, de Doris Lessing. Bruguera, 2007)

Resultado de un viaje que, a mediados de los años 80, la ganadora del Premio Nobel hizo a Peshawar, Pakistán, con el fin de entrar en contacto con la realidad del pueblo afgano (eran los tiempos en que humeaban todavía los escombros de la invasión soviética), este libro es al mismo tiempo un reportaje y una denuncia cuya vigencia se vio refrendada a raíz de la guerra que Estados Unidos encendió en Afganistán en 2001, como queda establecido en el prólogo que la autora escribió para la reedición de ese año. «No tiene objeto revivir errores del pasado a menos que iluminen el presente», anotó ahí: el caso es que el pasado y el presente de esa nación continúan permaneciendo en la zona de tinieblas adonde el mundo prefiere no mirar: de ahí la pertinencia de un testimonio como éste.


Una pieza clave
(Los exaltados, de Robert Musil. Sexto Piso, 2007)

Esta obra de teatro fue montada en México, hace más de treinta años, por Juan José Gurrola, «instigado» —a decir de Christopher Domínguez Michael— por ese lector apasionado de Robert Musil que fue Juan García Ponce. Según Domínguez Michael, Los exaltados, publicada en 1921, «explora el drama predilecto» de la generación a la que perteneció el autor de El hombre sin atributos: «la endogamia, el intercambio de parejas, el incesto, los amantes muertos sustituidos (o relevados) por sus amigos». Es una de las dos incursiones que el autor hizo en la dramaturgia, y su conocimiento —posible de nuevo ahora que la editorial Sexto Piso ha vuelto a ponerla en circulación— una pieza inestimable para la comprensión cabal de las preocupaciones y los alcances de uno de los escritores decisivos del siglo 20.


En estado puro
(Siete pecados capitales, de Milorad Pavić. Sexto Piso, 2007)

«Los pensamientos humanos son como cuartos. Entre ellos hay salas lujosas y cuartuchos saturados. Los hay soleados y sombríos. Algunos dan al río y al cielo, otros al traspatio o al sótano». ¿Puede alguien resistirse a seguir leyendo? Porque es un virtuoso de lo insospechable, porque dispone de una prosa que —cosa casi increíble— agudiza el resplandor de suyo fascinante que despide su imaginación (y la imaginación, en la narrativa de estos tiempos, parece ser un valor en desuso), Pavić consigue que sus libros cancelen instantáneamente todo alegato de la famosa realidad en torno nuestro para que ingresemos del modo más asombroso a la experiencia, harto más estimable, de la literatura en estado puro. Aquí hay un espejo, hay siete relatos, un autor y —lo mejor de todo— un lector que puede o no ser quien esté delante de este libro.

Publicado en el suplemento Primera Fila, de Mural, los viernes 16 y 23 de mayo de 2008.

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Vuelta a Owen
(Invitación a Gilberto Owen, de Vicente Quirarte. UNAM, DGE, Equilibrista, 2007)

Octavio Paz llegó a decir, con desdén injustificable, que Gilberto Owen era el más sobrevalorado de los integrantes del grupo de los Contemporáneos. La historia literaria, sin embargo, parece contradecir a Paz: a Owen no sólo se lo ha leído poco y casi como en secreto, sino que la sombra de los otros a menudo ha impedido reparar en su figura conmovedora. De ahí el mérito indudable de este libro —y de los afanes que, desde hace un buen rato, Vicente Quirarte ha dedicado al poeta de Rosario, Sinaloa. Es una revisión biográfica, felizmente enriquecida por hallazgos y textos dispersos, además de un pequeño álbum de imágenes, que en efecto invita a colocar la breve obra de Owen en un sitio de privilegio en la zona más entrañable de nuestra biblioteca.


El mejor
(El mejor relato del mundo y otros no menos buenos, de Rudyard Kipling. Sexto Piso, 2008)

Una joya por partida doble: por un lado está el hecho de que un libro de Kipling siempre se las arregla para surtir una incomparable felicidad; por otro, que este libro en particular fue compuesto por el juicio de W. Somerset Maugham, quien eligió y presentó de modo inmejorable las piezas por las que debe reconocerse que el autor de El libro de la selva es uno de los mejores cuentistas que ha habido. «El relato breve exige una forma, y exige que sea sucinta. Lo difuso acaba con él. Es una forma que depende de la construcción. No admite cabos sueltos, ha de ser algo completo en sí mismo. Todas estas cualidades se encuentran en los relatos de Kipling cuando daba de sí el máximo, cuando alcanzaba cotas magníficas de narrador, lo cual, por suerte para nosotros, sucede relato tras relato».

