Angustia

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Mañana revienta todo. O entre mañana y el domingo, según los cálculos más escrupulosos. Se acaba el mundo, y con él se extinguirá, por fin: la gente que no sabe poner comas, los programas matutinos de la televisión abierta, el aguacate, las motocicletas retumbantes, Hacienda, aquella maldita maestra de segundo de primaria que nos jalaba las patillas (si es que aún resuella), los que gorrean cigarros, los partidos políticos y cada uno de sus militantes, el cine de González Iñárritu, las prisas y los plazos perentorios y todo combustible de la neurosis, los viene-viene, Facebook, el redondeo, la musiquita de «Zeta-Zeta-Zeta Gas», la llamada «narcoliteratura», los mariachis graciositos, el noticiero del llamado «Teacher» y el perro histérico de los vecinos (y los vecinos). Visto así, es un alivio.
Tanto tiempo lleva anticipándose este fin del mundo que ya aburre, además de que sus explicaciones son tan intrincadas que desalientan al más entusiasta... aunque no: bien sé que sobran quienes lo encuentran perfectamente comprensible y verosímil, y que están alistándose con esmero para el cataclismo cósmico: la fascinante cultura de los preppers, por ejemplo, que por todo el planeta toman previsiones según la paradójica certeza de que el mundo podrá acabarse, pero ellos sobrevivirán: almacenan víveres, construyen refugios subterráneos, se adiestran en técnicas de autosuficiencia agrícola o pecuaria, hacen simulacros en familia para ponerse a toda velocidad las máscaras antigás o para escapar de la radiación, han hallado cómo volver agua potable su orina y tienen un rifle automático sobre el regazo, esperando a los intrusos que llegarán.
Sin embargo, por tedioso que resulte el cuento, yo no dejo de sorprenderme en suspenso cada que sale el tema, ni consigo apagar de inmediato con un manotazo de raciocinio —o de cinismo, tan útil ante la necedad como la serenidad científica— la brasita inextinguible de la pregunta: «¿Y si sí se acaba?». Y es que no es el primer apocalipsis que me toca vivir. Habrá sido a finales de los años setenta cuando cundió también la noticia, si bien, a diferencia de la versión actual (esta excéntrica interpretación de las ocurrencias de los mayas), más bien como una variante de la escatología cristiana: posiblemente se trataba de una admonición desprendida del «mensaje de Fátima» que circuló ampliamente, supongo que consentida o incluso alentada por la primaria católica en que estudiaba: Diosito ya iba a terminar con todo porque no teníamos remedio, caería un diluvio de fuego, la luna estaría empapada en sangre, vendría el Juicio Final, nos aguardaba el infierno llameante y eterno si no alcanzábamos a enmendarnos en el poco tiempo que nos quedaba. No recuerdo si había, como ahora, una fecha precisa, pero sí que era inminente, y a mis seis o siete años me angustiaba horriblemente. Las que tuve por consiguiente debieron ser las peores pesadillas de mi vida. Y ahora, sí, mucha risa con el fin del mundo y mucho cotorreo, pero ¿estamos cuidando que los niños lo entiendan así? Porque podrá haber alguno que, a solas con su imaginación, esté muy seriamente aterrado. No creo que esté de más averiguar, con los que anden en nuestras inmediaciones, cómo están tomándoselo, y explicarles. Yo estaría muy agradecido si alguien lo hubiera hecho conmigo y me hubiera ahorrado aquel miedo —que habrá podido apaciguarse cuando vi que el Sol seguía saliendo, pero que, como todo miedo, se había instilado injustamente en mi comprensión infantil, quién sabe con qué consecuencias.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 20 de diciembre de 2012.



