Londres

comentarios (0)




En la víspera y durante las primeras jornadas, lo que hay es un entusiasmo difuso, una reserva de alegría que empieza a gastarse conforme el medallero va llenándose de modo más bien previsible, lo que atenúa y termina por disipar el componente de sorpresa que pudo haber en aquel entusiasmo: salvo por la ocurrencia de milagros (que también es de esperarse que no falten), los Juegos Olímpicos ofrecen pocas ocasiones para la verificación de lo auténticamente inaudito —que el Himno Nacional Mexicano, por ejemplo, llegara a sonar en las ceremonias de premiación más de unas cuantas veces, que siempre serán escasísimas—, y por ello los recuentos históricos siempre repasan las mismas hazañas, respecto a las cuales se antojan sólo como meras variantes las que hayan de suceder en cada nueva edición. Las expectativas con que se pudo ver el desfile de las delegaciones en la inauguración van trocándose por constataciones de lo consabido: los gringos arrasan, las clavadistas chinas tienen que ser robots de afinadísima precisión, los tenistas o los basquetbolistas profesionales cosecharán triunfos tan fáciles e insípidos como los que suelen obtener en los torneos millonarios, algún turco o un búlgaro logrará lo imposible en la halterofilia, y lo más parecido al heroísmo lo pondrá un cubano sobre el ring, lo más cercano al arte alguna gimanasta rumana (aunque más bien será gringa o china) y Usain Bolt o Michael Phelps podrán quizás perder, pero serán épicos en la derrota.
    Visto que no se podrá —como nunca se puede— albergar más ilusiones que las de presenciar el cumplimiento de lo fácilmente vaticinable, ya transcurridos los primeros días lo aconsejable es disponerse al solo placer de la contemplación, al margen de cualquier sentido de competencia. En un entrañable ensayo autobiográfico recogido en el libro Paños menores, el poeta Gerardo Deniz recuerda cómo, de niño, pudo disfrutar de un juego con pelota (quizás era una especie de frontón a mano) hasta que se percató de que su compañero era en realidad su contrincante, que llevaba la cuenta de los tantos, cosa que le pareció incomprensible. Las centellas que salen de un partido de tenis de mesa, la coreografía extraterrestre de uno de voleibol, el hipnótico vuelo que describe una saltadora con garrocha, la tensión de cada fibra de cada músculo en las zancadas de quien va en la carrera de obstáculos, las formas que adopta la bandada con ruedas que circunda el velódromo... ¿no es suficiente maravilla, más allá de medallas, récords y estadísticas? Estos días son inmejorables para acompañarlos de un estupendo libro que precisa qué clase de felicidades puede deparar el deporte en los terrenos de la pura contemplación y el puro asombro: Elogio de la belleza atlética, de Hans Ulrich Gumbrecht (Katz Editores, Buenos Aires, 2006). Leyéndolo, se entiende que todo lo demás es muy probable que sea sólo superstición, cursilería, demagogia y mercadotecnia. En Londres habrá que procurarse la belleza.


Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 26 de julio de 2012.

Tiraderos

comentarios (0)