Publicado en el suplemento Primera Fila, de Mural, el viernes 30 de mayo de 2008.




Corrientes

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Es muy probable que, aparte de Octavio Paz, Ismael Rodríguez y Yolanda Vargas Dulché, nadie haya logrado trazar de manera tan perdurable las líneas según las cuales puede comenzar a entenderse la naturaleza de lo mexicano como Los Polivoces. (Los productos culturales de Frida Kahlo, Alejandro González Iñárritu, Carlos Fuentes —Gringo viejo, pongamos—, etcétera, a tales efectos, sirven más bien para que los gringos piensen que aquí todo es corazones sangrantes, perros atropellados y revolucionarios pendencieros que moquean de amor, mientras que Chespirito, cuando se nos adelante, va a ser más llorado en Perú). Enrique Cuenca y Eduardo Manzano, sobre todo gracias a su libretista principal, Mauricio Kleiff, establecieron un puñado de prototipos ineludibles que, como el rocanrol, llegaron para quedarse, y sólo por ello —aunque habría que sumar las horas de felicidad que nos brindaron a una o dos generaciones— ya merecerían que sus nombres fueran inscritos en letras de oro en el recinto del Congreso de la Unión (cosa para la que ni Paz ha sido bueno: para ello los diputados tendrían que leerlo, y eso no lo harán ni volviendo a nacer).
Bueno. Todo esto porque había un personaje de Los Polivoces, encarnado por Cuenca, que hace un par de días revivió en la figura del berrinchudito Gobernador González («Emilio» que le diga el rector): ¿alguien —ojalá que sí— se acuerda de El Mesié? Era un pobre diablo cuyo aspecto miserable estaba acentuado por sus pretensiones y sus ínfulas: iba andrajoso, pero sus harapos consistían en los restos de un frac, con chistera incluida, guantes percudidos, polainas y bastón; llevaba un bigotito fino (más bien un embarrón de pelos sobre la trompa), y sus modales afectados resultaban absurdos porque, primero, siempre estaba rodeado de puros patanes, y enseguida porque él mismo era un patán resuelto a aparentar todo lo contrario. «¡No sean cogggrrrientes»!, increpaba a sus amigos con ridículo acento francés, entre avergonzado y amarguetas, cuando salían con una leperada —o sea siempre. (También era pobretón, cuentachiles y transa).
Pues con ésa salió ahora Gonzalitos, en el acto de inauguración de una biblioteca en Lagos de Moreno. (¡Hey! ¿Llegará el día en que se recuerde al Gobernador como a su paisano, el celebérrimo Alcalde de Lagos, como un emblema del disparate?). «No se vean corrientes», reconvino a los manifestantes que le mostraban cartulinas insultantes. No le parece, ahora, que sus gobernados lo traten con sus mismos modos. Se ofende. Y, aunque se le retuerce la tripa —cosa que está muy bien—, lo que en realidad importa es que sigue sin entender maldita la cosa: «ofrecí disculpas porque lo hice mal», continuó su regaño, recordando que reconoció haberse excedido en el discurso famoso. Pero lo que sigue sin pasarle por la cabeza es que sus errores importantes son otros, no los que salen de su boca majadera. Ni cómo ayudarle. En fin. El Mesié siquiera era simpático.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 23 de mayo de 2008.




