Es posible que el relativo apogeo de las redes sociales (relativo porque aún es minoritaria la población que las utiliza) haya de verse como un fenómeno cultural que caracterizará el tiempo que nos ha tocado vivir, así como en su momento ocurrió con el advenimiento de otras tecnologías que facilitaron formas de comunicación antes insospechables. Aunque también es posible, y quizás deseable, que a tal apogeo no tarde en seguirlo un colapso, en razón de que esos espacios aparentemente incontenibles van saturándose con un barullo ensordecedor que, lejos de propiciar la comunicación y el entendimiento recíproco entre los usuarios, orilla al embotamiento y al desencuentro, así como a un conocimiento muy precario y muy superficial de los asuntos que cobran auge y luego se canjean por otros que reclaman urgentemente nuestra atención. En la ilusión de que por ahí pasa toda la información, pero además de que toda nos concierne y, encima, de que cada quien tiene algo que decir al respecto, lo que en realidad hay es una atomización incesante de individualidades incapaces de atenderse entre sí, cancelada prácticamente toda ocasión de reflexionar con detenimiento a causa de la inmediatez que priva cuando se recorre a toda prisa el timeline de Twitter o las actualizaciones de Facebook.
En días pasados ha habido varias oportunidades de corroborarlo. El martes, por ejemplo, cuando se dio a conocer la horrenda noticia del hallazgo de los jóvenes asesinados en La Primavera: la consternación y la indignación, en el sinfín de comentarios que el hecho suscitó en las redes sociales, parecían competir con la profusión de sandeces que incontables usuarios tuvieron a bien soltar, fruto de sus juicios instantáneos, pero también de la ignorancia y la maldad a cuya propagación sirven también estos medios: imbéciles sentenciando que se lo merecían, o justificando que los muchachos se hubieran metido «con quien no debían». Claro: a esto ayudaron también la pésima actuación de las autoridades y sus erráticos modos de informar, que indujeron a identificar a las víctimas como criminales. Pero el hecho es que el griterío justiciero y cruel de quienes escupen su odio y su embrutecimiento al ponerse a dar su opinión del caso dice mucho acerca de la desasosegante imposiblidad de entendimiento que prevalece en esta sociedad y que ahí está mostrándose.
De mucha menor importancia, pero también significativa, fue la confrontación que el director del Sistema Jalisciense de Radio y Televisión sostuvo, la semana pasada, con varios tuiteros, a raíz de que colocó unas calcomanías espantosas en el edificio que ocupa ese organismo. A muchos no nos pareció, y lo dijimos, pero el funcionario reaccionó con una socarronería injustificable y muy poco institucional que luego algunos tomaron por agresividad. ¿Qué necesidad había? Y es que lo primero que brota al meterse en esos tumultos son las ganas de pleito, de escándalo, como se vio, también, cuando la presidente de Argentina se puso a tuitear desaforada para reunir a su pandilla («Rafa», «Pepe», «Ollanta») a fin de resarcir al presidente de Bolivia, varado en un aeropuerto al que no iba.
Así como al ir en coche somos buenos para pitar, manotear y echarle malo a todo mundo —cosa que no hacemos al ir a pie, o no tan fácilmente—, nuestro comportamiento en las redes sociales en buena medida está determinado por la irresponsabilidad derivada de ir tan rápido, sin querer detenernos ni que nada se nos atraviese. Y porque todo se queda pronto atrás.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 4 de julio de 2013.
Imprimir esto
0 comentarios:
Publicar un comentario