Se explicará por un principio de conducta compulsiva o como un hábito que no me he propuesto nunca examinar detenidamente, quizás para moderarlo: no puedo pasar delante de un tiradero de libros sin detenerme a echar siquiera un vistazo (tiradero: la exhibición que un comerciante hace de su mercancía directamente sobre la banqueta, o en una plaza o un camellón). Por curiosear así, tengo claro que, sobre todo en tiempos ya remotos —cuando empezaba a cobrar forma lo que yo llamo mi biblioteca, pero que más bien es un tilichero ingente que ignoro según qué orden ha proliferado—, he dado con algunos hallazgos decisivos para mi historia de lector, como el libro Una violeta de más, de Francisco Tario (en su primera edición, lo que da al hallazgo un extra de naturaleza más bien fetichista), y quizás por la esperanza de que el milagro acontezca cada vez es que siempre meto el freno de mano y veo qué hay. Lo triste de los milagros es que escaseen, sin embargo, y que obstinarse en procurarlos sea una vía segura de inhibir su ocurrencia.
    Decía Borges que a menudo se enfrentaba a la alegría de encontrar a la venta un libro anhelado y, simultáneamente, a la decepción de recordar que ya lo tenía. Aunque a veces me ha salvado de esa decepción la desmemoria (y por eso he llegado a reunir hasta tres ejemplares del mismo título, lo cual es pura tontera, y sólo cabe resarcirse regalando los ejemplares repetidos, cosa que siempre se me olvida hacer), conforme pasan los años he advertido que los tiraderos se me presentan, más que como yacimientos de maravillas, como ocasiones para la verificación de ciertos misterios. No sé, por ejemplo, cómo es que pude hacerme en ellos de la Divina comedia traducida por Ángel Crespo (los tres tomos, en magníficas condiciones y muy baratos), o de varios títulos de Ibargüengoitia o de Elizondo, de Beckett, de Pound, de Böll, entre otros muchos autores que así entraron en mis libreros y con los que jamás he vuelto a toparme en la calle y a la pasada. Pero lo que sí hay —lo que siempre hay— es una especie de libros que por lo visto así han de seguir circulando por toda la eternidad (la serie Chris, nacida inocente, de portadas ilustradas con fotos de Linda Blair y sin firma, o los libros de José Ingenieros, Salvador Borrego, Leon Uris, Pearl. S. Buck y demás, amén de las ediciones gubernamentales o universitarias que misteriosamente han escapado de las bodegas perpetuas para las que fueron hechas, o de colecciones de «joyas» u «obras maestras» de la literatura universal que tuvieron tirajes insensatos): ¿será que son libros que incesantemente se compran entre sí sólo los dueños de los tiraderos, para ponerlos a su vez a la venta?
    Hace años, un amigo se puso a rematar sus libros: hizo un tiradero en su casa, y allá fuimos, como aves de rapiña —aunque con tantita culpa: sentíamos que lo saqueábamos y que estaba cometiendo una necedad. Ahora no me parece tan mala idea.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 19 de julio de 2012.

Inaceptable

comentarios (0)




La noticia es triste, qué duda cabe, trátese de quien sea: que una persona vaya apagándose al disolverse su inteligencia en las brumas de la confusión y del olvido. Por mucho que pueda ser comprensible si ocurre a una edad avanzada, siempre parecerá —y será— una injusticia y una crueldad. Es lo que está pasándole, según más de un testimonio fidedigno, al novelista Gabriel García Márquez, quien estaría así saliendo de esta vida por esa puerta ominosa, indeseable para el fin de la vida de cualquiera… pero aparentemente más indeseable, se pensaría (quién sabe si con razón), para alguien cuya mente ha dado frutos que tantos han gozado y aprovechado para sus propias comprensiones del mundo a través de la literatura: por eso la noticia tiene un carácter de alarmante, porque implica que de esa mente no cabrá esperar ya nada más (es decir: ningún otro fruto como los que ha sido capaz de dar).
    La celebridad del Nobel colombiano, seguramente uno de los escritores sobre quienes más incesantemente se han proyectado los reflectores de esa forma vicaria de la gloria que es la fama —y que alimentan la publicidad y la voracidad de los medios—, es causa evidente de que la incumbencia del hecho rebase el ámbito de lo privado y se convierta en materia noticiosa: como una indiscreción que de inmediato fue recogida por la prensa, que le dio necesariamente la resonancia espectacular que exigía, la revelación de la condición de García Márquez que hizo su amigo Plinio Apuleyo Mendoza (sospechas, en realidad, que éste declaró a un periódico chileno) fue seguida por las confirmaciones de uno de sus hermanos (recogidas por un periódico español), y poco después por el testimonio brindado por Alfredo Bryce Echenique a una radiodifusora peruana («Fui testigo de la demencia senil de Gabriel. Era muy triste, se había ido por días y volvía por días»). Tácitamente admitidas como razón de que el novelista lleve ya un buen tiempo alejado de actos públicos —las últimas veces que ha estado en la FIL de Guadalajara, por ejemplo, se ha limitado a dejarse llevar y traer y a saludar y a no abrir jamás la boca—, estas malas nuevas fueron, luego, desmentidas por Jaime Abello, el director de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano que García Márquez ha tutelado desde que la creó. Se diría que con rabia, Abello pretendió zanjar el asunto con un tuit impaciente (reproducido de inmediato en diarios colombianos, mexicanos, venezolanos, etcétera): «Por favor no más comunicaciones de solidaridad: Gabo NO está demente; simplemente anciano y olvidadizo, todavía lo puedo disfrutar como amigo». (También repelaron un par de periodistas que aseguran haber convivido recientemente con el escritor y haberlo hallado perfectamente lúcido).
    Bueno, ¿y si si está senil? ¿Por qué tendría que ser inaceptable? En cualquier caso, ¿por qué un asunto tan triste no queda del todo restingido al círculo familiar, por qué ha de ser pasto para nuestra indecente atención?


Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 12 de julio de 2012.

Premios

comentarios (1)

El lanzamiento de dos grandes premios literarios que concederá el Estado mexicano a partir de este año puede ser visto como el gesto grandilocuente con que la actual administración ha decidido dejar su impronta en el terreno de la cultura, luego de los olvidables fastos y sinsentidos con que se pretendió conmemorar el bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución, incluida la estúpida Estela de Luz (aunque ésta, por desgracia, no será olvidable en absoluto: ahí seguirá erguida como el inmejorable monumento a la desvergüenza). Lo manda la tradición, parece: que no se puedan largar sin hacer una última gran daga —como Fox con su bibliotecota absurda e inservible. El Premio Sergio Pitol a la Trayectoria Destacada en Traducción Literaria, pero sobre todo el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria, organizados ambos por el Conaculta y dotados con cuantiosos cheques, pertenecen a esa categoría de actos de gobierno en que se privilegia el relumbrón por encima de la atención a las necesidades reales, y que se presentan disfrazados de interés público por sus presuntos móviles: el homenaje que se pretende rendir a los autores cuyos nombres toman, el reconocimiento a quienes los ganen, la afirmación de la importancia que México demostrará conferirle a la creación artística, esa materia con la que no se sabe nunca bien qué hacer como no sea derrochar el erario.
            Algo quiere decir que ni Sergio Pitol estuviera sobre aviso de la institución de un premio en su nombre (100 mil dolaritos por entregarse durante la celebración de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara: otro limón pa’l caldo): ha sido una ocurrencia, y quien la tuvo incurrió en la majadería de ni siquiera consultar al «homenajeado», quien se mostró perplejo y suspicaz al enterarse (ver la nota que ayer publicó Mural). El otro, el Premio Carlos Fuentes, que sí fue presentado con el aval de la viuda y cacareado con críptica cursilería por la titular del Conaculta como «un reconocimiento al hombre que hizo más grande el tiempo mexicano» (también dijo que ya lo habían pensado hacía tiempo, pero que, como el señor se murió, pues le dieron prisa), es acaso más injustificable por su monto descabellado, 250 mil dólares (casi tres y medio millones de pesos), con el que desbanca a todos los otros galardones que existen en español, incluidos el Cervantes y el Premio FIL —que automáticamente han quedado convertidos en premios de consolación para segundones.
            Viéndolo bien, el Premio Fuentes se parecerá mucho al autor en cuya memoria se instaura, y así flaco favor le hace: mucha ostentación de las apariencias, grandes intereses en juego (por ejemplo los del mercado editorial), asentamiento de los grandes malentendidos de la cultura mexicana y la supuesta gloria que en realidad es mera publicidad. Y lo entregará un país en que no se lee —ni parece que a nadie le importe.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 5 de julio de 2012.