Querétaro en la tarde

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Un poniente en Querétaro: es una de las incontables imágenes que Borges, el personaje de Borges en «El Aleph», reconoce al asomarse al punto en el que confluyen todos los puntos del universo. Un poniente en Querétaro, posiblemente como éste, ahora que un frío creciente y desapacible parece ir apagando más rápidamente las tonalidades insólitas del sol que ya va recortándose tras el campanario de la iglesia de Santa Rosa de Viterbo (y Beatriz Elena Viterbo se llamaba la amada muerta de Borges, el personaje de Borges). Este poniente, en Querétaro, está siendo exactamente igual que todos los ponientes futuros y anteriores: irrepetible. Y Querétaro está siendo, esta tarde y la de mañana y la de ayer, la misma ciudad de siempre: cada vez distinta en el asombro que depara toda calle, toda plaza y todo edificio por los que la mirada ande. (El olvido es una venturosa calle desierta y silenciosa, de casonas sosegadas que sólo habita la ausencia; una calle que conduce a una plaza en cuyo centro se alza una fuente presidida por la figura soberana de un personaje tocado con tricornio y rodeado de cuatro lebreles que arrojan chorros de agua por los hocicos: el olvido lleva hasta ahí, y ahí termina, porque ahí la memoria llena esta plaza, y espera siempre como una presentida sorpresa). El tiempo podría detenerse y la ciudad quedar bajo esta luz indecisa, sin que el mundo se enterase y mientras todas las ciudades siguieran su marcha hacia sus menos o más próximas deflagraciones; mientras Guadalajara, digamos, continuara sus días y sus noches que tan pronto la hermosean como la envilecen: este poniente, único y para siempre el mismo, podría quedar suspendido sobre Querétaro, y así quedaría asegurada la calidad de recuerdo o sueño que esta ciudad posee.
El problema con los recuerdos y los sueños, naturalmente, es que el sol avance y se vaya y vuelva, de manera que los primeros van alejándose y los segundos disipándose, sin más consuelo que el que tal vez dé hacerse de recuerdos nuevos y sustituir los sueños perdidos con otros que también irán perdiéndose. Pero Querétaro, especialmente en la hora en que la noche y el día parecen tan remotos e improbables, es un territorio privilegiado para la felicidad, precaria aunque cierta, que se obtiene de confiar en que los recuerdos nunca desaparecen del todo y que los sueños del pasado quizás podremos encontrarlos, para reconocernos en ellos, cuando el porvenir se deje alcanzar por el presente: será efecto de las formas que la piedra y el aire y el agua en las fuentes y el silencio y los árboles fueron tomando en esta tierra, y efecto de la determinación que esas formas tienen de no cambiar y de mantener intocada la armonía de sus proporciones. O será que hay para cada quien una ciudad en la que lo aguarda, siempre que regresa a ella, una nítida y particular explicación de su más íntima índole: una ciudad, y no necesariamente aquélla en la que vive, que define para uno lo que es y lo que quiere. Y ésta, por su perseverancia en resistir a la fatalidad que hace y deshace con nuestros anhelos y nuestras voluntades, no es mala opción para elegirla como base emocional de operaciones.
Como sea, lo más seguro es que este poniente termine —como terminó el de ayer, y el de hace un año, y el de hace cinco—, y aunque resulte amenazadora en la noche, la penumbra majestuosa de la iglesia de Santa Rosa de Viterbo será lo primero que el amanecer disipe para probar, contra lo que podría llegar a creerse, que Querétaro no desaparece. Y de Querétaro habrá que irse y regresar a ese tiempo en que los recuerdos son inservibles y los sueños están por declararse inexistentes. A Borges, el personaje de Borges que vio un poniente como éste, al final del cuento le quedaba la esperanza, dijo, de «que el olvido me trabaje». Viendo este poniente puede pensarse que eso sería una desgracia. Viendo que se dejará de verlo en cualquier instante, quizás sería una suerte.

Esto fue publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el 19 de diciembre de 2003.
(Nota para una destinataria precisa:
Aquí tienes. Por ejemplo).




Waterloo, Tennessee

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Le cae a quien no mueva siquiera las patitas. (Igual está bien ponerse a soltar karatazos). Estas cuatro reinas se hacen llamar Uncle Earl y son una forma de la felicidad, muy al pelo para sonar en una circunstancia actual que yo sé y no digo. Parece que Waterloo, Tennessee (como se llama su disco) si está, al menos, en los mapas, pero habrá que ir a verificar que exista. Para acabar de adorarlas —también tocan calmaditas, no todo es puro brinco—, hay que meterse por lo pronto aquí: www.myspace.com/uncleearl