Al margen

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Supongo que, si sé quién era Jenni Rivera, es porque era inevitable: al caer por descuido en algún programa de televisión donde apareciera o la mencionaran, al pasar por alguna página de periódico que informara sobre ella y desplegara su foto. Sé también —o creo que sé— que su género era la «banda», noción que me excede, pues sería incapaz de precisarla si se me pidiera declarar en qué consiste: nomás sé que existe, que hay músicos que hacen eso y que hay gente que la oye (por ejemplo los homínidos que tripulan camionetas grotescas cuyo desplazamiento, siempre intimidante, por las calles de la ciudad lleva el acompañamiento característico de esos sonsonetes armados básicamente con tubas que bufan, platillos que estallan, alaridos de clarinetes y la vocecita gangosa, tipluda y no siempre afinada de alguien que imagino dando brincos o meneándose mientras lanza besos a las damitas). No ignoro que era llamada —y seguirá siéndolo: la posteridad es cuestión de motes— «diva», o «la diva» (o, más bien, «La Diva», y seguramente, más bien, «La Diva de la Banda»), ni tampoco que en últimas fechas su popularidad había tenido un empujón considerable gracias a su participación como «coach» (hasta eso sé) en el concurso de talentos La Voz México (creo que el título lleva puntos suspensivos). Famosísima, es natural que su muerte trágica haya tenido tal resonancia noticiosa, e imagino que deben ser multitudes los fans afilgidos por su pérdida.
No obstante todo lo anterior, reparo en que no podría reconocer ninguna canción suya. En la tele, estos días, me ha tocado ver fragmentos de actuaciones en que interpreta algunas piezas que reconozco (versiones, creo, de Pandora o de Vicky Carr, capaz que hasta de Marisela: no sé bien), pero nada más. ¿Cuáles serán sus grandes éxitos? ¿Qué habrá hecho singular su estilo, cuál habrá sido su mérito artístico más notable? ¿Se podría compararla con alguien? Independientemente de que no tendría más que aplicarme a hacer una investigación al respecto para remediar esta ignorancia, el hecho es que la tengo y que, dada la celebridad de la cantante, he llegado a suponer que es una ignorancia injustificable (sólo lo he supuesto: en realidad no lo creo). Y más: que confesarla es un atajo a la pedantería. Se vio en las redes sociales el día del avionazo: si alguien se atrevía a anunciar que desconocía a Jenni Rivera o se preguntaba por qué tanta consternación —o peor, si hacía algún chiste—, de inmediato era tenido por cínico o farsante. (Me acuerdo de una entrevista en que le preguntaron a José Luis Cuevas qué opinaba de Hugo Sánchez: respondió que no sabía quién era Hugo Sánchez, y a mí me cayó gordísimo). También me tocó leer insensateces como «¡Si así como lamentan la muerte de Jenni Rivera hubieran defendido su voto en las pasadas elecciones...!».
Lo tenemos más que sabido: cuando una estrella muere inesperadamente, y más si está en su apogeo, se la glorifica en automático. Pero ¿qué significará quedarse sin boleto para asistir a esa glorificación? Quizás esta cantante, como tantos otros exitosos del momento, haya sido fabricación del monstruoso aparato mediático y mercadotécnico que modela los gustos de los mexicanos, y quizás, por desconocerla, uno —por pedante que suene— pueda considerarse a salvo de esa homogeneización de la sensibilidad. Pero no deja de tener algo de alarmante descubrirse así, al margen, en la ignorancia de lo que, por lo visto, todo el mundo sabe.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 13 de diciembre de 2012.

Lafayette

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Puede que en la decisión de nombrar al Corredor Cultural Lafayette, que tendrá lugar este fin de semana, haya habido un componente de nostalgia por un tiempo ya lejano e irrecuperable para Guadalajara: concretamente, el tiempo en que la Avenida Chapultepec se llamaba así, Lafayette, pero también el que prosiguió mientras hubo tapatíos que siguieron refiriéndose a ella de ese modo (quizás hasta que una generación completa fue incapaz de saber a qué podría aludir aquel eslogan publicitario: «Donde termina Lafayette ¡y empieza su economía!»). En una entrevista publicada por un diario local hace más de un año con el impulsor de la iniciativa, Iván Cordero, se lee que tuvo la idea de denominar así la zona, para manejar dicha denominación en su libro Manual de uso Lafayette, «porque así se conocía el lugar tradicionalmente»: el perímetro que comprende las colonias Reforma, Americana, Francesa, Moderna y West End, además de algunos barrios entre ellas —o bien lo que los tapatíos de antaño llamaban «las Colonias» (¿y si uno se acuerda de eso califica como tal, aunque también pueda tenerse por un tapatío de hogaño?): de ahí aquello de «Oblatos-Colonias», que era una ruta de camión emblemática —sí, los tapatíos les decimos «camiones» a los autobuses—, como lo refrenda Juan José Doñán en el estupendo libro sobre Guadalajara que precisamente tituló así.

