En la maraña de argumentaciones, en cualquier sentido, que mueven y
remueven y tergiversan la discusión en una incesante confusión de
legalidad, justicia y ética, lo evidente es que el fondo de la crisis
(si hay que calificarla así) que se cierne sobre la libre circulación de
la cultura que han propiciado los actuales avances tecnológicos es de
índole económica, y que, en ese terreno, la circunstancia presente va
revelando hasta dónde puede llegar la codicia insaciable cuando
encuentra cada vez más difícil cómo satisfacerse —la codicia de los
grandes medios de producción y circulación de los bienes culturales,
convertidos éstos, para azoro de esos medios, en contenidos susceptibles
de recrearse y circular fuera de sus alcances (y sin dejarles más
ganancias). Y no hay que ser más que un mero usuario de internet, y
consumidor de esos bienes, para percibir la magnitud de los absurdos en
que se cifra esa codicia: para corroborar cómo toda noción prevaleciente
de legalidad, justicia y ética tan sencillamente puede quedar en
suspenso cuando uno se entera, por ejemplo, de que un libro cuesta dos
mil pesos en una librería, a la vez que puede descargarse gratuitamente
de la red. O un disco, o una película, o lo que sea: algo debe estar
formidablemente mal para que lo que cuesta tan caro simultáneamente
pueda costar nada. ¿Y la propiedad intelectual y el derecho de autor y
demás conceptos que supuestamente están en juego? A la hora de sacar la
billetera, a ver quién en su sano juicio los admite como justificaciones
para dejarse robar.
Además de la voracidad de lucro, las
legislaciones aviesas que amenazan y las represalias policiacas que ya
están en marcha, promovidas unas y otras por las gigantescas
corporaciones que detentan (y buscan así aferrarse a) la titularidad de
los bienes culturales son promovidas por el peligro que representa la
circulación irrestricta de la información posible gracias a la cultura
digital. O sea: no es nomás un tema de «piratería», de regulación del
mercado, sino también de control, en un sentido mucho más amplio, de las
libertades de acceso al saber —y del ejercicio del criterio que estas
libertades propician, y de la formulación de juicios que las sigue— que
posibilita la conectividad incontenible de la web. Las
restricciones a la circulación de contenidos no sólo pretenden que se
nos siga saqueando, sino también —y sobre todo— que dejemos de
enterarnos de lo que no conviene que nos enteremos.
Pero lo bueno es que no podrá ser: como ha escrito Luigi Amara en un brillante ensayo al respecto,
«por encima o por debajo de los candados de seguridad y de los parches a
las legislaciones internacionales, la red de intercambios, downloads
y archivos compartidos se extenderá y conseguirá lo que quiere».
Seguramente estamos apenas asomándonos a una redefinición radical de la
cultura y del poder, y no podemos perder detalle, porque los usuarios y
consumidores —es decir, los meros ciudadanos— llevamos las de ganar.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 26 de enero de 2012.