Angustia

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Mañana revienta todo. O entre mañana y el domingo, según los cálculos más escrupulosos. Se acaba el mundo, y con él se extinguirá, por fin: la gente que no sabe poner comas, los programas matutinos de la televisión abierta, el aguacate, las motocicletas retumbantes, Hacienda, aquella maldita maestra de segundo de primaria que nos jalaba las patillas (si es que aún resuella), los que gorrean cigarros, los partidos políticos y cada uno de sus militantes, el cine de González Iñárritu, las prisas y los plazos perentorios y todo combustible de la neurosis, los viene-viene, Facebook, el redondeo, la musiquita de «Zeta-Zeta-Zeta Gas», la llamada «narcoliteratura», los mariachis graciositos, el noticiero del llamado «Teacher» y el perro histérico de los vecinos (y los vecinos). Visto así, es un alivio.
Tanto tiempo lleva anticipándose este fin del mundo que ya aburre, además de que sus explicaciones son tan intrincadas que desalientan al más entusiasta... aunque no: bien sé que sobran quienes lo encuentran perfectamente comprensible y verosímil, y que están alistándose con esmero para el cataclismo cósmico: la fascinante cultura de los preppers, por ejemplo, que por todo el planeta toman previsiones según la paradójica certeza de que el mundo podrá acabarse, pero ellos sobrevivirán: almacenan víveres, construyen refugios subterráneos, se adiestran en técnicas de autosuficiencia agrícola o pecuaria, hacen simulacros en familia para ponerse a toda velocidad las máscaras antigás o para escapar de la radiación, han hallado cómo volver agua potable su orina y tienen un rifle automático sobre el regazo, esperando a los intrusos que llegarán.
Sin embargo, por tedioso que resulte el cuento, yo no dejo de sorprenderme en suspenso cada que sale el tema, ni consigo apagar de inmediato con un manotazo de raciocinio —o de cinismo, tan útil ante la necedad como la serenidad científica— la brasita inextinguible de la pregunta: «¿Y si sí se acaba?». Y es que no es el primer apocalipsis que me toca vivir. Habrá sido a finales de los años setenta cuando cundió también la noticia, si bien, a diferencia de la versión actual (esta excéntrica interpretación de las ocurrencias de los mayas), más bien como una variante de la escatología cristiana: posiblemente se trataba de una admonición desprendida del «mensaje de Fátima» que circuló ampliamente, supongo que consentida o incluso alentada por la primaria católica en que estudiaba: Diosito ya iba a terminar con todo porque no teníamos remedio, caería un diluvio de fuego, la luna estaría empapada en sangre, vendría el Juicio Final, nos aguardaba el infierno llameante y eterno si no alcanzábamos a enmendarnos en el poco tiempo que nos quedaba. No recuerdo si había, como ahora, una fecha precisa, pero sí que era inminente, y a mis seis o siete años me angustiaba horriblemente. Las que tuve por consiguiente debieron ser las peores pesadillas de mi vida. Y ahora, sí, mucha risa con el fin del mundo y mucho cotorreo, pero ¿estamos cuidando que los niños lo entiendan así? Porque podrá haber alguno que, a solas con su imaginación, esté muy seriamente aterrado. No creo que esté de más averiguar, con los que anden en nuestras inmediaciones, cómo están tomándoselo, y explicarles. Yo estaría muy agradecido si alguien lo hubiera hecho conmigo y me hubiera ahorrado aquel miedo —que habrá podido apaciguarse cuando vi que el Sol seguía saliendo, pero que, como todo miedo, se había instilado injustamente en mi comprensión infantil, quién sabe con qué consecuencias.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 20 de diciembre de 2012.