​El mapa que describe el territorio en que tendrá lugar el Corredor Cultural Lafayette abarca desde López Mateos hasta Federalismo y desde Washington-Santa Eduwiges-Agustín Yáñez hasta Avenida México-Juan Manuel. En él están marcados algunos de los puntos de interés arquitectónico más relevantes, y también —es lo que más me gustó— contiene una guía de árboles: las primaveras de La Paz, claro, entre Enrique Díaz de León (¿cuántos le seguimos diciendo Tolsa, así, sin acento?) y Chapultepec, pero también, el tabachín de Moscú entre Libertad y López Cotilla, o los pirules de Vallarta y Francisco Javier Gamboa (en el mapa dice «Luis Pérez Verdía», pero ahí todavía no se llama así... además: ya que estamos nostálgicos, sigue siendo Tepic, ¿no?). Aunque habría que hacerle algunos retoques y precisiones, el mapa es un documento apreciable, y creo que también lo es el afán de promover entre los habitantes de la ciudad la vivencia y el disfrute de esa zona, empezando por aprovechar las actividades que habrá.

​Ojalá resulte bien, porque es iniciativa ciudadana y no parece que vaya a ser como esas otras presuntas «recuperaciones del espacio público», emprendidas o alentadas o solapadas por las autoridades en turno, que consisten básicamente en cerrar Chapultepec, convertirla en cantina ruidosísima para padecimiento de los vecinos y hacer pachanga sin más. Guadalajara ya no puede regresar a lo que fue en otro tiempo, pero sí puede ser una ciudad distinta de ésta en la que prevalece el desastre, prosperan la ruina y el estropicio y se vuelve más difícil cada día hallarla vivible. Quizás se pueda comenzar por aquí.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 6 de diciembre de 2012.

 

Philip K. Dick: el arte de la paranoia

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Es historia sabida: luego de ganar la guerra en 1947, los nazis y los japoneses se dividieron el mundo. De lo que fue Estados Unidos, la costa oeste quedó para los segundos; la este para el Reich alemán, y al centro una franja de indefinición dejada a su suerte. En Europa prosperó, como estaba previsto, el proceso supremacista puesto en marcha por Hitler y los científicos del exterminio, y las poblaciones eslavas fueron arrinconadas en el corazón de Asia; ya que Ucrania funcionó óptimamente como el granero del mundo, lo siguiente fue desecar el Mediterráneo y convertirlo en campos de labranza, gracias al uso agrícola de la energía atómica, que también sirvió para propulsar la conquista del espacio: alcanzada la Luna, a mediados de los años cincuenta, lo lógico fue que una nave alemana se posara en la superficie de Marte con el fin de colonizar. Una reedición de la “solución final” se puso en marcha en África y consiguió sus objetivos en menos de quince años. El emperador japonés nunca renunció a su divinidad, el primer Führer pasó a retiro poco antes de convalecer en un sanatorio y morir tranquilamente —si bien aquejado por una imprecisa senilidad derivada de una sífilis—, y aunque sus sucesores demostraron ser tan incompetentes como mezquinos (especialmente Goebbels y Goering, disputándose el poder a ladridos tras la muerte del Reichskanzler Bormann), ya después de 1960 nada había que amenazara el nuevo orden, ni siquiera las tensiones crecientes (la “guerra fría”) entre Alemania y Japón...

Publicado en el nuevo número de Magis: por acá, por favor.

Con gripa

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Foto: ©FIL Guadalajara/Pedro Andrés

 

La FIL con gripa: el infierno. Este sábado, ya con los penúltimos restos de energía, alcanzo a percibir una tensión en el ambiente de la feria que sin duda tiene relación con lo que pasa afuera, en el nuevo revolcón de consecuencias impredecibles que la historia le asesta al país. El año pasado, al hacer el ridículo en esta feria cuando fue interrogado acerca de los libros que lo habrían «marcado», Enrique Peña Nieto dio la prueba incontestable (por si hubiera hecho falta) de que es un pasmoso ignorante, pero además un hombre soberbio que se hundía más conforme luchaba por salir del fango en que lo metió su ignorancia; también dejó claro que es un político inepto para la improvisación a la hora de comunicar, y para la preservación de su propia imagen, que se estropea apenas ocurre algo imprevisto (como cuando le piden que diga qué lee). Lo que yo me pregunto es si será también vengativo: si aquello le ocurrió aquí, en la FIL, ¿puede esperarse que su administración llegue a interesarse por alguno de los asuntos que conciernen —al menos en teoría— al espíritu de la feria? Libros, lectores, cultura, educación, etcétera. O cómo los responsables de la FIL tienen previsto que ésta se entienda con los funcionarios en turno, que se sobreponga a las previsibles adversidades, que los temas a los que se aboca —al menos en teoría, otra vez—, como la promoción de la lectura, la facilitación del negocio editorial, la apertura de posibilidades para la prosperidad del ramo a nivel nacional e iberoamericano, etcétera, no se vean obstaculizados por la negligencia, la dejadez o la inquina de quienes vienen llegando.

