Si por lo general es perentoria la atención que prestamos a los hechos que dan forma a la actualidad noticiosa, esa realidad suplementaria y poderosamente engañosa, tales hechos se disuelven más rápidamente y se olvidan cuando entran en la centrifugadora vertiginosa y ensordecedora de las redes sociales, ese espacio donde aparentemente es tan fácil enterarse de todo al instante como endiabladamente difícil es disponer de la calma y la serenidad para formarse juicios, pues antes de intentarlo ya habrá sucedido algo más que nos requerirá de inmediato. El revuelo de la semana lo surtió la alcaldesa de Monterrey, con el desfiguro que ya todos sabemos y que rápidamente fue combustible para la crítica y la sorna (y alguno que otro refunfuño y torzón de tripas en serio, por cuenta de quien no está al tanto de que la conducta de los políticos siempre es, por principio, grotesca y proclive al disparate).
De acuerdo: la señora es una ridícula y una cursi y una ignorante. Pero ello no quiere decir necesariamente que sea una política tonta, pues con su acto seguramente calculó que se granjearía el aprecio y el reconocimiento de los simpatizantes de Jesucristo —que en México jamás han escaseado. Como pudo verse enseguida, no fue la primera en manifestar sus fervores «entregando» su jurisdicción a la divinidad, y como podemos recordar los jaliscienses, que padecimos a uno de los gobernantes más públicamente devotos que se recuerden (y no nomás se conformaba con actos simbólicos: tan beato era que entregaba millones de pesos salidos de nuestros bolsillos), estos alardes de fe ya no deberían extrañarnos: desde que López Portillo trajo al Papa para que lo viera su mamá, y se percató de lo feliz que hacía así a sus gobernados (y no nomás a su mamacita), ya debió quedarnos claro con qué soltura los políticos de cualquier signo se desentienden, en su provecho, de la borrosa entelequia del Estado laico. Sin embargo, pareció que todos soltábamos la risa al unísono al ver cómo Monterrey cambiaba de dueño. Pareció: yo pienso que, en realidad, esta «entrega» recaudó el aplauso conmovido de la mayoría de los mexicanos que supieron de ella (por la tele, principalmente), una mayoría que está lejos de las redes sociales y de la prensa escrita, y sobre la cual, quienes si nos asomamos a éstas, no tenemos la menor idea. Y creo también que la mayoría absoluta de los mexicanos ni se enteró del asunto (ni por la tele), y que, de enterarse, lo aprobaría sin problemas. ¿De qué nos reímos? (También creo lo que dice el danzón, no vaya a malinterpretárseme: si Juárez no hubiera muerto la patria se salvaría).
Tal vez pueda ser una lección desprendible del pío arrebato de la alcaldesa regia: estos hechos, falsamente noticiosos, nos tienen más entretenidos de lo que deberían. Y, como concitan tan naturalmente nuestra burla, nos inducen a confiar en que lo que está mal nos parece mal a todos. No es así; además, pronto se nos olvidan.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 13 de juniio de 2013.
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