Al margen

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Supongo que, si sé quién era Jenni Rivera, es porque era inevitable: al caer por descuido en algún programa de televisión donde apareciera o la mencionaran, al pasar por alguna página de periódico que informara sobre ella y desplegara su foto. Sé también —o creo que sé— que su género era la «banda», noción que me excede, pues sería incapaz de precisarla si se me pidiera declarar en qué consiste: nomás sé que existe, que hay músicos que hacen eso y que hay gente que la oye (por ejemplo los homínidos que tripulan camionetas grotescas cuyo desplazamiento, siempre intimidante, por las calles de la ciudad lleva el acompañamiento característico de esos sonsonetes armados básicamente con tubas que bufan, platillos que estallan, alaridos de clarinetes y la vocecita gangosa, tipluda y no siempre afinada de alguien que imagino dando brincos o meneándose mientras lanza besos a las damitas). No ignoro que era llamada —y seguirá siéndolo: la posteridad es cuestión de motes— «diva», o «la diva» (o, más bien, «La Diva», y seguramente, más bien, «La Diva de la Banda»), ni tampoco que en últimas fechas su popularidad había tenido un empujón considerable gracias a su participación como «coach» (hasta eso sé) en el concurso de talentos La Voz México (creo que el título lleva puntos suspensivos). Famosísima, es natural que su muerte trágica haya tenido tal resonancia noticiosa, e imagino que deben ser multitudes los fans afilgidos por su pérdida.
No obstante todo lo anterior, reparo en que no podría reconocer ninguna canción suya. En la tele, estos días, me ha tocado ver fragmentos de actuaciones en que interpreta algunas piezas que reconozco (versiones, creo, de Pandora o de Vicky Carr, capaz que hasta de Marisela: no sé bien), pero nada más. ¿Cuáles serán sus grandes éxitos? ¿Qué habrá hecho singular su estilo, cuál habrá sido su mérito artístico más notable? ¿Se podría compararla con alguien? Independientemente de que no tendría más que aplicarme a hacer una investigación al respecto para remediar esta ignorancia, el hecho es que la tengo y que, dada la celebridad de la cantante, he llegado a suponer que es una ignorancia injustificable (sólo lo he supuesto: en realidad no lo creo). Y más: que confesarla es un atajo a la pedantería. Se vio en las redes sociales el día del avionazo: si alguien se atrevía a anunciar que desconocía a Jenni Rivera o se preguntaba por qué tanta consternación —o peor, si hacía algún chiste—, de inmediato era tenido por cínico o farsante. (Me acuerdo de una entrevista en que le preguntaron a José Luis Cuevas qué opinaba de Hugo Sánchez: respondió que no sabía quién era Hugo Sánchez, y a mí me cayó gordísimo). También me tocó leer insensateces como «¡Si así como lamentan la muerte de Jenni Rivera hubieran defendido su voto en las pasadas elecciones...!».
Lo tenemos más que sabido: cuando una estrella muere inesperadamente, y más si está en su apogeo, se la glorifica en automático. Pero ¿qué significará quedarse sin boleto para asistir a esa glorificación? Quizás esta cantante, como tantos otros exitosos del momento, haya sido fabricación del monstruoso aparato mediático y mercadotécnico que modela los gustos de los mexicanos, y quizás, por desconocerla, uno —por pedante que suene— pueda considerarse a salvo de esa homogeneización de la sensibilidad. Pero no deja de tener algo de alarmante descubrirse así, al margen, en la ignorancia de lo que, por lo visto, todo el mundo sabe.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 13 de diciembre de 2012.

Lafayette

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Puede que en la decisión de nombrar al Corredor Cultural Lafayette, que tendrá lugar este fin de semana, haya habido un componente de nostalgia por un tiempo ya lejano e irrecuperable para Guadalajara: concretamente, el tiempo en que la Avenida Chapultepec se llamaba así, Lafayette, pero también el que prosiguió mientras hubo tapatíos que siguieron refiriéndose a ella de ese modo (quizás hasta que una generación completa fue incapaz de saber a qué podría aludir aquel eslogan publicitario: «Donde termina Lafayette ¡y empieza su economía!»). En una entrevista publicada por un diario local hace más de un año con el impulsor de la iniciativa, Iván Cordero, se lee que tuvo la idea de denominar así la zona, para manejar dicha denominación en su libro Manual de uso Lafayette, «porque así se conocía el lugar tradicionalmente»: el perímetro que comprende las colonias Reforma, Americana, Francesa, Moderna y West End, además de algunos barrios entre ellas —o bien lo que los tapatíos de antaño llamaban «las Colonias» (¿y si uno se acuerda de eso califica como tal, aunque también pueda tenerse por un tapatío de hogaño?): de ahí aquello de «Oblatos-Colonias», que era una ruta de camión emblemática —sí, los tapatíos les decimos «camiones» a los autobuses—, como lo refrenda Juan José Doñán en el estupendo libro sobre Guadalajara que precisamente tituló así.