Tautología

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Es una verdad que estamos poco dispuestos a reconocer, como no sea a modo de lamentación sarcástica —por ejemplo mientras transcurren las horas en la fila delante de una ventanilla, y respondiendo a las observaciones de un prójimo que, como nosotros, no tiene más remedio que reírse sin ganas de lo descabellado de nuestra condición—: a los mexicanos nos fascinan el papeleo, el trámite, la proliferación de requisitos y los incuantificables tiempos que se desperdician en cumplirlos. Por más que simulemos quejarnos, o por más que nos quejemos con hastío sincero, al fin terminamos siempre rindiéndonos dócilmente a la recaudación de firmas, sellos, vistos buenos, y con diligencia aceptamos cada nuevo viaje a la fotocopiadora, cada ingreso a una nueva fila y cada ficha que se nos da para regresar en otra ocasión, a empezar todo de nuevo, cosa que también terminamos siempre por acatar —así sea luego de fingir algo de indignación, o sintiéndola de veras, pero obedecemos las órdenes inescrutables e ineludibles. Sin la burocracia no sabríamos qué hacer con tanta vida ociosa, y acaso esa posibilidad sea tan angustiosa que preferimos no contemplarla. (Cuando salga en la tele que el fin del mundo se avecina, lo primero que se nos ocurrirá será ir a sacar copias y acomodar todo en una mica azul).
La burocracia, que es fuente de empleo para millones de personas cuyo trabajo no tiene sentido (con sus excepciones, claro, pero es impensable el cálculo necesario para averiguar cuántas de esas personas sí hacen algo útil), es uno de los impedimentos mayores para que ningún ciudadano alcance nada que se proponga cuando se lo propone o cuando debe. Lo que todos sabemos. Pero, más allá de eso, es un engima tan fantástico y de proporciones tan formidables porque su sola razón de ser es ella misma: no hay burócrata que no encuentre justificación en los burócratas que están a su lado, arriba o abajo de él, de tal manera que las causas de toda demora, toda traba y todo incumplimiento son, invariablemente, culpa de alguien más. Toda explicación sobre lo tortuosa, lenta, absurda y cruel que puede llegar a ser la burocracia es tautológica: la burocracia es como es porque la burocracia es así.
Así, no es de extrañar lo que revela la nota publicada ayer por Mural respecto a las calmas imperantes en la Secretaría de Cultura de Jalisco —dependencia calmuda, claro, mientras no se trate de arreglarle la parroquia a algún curita—: «En el primer trimestre del año, la SCJ gastó 61 millones de pesos en gasto corriente, salarios y operación de la dependencia, pero sólo invirtió 1.1 millones para impulsar sus proyectos de fomento al arte y la cultura». Las explicaciones de los funcionarios consultados no dejan lugar a dudas: «Es un procedimiento engorroso...», «Dependemos mucho de los tiempos de los Municipios...», «...es un calvario el lograr los convenios». Claro: la verdad es que la burocracia, sin la burocracia, no sabría qué hacer.


Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 16 de mayo de 2008.




