Al Gobernador González («Emilio» que le digan los amigotes con que sabe verse en restaurantes para brindar y comer, y con los que le conviene dejarse ver, como si estuvieran todos —y muy probablemente lo estén— felices de la vida) le encanta el Gobernador González. Está fascinado con él. Le gusta mucho, por ejemplo, oír su propia voz —así suene despaciosa, algo tipluda, con vocales muy abiertas y generalmente aplicada a la lectura de deficientes redacciones, aunque también alguna vez ha servido para exabruptos soeces o para chistosadas o salidas que quieren ser ingeniosas—, y entiende, desde luego, que entre sus gobernados no habrá uno solo incapaz de disfrutarla cuando la escuche en la radio, entonando loas a la propia labor del propio González. Cree, también, que los mensajes que viajan en su voz son no sólo dignos de atención, sino además verosímiles —quién sabe si creerá que son verdaderos— e incontrovertibles, y que así tendrán que parecernos a quienes los escuchamos: ha de imaginarse que un jalisciense, al oírlo contar las excelencias supuestamente alcanzadas en su primer año en funciones, inevitablemente asiente y se dice: «Cuánta razón tiene el Gobernador, qué trabajador y simpático es: ¡qué bueno que lo tenemos!».
También, cómo no, le fascina verse. En la tele, en las fotos de los periódicos, en donde quiera que se pueda colgar cualquier foto suya, que bien se esmera en adoptar constantemente las poses mejores para cada ocasión: cuando no levanta una ceja para parecer firme —el mentón alzado, la mirada displicente—, se muestra concentrado en algún papelito que tenga enfrente, pero básicamente lo suyo es poner una sonrisota de gato perezoso y plácido, como sintiendo de veras que el viento sopla siempre a su favor y que no tiene razón para no lucir imperturbable. Y tanto confía en su carisma, en su atractivo —o tanto se lo han hecho pensar quienes, a su paso, lo aplauden y lo festejan: uno entendería que lo chuleen sus tías, su esposa, pero el caso es que el poder es sexy y hasta personajes como éste están siempre rodeados de una corte de aduladores que les celebran las gracias y, por si hiciera falta, están ahí para subirles la autoestima—, tan bien se cae a sí mismo, que nada lo entusiasma tanto como disfrazarse. De policía, de discapacitado, de niño (¿no se trepó una vez a los carritos chocones, y ahí iba, a la risa y risa?); la última fue que se fingió albañil, con todo y camiseta de las Chivas (a ver, hermanos chivas del mundo: ¿qué vamos a hacer, cómo reaccionamos?, porque esto ya es carrilla), y se puso a echar paletadas de mezcla —qué miedo vivir en la casa donde tocó que al «maistro» González se le antojara pegar ladrillos. Ya una vez, también, se había disfrazado de Presidente Municipal, pero luego se aburrió. Y hoy toca que salga vestido de Gobernador, a dar su primer «informe». Pase lo que pase y diga lo que diga, va a terminar el día completamente satisfecho, encantado de ser tan encantador.
También, cómo no, le fascina verse. En la tele, en las fotos de los periódicos, en donde quiera que se pueda colgar cualquier foto suya, que bien se esmera en adoptar constantemente las poses mejores para cada ocasión: cuando no levanta una ceja para parecer firme —el mentón alzado, la mirada displicente—, se muestra concentrado en algún papelito que tenga enfrente, pero básicamente lo suyo es poner una sonrisota de gato perezoso y plácido, como sintiendo de veras que el viento sopla siempre a su favor y que no tiene razón para no lucir imperturbable. Y tanto confía en su carisma, en su atractivo —o tanto se lo han hecho pensar quienes, a su paso, lo aplauden y lo festejan: uno entendería que lo chuleen sus tías, su esposa, pero el caso es que el poder es sexy y hasta personajes como éste están siempre rodeados de una corte de aduladores que les celebran las gracias y, por si hiciera falta, están ahí para subirles la autoestima—, tan bien se cae a sí mismo, que nada lo entusiasma tanto como disfrazarse. De policía, de discapacitado, de niño (¿no se trepó una vez a los carritos chocones, y ahí iba, a la risa y risa?); la última fue que se fingió albañil, con todo y camiseta de las Chivas (a ver, hermanos chivas del mundo: ¿qué vamos a hacer, cómo reaccionamos?, porque esto ya es carrilla), y se puso a echar paletadas de mezcla —qué miedo vivir en la casa donde tocó que al «maistro» González se le antojara pegar ladrillos. Ya una vez, también, se había disfrazado de Presidente Municipal, pero luego se aburrió. Y hoy toca que salga vestido de Gobernador, a dar su primer «informe». Pase lo que pase y diga lo que diga, va a terminar el día completamente satisfecho, encantado de ser tan encantador.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 1 de febrero de 2008