​El mapa que describe el territorio en que tendrá lugar el Corredor Cultural Lafayette abarca desde López Mateos hasta Federalismo y desde Washington-Santa Eduwiges-Agustín Yáñez hasta Avenida México-Juan Manuel. En él están marcados algunos de los puntos de interés arquitectónico más relevantes, y también —es lo que más me gustó— contiene una guía de árboles: las primaveras de La Paz, claro, entre Enrique Díaz de León (¿cuántos le seguimos diciendo Tolsa, así, sin acento?) y Chapultepec, pero también, el tabachín de Moscú entre Libertad y López Cotilla, o los pirules de Vallarta y Francisco Javier Gamboa (en el mapa dice «Luis Pérez Verdía», pero ahí todavía no se llama así... además: ya que estamos nostálgicos, sigue siendo Tepic, ¿no?). Aunque habría que hacerle algunos retoques y precisiones, el mapa es un documento apreciable, y creo que también lo es el afán de promover entre los habitantes de la ciudad la vivencia y el disfrute de esa zona, empezando por aprovechar las actividades que habrá.

​Ojalá resulte bien, porque es iniciativa ciudadana y no parece que vaya a ser como esas otras presuntas «recuperaciones del espacio público», emprendidas o alentadas o solapadas por las autoridades en turno, que consisten básicamente en cerrar Chapultepec, convertirla en cantina ruidosísima para padecimiento de los vecinos y hacer pachanga sin más. Guadalajara ya no puede regresar a lo que fue en otro tiempo, pero sí puede ser una ciudad distinta de ésta en la que prevalece el desastre, prosperan la ruina y el estropicio y se vuelve más difícil cada día hallarla vivible. Quizás se pueda comenzar por aquí.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 6 de diciembre de 2012.

 

Philip K. Dick: el arte de la paranoia

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Es historia sabida: luego de ganar la guerra en 1947, los nazis y los japoneses se dividieron el mundo. De lo que fue Estados Unidos, la costa oeste quedó para los segundos; la este para el Reich alemán, y al centro una franja de indefinición dejada a su suerte. En Europa prosperó, como estaba previsto, el proceso supremacista puesto en marcha por Hitler y los científicos del exterminio, y las poblaciones eslavas fueron arrinconadas en el corazón de Asia; ya que Ucrania funcionó óptimamente como el granero del mundo, lo siguiente fue desecar el Mediterráneo y convertirlo en campos de labranza, gracias al uso agrícola de la energía atómica, que también sirvió para propulsar la conquista del espacio: alcanzada la Luna, a mediados de los años cincuenta, lo lógico fue que una nave alemana se posara en la superficie de Marte con el fin de colonizar. Una reedición de la “solución final” se puso en marcha en África y consiguió sus objetivos en menos de quince años. El emperador japonés nunca renunció a su divinidad, el primer Führer pasó a retiro poco antes de convalecer en un sanatorio y morir tranquilamente —si bien aquejado por una imprecisa senilidad derivada de una sífilis—, y aunque sus sucesores demostraron ser tan incompetentes como mezquinos (especialmente Goebbels y Goering, disputándose el poder a ladridos tras la muerte del Reichskanzler Bormann), ya después de 1960 nada había que amenazara el nuevo orden, ni siquiera las tensiones crecientes (la “guerra fría”) entre Alemania y Japón...

Publicado en el nuevo número de Magis: por acá, por favor.

Con gripa

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Foto: ©FIL Guadalajara/Pedro Andrés

 

La FIL con gripa: el infierno. Este sábado, ya con los penúltimos restos de energía, alcanzo a percibir una tensión en el ambiente de la feria que sin duda tiene relación con lo que pasa afuera, en el nuevo revolcón de consecuencias impredecibles que la historia le asesta al país. El año pasado, al hacer el ridículo en esta feria cuando fue interrogado acerca de los libros que lo habrían «marcado», Enrique Peña Nieto dio la prueba incontestable (por si hubiera hecho falta) de que es un pasmoso ignorante, pero además un hombre soberbio que se hundía más conforme luchaba por salir del fango en que lo metió su ignorancia; también dejó claro que es un político inepto para la improvisación a la hora de comunicar, y para la preservación de su propia imagen, que se estropea apenas ocurre algo imprevisto (como cuando le piden que diga qué lee). Lo que yo me pregunto es si será también vengativo: si aquello le ocurrió aquí, en la FIL, ¿puede esperarse que su administración llegue a interesarse por alguno de los asuntos que conciernen —al menos en teoría— al espíritu de la feria? Libros, lectores, cultura, educación, etcétera. O cómo los responsables de la FIL tienen previsto que ésta se entienda con los funcionarios en turno, que se sobreponga a las previsibles adversidades, que los temas a los que se aboca —al menos en teoría, otra vez—, como la promoción de la lectura, la facilitación del negocio editorial, la apertura de posibilidades para la prosperidad del ramo a nivel nacional e iberoamericano, etcétera, no se vean obstaculizados por la negligencia, la dejadez o la inquina de quienes vienen llegando.