Cancionero

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Hay un restaurante, aquí enfrente, que tiene cantante para amenizar las cenas. «Aquí» es aquí, cruzando la calle (ahora mismo los trinos y el rasgueo del inspirado llegan hasta el balcón de este tercer piso y se cuelan por la ventana, renuentes a limitarse sólo a las mesas del restaurante, y eso va a ser hasta las once y pasadas de la noche), pero esa precisión poco importa; «aquí» puede ser en cualquier rumbo de la ciudad donde toque la mala suerte de que existan una terraza abierta, un puñado de mesas, uno o varios músicos provistos de bocinas poderosas y —el ingrediente principal— la desconsideración de los responsables del sitio, que por «alegrarles» la velada a sus clientes nos la estropean a los vecinos, que no tenemos maldita la gana de escuchar lo que esas bocinas esparcen a todo volumen.
El cantante de aquí actúa los miércoles, los viernes y los sábados sin falla, pero también cuando la ocasión lo exige, por ejemplo las vísperas de los días feriados. También sabe extender su presentación cuando su público (el público real, no el involuntario) lo azuza y lo estimula, como cuando se celebra un cumpleaños, aunque por lo general está unas dos horas y media, con algún descansito. Su repertorio, no hay más que reconocerlo, es amplio. Boleritos, alguna ranchera, cosas de Joan Sebastian, de la Rondalla de Saltillo, o canciones que hicieron célebres gente como Marco Antonio Muñiz, el Coque Muñiz o, desde luego, Víctor Yturbe «El Pirulí». Lo malo es que, invariablemente, dicho repertorio es el mismo, y lo interpreta en el mismo orden. Es una lógica comprensible: supone, el hombre, y con razón, que su audiencia es distinta cada día: ¿por qué tendría que introducir variaciones en su show? Es posible apreciar, con todo, que en esta monotonía hay un cierto margen para la efusión creativa: el cantante es, además, chistosito. De los que, por ejemplo, saben lucirse mezclando en una sola canción las voces de Chente, de Juanga, de Raphael y de Pedro Vargas. De los que, llevaditos y ocurrentes, le cambian la letra a «Las Mañanitas», filtrando algún albur o alguna jotería. Y lo más admirable es que eso parece encantar a los que cenan, porque le aplauden y le festejan las gracias. Tiene su mérito, cómo no.
Dan ganas, claro, de cruzar la calle, hablar con el gerente, pedirle que le bajen al volumen. De ceder a ese impulso, sin embargo, se vería que el cantante (saquito negro, copete, ojos entornados, sonrisota, trenzado en amoroso abrazo con la guitarra) es la viva imagen del embeleso, verdaderamente hechizado por las modulaciones de su voz, por las palabras que viajan en esa voz, moviendo la patita con ritmo y con entusiasmo. Se caería en la cuenta, además, de que está ganándose la vida. No es probable, pero ¿y si lo corren, por ruidoso? Al fin que nomás son tres noches a la semana, un ratito cada noche... Mañana, por lo pronto, día de las madres, se va a lucir. El muy insoportable.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 9 de mayo de 2008.




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Otras posibilidades
(Trazos, de Juan García Ponce. Nueva Imagen, 2001)

«Este libro está hecho con los restos de una vocación», advierte Juan García Ponce. Tales «restos» —en realidad los vestigios inestimables de una curiosidad apasionada— datan del período que abarcó de 1959 a 1973, tiempo durante el cual el autor de Inmaculada o Los placeres de la inocencia fue un privilegiado testigo y partícipe de algunos de los momentos más interesantes de la cultura mexicana; así, hay en estas páginas lo mismo perfiles de escritores, cineastas, pintores, dramaturgos y actores y actrices, que lúcidas reflexiones sobre el mundo que a García Ponce y a sus pares les tocó vivir. «Leyendo estas páginas dispersas [...] yo compruebo mi negación de las normas establecidas por nuestro mundo y nuestra sociedad para la vida, el arte y la cultura y mi búsqueda de otras posibilidades».



Excelentes consecuencias
(Instrucciones a los sirvientes, de Jonathan Swift. Sexto Piso, 2007)

«Si eres un hombre joven y apuesto, cuando le susurres a tu señora en la mesa, pásale la nariz por toda la mejilla, o, si tu aliento es bueno, sóplale en toda la cara; sé que esto ha tenido excelentes consecuencias en algunas familias». Es uno de los numerosos consejos que da Jonathan Swift a quienes tuvieron por destino servir en las casas de los poderosos. De algún modo sirviente él mismo (pues su vida está armada con aspiraciones de progreso social nunca cumplidas), el padre de Gulliver compuso esta cartilla con el genio inigualable que poseía para el sarcasmo, la ironía o el puro y rotundo disparate (los accesos inmejorables, por otro lado, a una implacable crítica de la sociedad, como en el célebre ensayo «Una modesta proposición...»). A la vuelta de tres siglos, seguramente es todavía uno de los libros más divertidos de la literatura inglesa.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 9 de mayo de 2008.




Una defensa de lo indefendible (otra*)

