El mago argentino Hans Chans, descorazonador protagonista de una de las incontables novelas de César Aira, era capaz de hacer lo que ningún ilusionista puede: magia. «Podía anular a voluntad las leyes del mundo físico», nos entera el narrador, «y hacer que objetos, animales o personas, él mismo incluido, aparecieran o desaparecieran, se desplazaran, transformaran, multiplicaran, flotaran en el aire, en una palabra, que hicieran lo que él quisiera». Lo triste de su historia es que, aunque anhelaba ser reconocido como el mejor mago del mundo —si bien, en sentido estricto, era el único—, su gigantesca timidez le dificultaba angustiosamente abrirse paso rumbo al éxito definitivo. Con Beto el Boticario ocurría todo lo contrario: negado para hacer medianamente bien los trucos más elementales del oficio (podía, sí, desaparecer una paloma, pero sólo pegándole un balazo), tenía en la desfachatez su gracia suprema, y qué importaba entonces que los naipes se le revolvieran, que se viera el alambrito con que sostenía la supuesta esfera voladora o que el pañuelo se atorara al momento de desplegarlo: a cambio de magia o de simulaciones de magia, el encanto de este artista radicaba en su impertinencia y, desde luego, en la asombrosa confianza con que fundaba sus actuaciones en la reiteración de frases y chistes que resultaban más eficaces en la medida en que sabíamos, los espectadores, que no podían faltar.
Figura de indiscutible relevancia en la educación sentimental de los mexicanos que alcanzamos a ver una televisión malhecha, pero no odiosa, Beto el Boticario (¡qué nombre insuperable, además!) perteneció a la especie, ya casi extinta, de comediantes cuya entrañable naturalidad se debía a que lo suyo era, sencillamente, llevar al medio —la tele, el cine, y yéndonos más lejos, a la carpa— los inofensivos despropósitos sustanciales de la idiosincrasia nacional. Podían ser transas, conchudos, disparatados o picarones, pero no crueles, procaces ni perversos. Quién sabe: si hay que echarlos de menos quizás sea porque ya no hay, casi, modo de reírse de lo que somos. (Y a mí se me hace que, en la tele, la cosa empezó a podrirse cuando Jorge Ortiz de Pinedo encarnó la figura del cretino que habría de seguir reproduciéndose hasta Adal Ramones y Chaparro y demás). En la hora «chingüengüenchona», cuando Gina Montes meneaba el ombligo, el «Magazo» no tenía más que salir bailando, estropearle la canción a César Costa, decir dos o tres sandeces y fracasar —una vez más— en la ejecución de su truco para que confiáramos en que el mundo iba más o menos bien. (A propósito de Gina Montes: yo, como muchos, estaba convencido de que la había matado el Negro Durazo —su amante— inyectándole las piernotas con aceite de cocina, pero no hace mucho se supo la desabrida verdad: está viva y, parece, es feliz).
Los magos espectaculares e increíbles que hacen trucos indescifrables son, a la larga, aburridísimos. Beto el Boticario, indemne siempre en el desfiguro, jamás lo fue.
Figura de indiscutible relevancia en la educación sentimental de los mexicanos que alcanzamos a ver una televisión malhecha, pero no odiosa, Beto el Boticario (¡qué nombre insuperable, además!) perteneció a la especie, ya casi extinta, de comediantes cuya entrañable naturalidad se debía a que lo suyo era, sencillamente, llevar al medio —la tele, el cine, y yéndonos más lejos, a la carpa— los inofensivos despropósitos sustanciales de la idiosincrasia nacional. Podían ser transas, conchudos, disparatados o picarones, pero no crueles, procaces ni perversos. Quién sabe: si hay que echarlos de menos quizás sea porque ya no hay, casi, modo de reírse de lo que somos. (Y a mí se me hace que, en la tele, la cosa empezó a podrirse cuando Jorge Ortiz de Pinedo encarnó la figura del cretino que habría de seguir reproduciéndose hasta Adal Ramones y Chaparro y demás). En la hora «chingüengüenchona», cuando Gina Montes meneaba el ombligo, el «Magazo» no tenía más que salir bailando, estropearle la canción a César Costa, decir dos o tres sandeces y fracasar —una vez más— en la ejecución de su truco para que confiáramos en que el mundo iba más o menos bien. (A propósito de Gina Montes: yo, como muchos, estaba convencido de que la había matado el Negro Durazo —su amante— inyectándole las piernotas con aceite de cocina, pero no hace mucho se supo la desabrida verdad: está viva y, parece, es feliz).
Los magos espectaculares e increíbles que hacen trucos indescifrables son, a la larga, aburridísimos. Beto el Boticario, indemne siempre en el desfiguro, jamás lo fue.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 30 de julio de 2009.