Hubo un tiempo, remotísimo ya (hasta la semana pasada, pongamos), en que a mí me gustaba ser contreras. Hallaba un misterioso deleite en detectar ocasiones para la refutación, la objeción, la invectiva sarnosa o el berrinche pedestre —y digo «misterioso» porque el sabor de la bilis no es dulce, y a pesar de ello me la pasaba haciendo buches con ella: que si la ópera de Carlos Fuentes, que si la penúltima gansada del Gobernador González («Emilio» que le digan los camioneros), que si la consternación por el Kraeppelin...—: un gusto pernicioso, el de estar en contra de todo, que últimamente ha venido convirtiéndose en algo peor: aunque muchas cosas siguen reventándome (los motociclistas, la fe en la homeopatía, el cine mexicano, los evangelistas de la ecología, etc.), lo triste es que ya voy pensando que el cultivo de la discrepancia es algo parecido al hábito de fumar: a la larga no sólo hace daño, sino que además uno cae gordo y, en última instancia, está básicamente mal.
Apunto esto porque el martes pasado, justo por ser un contreras (la palabreja figura en el Diccionario de la RAE), fui invitado a participar en la presentación de la colección Versus, que publica Tumbona Ediciones: 12 libros de ensayo concebidos en torno al ánimo de la diatriba y la mera gana de renegar. El surtido de temas que cubre dicha colección no tiene desperdicio: van contra la alegría de vivir, contra la originalidad, contra la televisión, contra el amor, contra los poetas (de Witold Gombrowicz, éste: es apasionante), contra las buenas intenciones, contra los no fumadores, contra la homofobia, contra la vida activa, contra el copyright (a ver: esto se me pasó preguntárselo al editor: si Tumbona está contra el copyright, ¿por qué no cuelga sus libros en internet, para que cualquiera los descargue gratis?), contra el trabajo y contra México Lindo. Fui invitado, pues, porque figuro entre los autores que ahí despotrican (lo hago contra la tendencia del mexicano a celebrarse a sí mismo), y compartí la mesa con cuatro perruchos mejores que yo: Antonio Ortuño, Heriberto Yépez, Luis Vicente de Aguinaga y Luigi Amara (el editor).
El caso es que, al bocetar lo que iba a decir esa noche, caí en la cuenta de que tengo ya un buen bonche de suspicacias acerca del atractivo pirotécnico de la pataleta: me temo que, dadas las circunstancias actuales, son tantas las cosas en contra de las cuales hay que estar, que termina imponiéndose el tedio sobre las ganas de pelear; también que el refunfuño y la mueca —el lenguaje de la sorna— terminan por resonar sólo de dientes para adentro, y que la denuncia de lo consabido (insultar a las autoridades, por ejemplo, que siempre tiene su encanto) sólo sirve para agigantar el barullo y hacer preferible el silencio.
Pero no sé: igual los libros de Versus siguen pareciéndome emocionantes, y en una de ésas consiguen que le retome el gusto —amargoso, pero gusto al fin— al rezongo y a la indignación (que motivos jamás van a faltar: eso es seguro).
Apunto esto porque el martes pasado, justo por ser un contreras (la palabreja figura en el Diccionario de la RAE), fui invitado a participar en la presentación de la colección Versus, que publica Tumbona Ediciones: 12 libros de ensayo concebidos en torno al ánimo de la diatriba y la mera gana de renegar. El surtido de temas que cubre dicha colección no tiene desperdicio: van contra la alegría de vivir, contra la originalidad, contra la televisión, contra el amor, contra los poetas (de Witold Gombrowicz, éste: es apasionante), contra las buenas intenciones, contra los no fumadores, contra la homofobia, contra la vida activa, contra el copyright (a ver: esto se me pasó preguntárselo al editor: si Tumbona está contra el copyright, ¿por qué no cuelga sus libros en internet, para que cualquiera los descargue gratis?), contra el trabajo y contra México Lindo. Fui invitado, pues, porque figuro entre los autores que ahí despotrican (lo hago contra la tendencia del mexicano a celebrarse a sí mismo), y compartí la mesa con cuatro perruchos mejores que yo: Antonio Ortuño, Heriberto Yépez, Luis Vicente de Aguinaga y Luigi Amara (el editor).
El caso es que, al bocetar lo que iba a decir esa noche, caí en la cuenta de que tengo ya un buen bonche de suspicacias acerca del atractivo pirotécnico de la pataleta: me temo que, dadas las circunstancias actuales, son tantas las cosas en contra de las cuales hay que estar, que termina imponiéndose el tedio sobre las ganas de pelear; también que el refunfuño y la mueca —el lenguaje de la sorna— terminan por resonar sólo de dientes para adentro, y que la denuncia de lo consabido (insultar a las autoridades, por ejemplo, que siempre tiene su encanto) sólo sirve para agigantar el barullo y hacer preferible el silencio.
Pero no sé: igual los libros de Versus siguen pareciéndome emocionantes, y en una de ésas consiguen que le retome el gusto —amargoso, pero gusto al fin— al rezongo y a la indignación (que motivos jamás van a faltar: eso es seguro).
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 27 de febrero de 2009.
(Postdata: échenle un vistazo al lúcido parecer de Ramón Castillo a partir de la presentación de marras).