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Sólo con humor negro hay manera de hablar de los beneficios del tabaco. Decir, por ejemplo, que su consumo acaso prevenga la sobrepoblación en el mundo. O algo parecido a esos carteles con calaveritas chacuacas que hay en las tiendas naturistas, y que rezan «¡Fumar adelgaza!». Etcétera. Fuera de esas malas bromas —tan fallidas como las advertencias impresas en las cajetillas de cigarros: yo por qué habría de tener miedo a parir un bebé enclenque: bastante susto tendría con saber que estoy embarazado—, a los fumadores nos resulta imposible alegar en serio ningún influjo salutífero del cigarro en nuestras vidas llenas de humo, pestilencia y tos. Y, sin embargo, nos conducimos como si no fuera así, y preferimos desoír lo que todo el mundo sabe —y nosotros también, desde luego—: que fumar mata. Y seguimos fumando.
Por si esa necedad fuera poca, ostentamos otra, quizás más alarmante: fumamos aun cuando el mundo nos aborrece cada vez más. Nos echan a la calle, nos ven feo, nos increpan con hostilidad, nos acusan de asesinos, nos desprecian, nos suben las primas de seguros, y pronto nos restregarán la Ley en la cara para proscribirnos y erradicarnos definitivamente. Cuando morimos, secretamente nos tildan de imbéciles: nosotros nos lo buscamos. Pero perseveramos en nuestros varios despilfarros: derrochamos antipatía, dinero y vida. Y, a veces, estamos hartos de nosotros mismos (quienes no fuman desconocen la forma, el color y la espesura de lo que somos capaces de escupir por las mañanas), tenemos miedo del diagnóstico horroroso, nos revienta salir a media noche a buscar un Oxxo, maldecimos cuando no funciona el ascensor: ocasiones, en fin, no nos faltan para detestar nuestra dependencia —aunque no deben de parecernos tan graves, pues por lo general conseguimos apaciguarnos con el siguiente cigarrito.
Como Zeno, el personaje de Svevo, de algún modo entendemos que cada cigarro es el último, pero también que en realidad es siempre el primero. Y, como Mark Twain, tenemos claro que dejar de fumar es facilísimo: lo hacemos miles de veces a lo largo de la vida. Somos, por cierto, peores personas cuando nos vemos privados de satisfacer nuestra ansiedad —y en el efecto (dudoso) que el cigarro tiene como tranquilizante estaría su único mérito, de no ser porque nuestro desasosiego proviene también de él.
Dicho todo lo anterior, la defensa de nuestra causa —causa que resulta insensata para los Virtuosos del Aire Puro, y no les falta razón— únicamente puede hacerse en términos morales. El recóndito regocijo que hallamos al soltar bocanadas de veneno, en estos tiempos de histerias y segregación (como si nuestras sociedades necesitaran más razones para la división y el odio), ya tiene que ver, sobre todo, con la preservación de la libertad —aunque tampoco hay que exagerar: fumar sigue siendo muy rico. ¿Que dañamos a quienes nos rodean? Sencillo: que haya lugares para ellos y para nosotros. Pero existe una gran diferencia entre eso, que sería una disposición elemental para la concordia y la civilidad, y el hecho de que el Estado se inmiscuya en nuestra voluntad más privada, así ésta sea la de matarnos como nos parezca preferible.
Además: siempre hay cosas peores que nuestro vicio (un minibús, la afición desmedida a la mayonesa, el mal gobierno, un narco bravo, los ríos en México, el reggaeton...). Además: a lo mejor un día nos da la gana y dejamos de fumar. Además: ¿por qué fastidiarnos con tanta animadversión y tanta saña? Los fumadores somos la única plaga que se extermina a sí misma.

* Otra, pues ya había perorado sobre este tema, aquí y acá, e incluso en una pataleta que hice más acá. Fugazmente pensé, el otro día, que si hubiera una causa digna de ser suscrita por quienes no suscribimos causa alguna, tendría que ser ésta. Pero naaa, tampoco es para tanto.

Publicado en el suplemento Salud, de Mural, el 28 de abril de 2008.





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Tras el mostrador
(La librería de los escritores, de Mijaíl Osorguín, Alexéi Rémizov y Marina Tsvietáieva. Sexto Piso, 2007)

Es la breve historia de un gran amor. Al triunfo de la revolución rusa, un puñado de escritores, artistas e intelectuales decide tomar en sus manos la creación y la atención de una librería que, durante los cuatro años siguientes, latirá como el corazón de la cultura en Moscú. Se endeudan, se agobian, hacen sacrificios, temen. Pero la empresa consigue sostenerse el tiempo suficiente como para dejar una memoria imborrable. «Nosotros sabíamos de libros, mientras que los nuevos dirigentes soviéticos no tenían ni la menor idea al respecto», rec
uerda en su relato el animador de la aventura. Otros que saben de libros, los editores de Sexto Piso, han rescatado esta historia en una hermosa presentación, que se completa con poemas de Mariana Tsvietáieva y reproducciones de cuadros de Alexéi Rémizov, editados en su momento por la Librería de los Escritores.