La FIL con gripa: las actividades en el programa de este domingo danzan ante mis ojos empañados y no consigo anticipar a qué llegaré a meterme. Creo que más bien será cosa de tomárselo con calma y terminar de ver libros. En la venta nocturna del viernes, salvo algunos expositores que se animaron a rebajar (tantito) lo que traen, hallé pocas ofertas, y me di cuenta de que es cuando algunos (como el Fondo de Cultura Económica, nada menos) aprovechan para deshacerse de montañas de saldos que rematan a diez o veinte pesos. Así que hoy, como en realidad he hecho todos los días, me resignaré a seguir pagando libros carísimos.

La FIL con gripa: la presencia de Chile ha ido desvaneciéndose sensiblemente, y salvo el espectáculo de cierre, con la nieta de Violeta Parra, sólo quedan algunos despistados. Creo, con todo, que lo hicieron bien. No imagino cómo irá a ser la presencia de Israel en 2013: ¿será tan rara la FIL para ellos como, me temo, ellos son para nosotros? ¿Y cómo remontar esa dificultad? Y lo que sí me da muchísima curiosidad es saber qué pasará con el Premio FIL: ¿ya se murió y no nos han dicho? O, si lo dan, ¿quién va a tener cara para aceptarlo?

La FIL con gripa: me tomo una pastilla, me sueno indecorosamente (perdón), saco fuerzas para el último día y deseo de todo corazón que el año entrante ya estemos mejorcito.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL de Mural, el domingo 2 de diciembre de 2012.

 

Previendo

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Foto: ©FIL Guadalajara/Natalia Fregoso

En mi afán de saber más sobre la nueva literatura chilena (quiero decir: más allá de los autores célebres, por las razones que sea, o de los ineludibles como Neruda, Parra, Rojas, Mistral o Huidobro), me metí la noche del jueves a una mesa en la que cinco escritores disertarían sobre «Los caminos divergentes de la narrativa joven» de aquel país. Malamente para mí, que iba más bien desprevenido, sólo hacia el final comenzaron a hablar de sus proyectos personales, que era lo que me interesaba —en particular los de María José Viera Gallo y de Claudia Apablaza, dos autoras que ya he tenido oportunidad de leer—; y es que la primera media hora se fue en abordar los problemas que tienen que encarar y que, aun cuando se parecen mucho a los de los nuevos escritores mexicanos, en realidad les conciernen sobre todo a ellos, y poco a sus lectores —o a quienes quisiéramos convertirnos en tales. A lo que voy es: ¿de qué manera podría ponerse en antecedentes, al público de la FIL, para que resulte más provechoso escuchar a los escritores que vienen de otros lados (en especial del país invitado)? Creo que es algo que la feria, y la delegación visitante en turno, podrían proponerse como una mejora sustancial: si ya sabemos que el año entrante tendremos aquí a los israelíes, ¿cuándo y cómo se podría facilitarnos conocerlos? Poniendo a circular sus títulos, por ejemplo.

Entre los recuerdos que ya va dejándome esta edición de la feria ya cuenta en los primeros lugares la presencia de Gabriel Orozco en el lanzamiento del libro que recoge su trabajo de tres décadas (editado por Conaculta). Inteligente, cordial, generoso, Orozco es sobre todo un artista que tiene las cosas muy claras y así consigue ponerlas al alcance de su público. Lástima que nunca falten los luciditos que buscan robarle minutos cuando es el turno de las preguntas de la audiencia y agarran el micrófono para soltar sus netas. Recomendación para estos casos: ¡pasen papelitos! Así la gente anota sus preguntas o comentarios, el moderador escoge los que valgan la pena, al final les da lectura, el ponente responde y todos nos ahorramos disgustos.

Escribo estas líneas en la inminencia de la venta nocturna, así que hasta mañana reportaré aquí qué tal me fue A ver si aguanto, porque ya veo los tumultos que se arraciman a la espera de hallar descuentos. Por lo pronto, este sábado ya empieza a relajarse el programa, aunque eso no garantiza que la Expo vaya a verse aliviada de las multitudes que la agobian: ¡es el día de Yordi Rosado! Estará en el Salón Enrique González Martínez, del área internacional, a las 17:00: lo anoto para saber a dónde no hay que acercarse ni por ocurrencia. ¡Ah, y un anuncio! A las 12:30 estaré con Luigi Amara presentando su libro La escuela del aburrimiento, en el salón Mariano Azuela. Amara es uno de los ensayistas mexicanos más estimables que hay, y este libro es una muestra formidable.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL de Mural, el sábado 1 de diciembre de 2012.