La FIL con gripa: las actividades en el programa de este domingo danzan ante mis ojos empañados y no consigo anticipar a qué llegaré a meterme. Creo que más bien será cosa de tomárselo con calma y terminar de ver libros. En la venta nocturna del viernes, salvo algunos expositores que se animaron a rebajar (tantito) lo que traen, hallé pocas ofertas, y me di cuenta de que es cuando algunos (como el Fondo de Cultura Económica, nada menos) aprovechan para deshacerse de montañas de saldos que rematan a diez o veinte pesos. Así que hoy, como en realidad he hecho todos los días, me resignaré a seguir pagando libros carísimos.

La FIL con gripa: la presencia de Chile ha ido desvaneciéndose sensiblemente, y salvo el espectáculo de cierre, con la nieta de Violeta Parra, sólo quedan algunos despistados. Creo, con todo, que lo hicieron bien. No imagino cómo irá a ser la presencia de Israel en 2013: ¿será tan rara la FIL para ellos como, me temo, ellos son para nosotros? ¿Y cómo remontar esa dificultad? Y lo que sí me da muchísima curiosidad es saber qué pasará con el Premio FIL: ¿ya se murió y no nos han dicho? O, si lo dan, ¿quién va a tener cara para aceptarlo?

La FIL con gripa: me tomo una pastilla, me sueno indecorosamente (perdón), saco fuerzas para el último día y deseo de todo corazón que el año entrante ya estemos mejorcito.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL de Mural, el domingo 2 de diciembre de 2012.

 

Previendo

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Foto: ©FIL Guadalajara/Natalia Fregoso

En mi afán de saber más sobre la nueva literatura chilena (quiero decir: más allá de los autores célebres, por las razones que sea, o de los ineludibles como Neruda, Parra, Rojas, Mistral o Huidobro), me metí la noche del jueves a una mesa en la que cinco escritores disertarían sobre «Los caminos divergentes de la narrativa joven» de aquel país. Malamente para mí, que iba más bien desprevenido, sólo hacia el final comenzaron a hablar de sus proyectos personales, que era lo que me interesaba —en particular los de María José Viera Gallo y de Claudia Apablaza, dos autoras que ya he tenido oportunidad de leer—; y es que la primera media hora se fue en abordar los problemas que tienen que encarar y que, aun cuando se parecen mucho a los de los nuevos escritores mexicanos, en realidad les conciernen sobre todo a ellos, y poco a sus lectores —o a quienes quisiéramos convertirnos en tales. A lo que voy es: ¿de qué manera podría ponerse en antecedentes, al público de la FIL, para que resulte más provechoso escuchar a los escritores que vienen de otros lados (en especial del país invitado)? Creo que es algo que la feria, y la delegación visitante en turno, podrían proponerse como una mejora sustancial: si ya sabemos que el año entrante tendremos aquí a los israelíes, ¿cuándo y cómo se podría facilitarnos conocerlos? Poniendo a circular sus títulos, por ejemplo.

Entre los recuerdos que ya va dejándome esta edición de la feria ya cuenta en los primeros lugares la presencia de Gabriel Orozco en el lanzamiento del libro que recoge su trabajo de tres décadas (editado por Conaculta). Inteligente, cordial, generoso, Orozco es sobre todo un artista que tiene las cosas muy claras y así consigue ponerlas al alcance de su público. Lástima que nunca falten los luciditos que buscan robarle minutos cuando es el turno de las preguntas de la audiencia y agarran el micrófono para soltar sus netas. Recomendación para estos casos: ¡pasen papelitos! Así la gente anota sus preguntas o comentarios, el moderador escoge los que valgan la pena, al final les da lectura, el ponente responde y todos nos ahorramos disgustos.

Escribo estas líneas en la inminencia de la venta nocturna, así que hasta mañana reportaré aquí qué tal me fue A ver si aguanto, porque ya veo los tumultos que se arraciman a la espera de hallar descuentos. Por lo pronto, este sábado ya empieza a relajarse el programa, aunque eso no garantiza que la Expo vaya a verse aliviada de las multitudes que la agobian: ¡es el día de Yordi Rosado! Estará en el Salón Enrique González Martínez, del área internacional, a las 17:00: lo anoto para saber a dónde no hay que acercarse ni por ocurrencia. ¡Ah, y un anuncio! A las 12:30 estaré con Luigi Amara presentando su libro La escuela del aburrimiento, en el salón Mariano Azuela. Amara es uno de los ensayistas mexicanos más estimables que hay, y este libro es una muestra formidable.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL de Mural, el sábado 1 de diciembre de 2012.