Breviario de sorpresas

(Breve tratado de la pasión, de Alberto Manguel. Lumen, 2008)

Esta colección de correspondencia —cartas, sobre todo, pero también poemas con destinatarios precisos— tiene, desde luego, el aval de haber sido compuesta por el gran lector que es Alberto Manguel: con buen gusto, con medida y, sobre todo, con la astucia o el tino para haber instalado en ella sorpresas considerables y rarezas que por sí solas valen la incursión. De Voltaire a Borges, de Chateaubriand a Wilde, pasando por Paul Celan, Lucrecia Borgia, Salvador Novo, Lewis Carroll o Napoleón, el aparente azar propiciado en este breviario es causa de que no deba dejarse de echar un vistazo a ninguna de sus páginas. «No es Dante quien se enamora de Beatriz: es un aminoácido de Beatriz, una enzima, un conjunto de proteínas segregado por una de sus sin duda hermosas glándulas, que causa el relámpago apasionado». Lo que viene después, y de lo cual hay estimables muestras aquí, es cuanto queda por escrito.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 2 de mayo de 2008.

Surtido rico

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Unos cuantos días, los de la semana que concluyó abruptamente para que comenzara el puente más largo del año, fueron suficientes para surtir la realidad noticiosa con acontecimientos gracias a los cuales es posible confiar en que la vida está lejos de ser tediosa y predecible. Porque es lo que pasa cuando los mismos temas ocupan reiteradamente los titulares en noticieros y periódicos: los mexicanos estamos tan habituados a aceptar lo inaceptable, a ver pasar lo insólito, a olvidar lo inolvidable, que ya son raras las sorpresas que nos saquen del pasmo y permitan que nuestra capacidad de asombro vuelva a ponerse en forma para, por lo menos, no aburrirnos tan fácilmente como sabemos hacer.
Noticias buenas, malas y otras que sencilla y agradeciblemente funcionan como constataciones de que el mundo anda al revés. Lo primero son las secuelas del numerito protagonizado por el Gobernador bocafloja, campeón del improperio y actual líder (in)moral de la caterva de funcionarios irresponsables que medran en toda la Nación. Buena noticia: solito, en su arrogancia y su incompetencia, González («Emilio» que le diga su mamá) se ha precipitado al basurero donde van a parar los políticos ineptos, que entre otras cosas —trabajar, por ejemplo— tendrían que cuidarse de conservar el respeto y la consideración de la mayor cantidad de ciudadanos que sea posible (no de todos, por supuesto, porque siempre habrá quien nomás no los trague). Ya cobarde ante los reclamos —no apareció, al menos, en dos actos públicos que tenía programados—, y ahora también cínico, pues se dijo «encantado» de que Gobernación y la Auditoría Superior de la Federación investiguen su esplendidez, González nos ha hecho el favor de cancelar su carrera política sin ayuda de nadie, nomás portándose como un cretino. (Aunque quién sabe: tal vez el sexenio que entra lo veamos, al menos, en la Secretaría de Gobernación, o algo así).
Mala noticia: la claudicación del Premio Juan Rulfo en la lucha por seguir llamándose así. Qué se le va a hacer. Quedamos ilusos que creemos en que, de algún modo, tendría que honrarse, en su tierra, el nombre del mayor de nuestros escritores (¿qué pasó, por cierto, con la placa que dedicaba un árbol a la memoria de Rulfo en la Avenida Chapultepec? ¿Alguien se la robó, o alguien la mandó quitar?). Buena noticia la de la aprobación de la Ley para el Fomento del Libro y la Lectura, detenida en su momento por el asnal Vicente Fox. Puede ser un buen principio. Y noticias raras: el Cardenal Sandoval echándose encima a la gente de los dineros (cuántos no recordamos con estremecimiento la parábola del camello y el ojo de la aguja, con la que tanto nos angustiaron en la infancia: así quién va a querer ser rico), Fernando del Paso convertido en una especie de Tío Patota, haciendo de titiritero, o un póster en recuerdo de Octavio Paz, publicado por el Conaculta, con un verso que no es suyo... Lo dicho: ojalá todo el tiempo la realidad noticiosa fuera así de entretenida.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 2 de mayo de 2008.