 

 

¿Somos?

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Al pensar en el lema que la FIL adoptó desde el año pasado, «Somos lectores», se me ocurren varias preguntas: ¿quiénes? Ya en varias presentaciones he oído que los participantes se admiran de que la feria esté atestada de gente, y que encuentran en esa impresión un desmentido de las estadísticas que promulgan cómo México es un país donde se lee poquísimo. Puede que en Expo Guadalajara se encuentren, en un momento dado, la mayoría de los lectores que hay en la ciudad, pero sigue tratándose de una porción muy reducida de la población: ¿cuántos lectores somos? Otra pregunta es: ¿de qué? Según lo que puedo constatar al observar la conducta de la gente en los stands, de libros famosos (porque sus autores lo son o por la publicidad que se les da), de libros «obligados» (aquellos que la gente se siente impelida a comprar porque cree que hay que leerlos, como los de autoayuda, por ejemplo, o los de autores de los que todo mundo habla siempre), de libros baratos (de lo que sea: el chiste es que rinda el presupuesto). Pero aquí hay que distinguir entre compradores de libros y lectores: podrá cuantificarse el volumen de ventas de cada edición de la feria, pero de ahí a investigar cuántos consumidores son realmente lectores hay un misterio (y las encuestas siempre son engañosas: la gente tiende a responder que sí lee porque negarlo está mal visto y debe evitarse).

Con todo, creo que es preferible que los libros estén al alcance de sus posibles lectores, como sucede aquí. En lo que respecta a los jóvenes, si entre las hordas que vienen hay al menos un puñado que encuentren un título decisivo, algo se habrá ganado. El miércoles fui a la presentación de Los ojos de Lía, de Yuri Herrera, publicado por Sexto Piso: es un libro para niños/adolescentes que me pareció particularmente interesante por su cometido, pues pretende ofrecer una respuesta ante el horror imperante en este país violento y violentado: ¿cómo lo ven y lo padecen los más jóvenes, cómo podrían mantenerse a salvo? No es tema menor, y Herrera lo ha encarado con una historia bellamente contada que ofrece una plausible esperanza. El autor es uno de los que más admirablemente se han ocupado de este presente enloquecido en dos magníficas novelas, Trabajos del reino y Señales que precederán al fin del mundo, y es de celebrarse que ahora haya escrito esto para quienes empiezan a leer.

Este viernes es la venta nocturna, y habrá que aprovechar lo que se pueda, si es que de verdad habrá descuentos atractivos (veo con espanto que no he comprado ningún libro de menos de 250 pesos). El programa me traerá corriendo de un lado a otro, con varios autores que quiero oír: el poeta chileno Raúl Zurita, la narradora mexicana Ana García Bergua, que presenta nueva novela, el israelí Etgar Keret (para ir anticipando lo que podrá esperarse cuando su país sea el invitado en año que entra), además del Encuentro Internacional de Periodistas, que se ha puesto bueno. Será día de gentío: hay que hacerse a la idea.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL de Mural, el viernes 30 de noviembre de 2012.

 

En el centro

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El centro de Guadalajara tiene tanto tiempo como una zona de desastre que cualquier nueva ocurrencia que las autoridades en turno anuncien para «rescatarlo» ha de ser vista con escepticismo: apenas esas autoridades se larguen y lleguen otras, con nuevas ocurrencias, se verá que habrá sido básicamente demagogia (es decir: patrañas), o bien, a lo sumo, que fue la oportunidad que tuvieron para medrar en nombre de supuestas buenas intenciones. Y es que no se remedian fácilmente males antiguos, como haber dejado que ese espacio se convirtiera en una maraña de tránsitos de un lado a otro de la zona metropolitana, atravesada por incontables rutas de transporte colectivo (esa gran desgracia de la ciudad), o como haber permitido que prosperara la desolación de barrios que antaño eran vivibles para que los ocuparan predominantemente el comercio, el desmadre o el puro vacío y la ruina, o como haberse desentendido de la prosperidad de la delincuencia en esa desolación, y de la expansión del llamado «comercio informal», por no contar el deterioro de la infraestructura, la incuria prevaleciente en la mayor parte del patrimonio arquitectónico, la corrupción que lo permite todo y la desidia y la indolencia de los habitantes que han ido quedando ahí, así como de los que no tuvimos más remedio que salirnos.

Desde que mis papás llegaron a Guadalajara, en los años cuarenta del siglo pasado, hicieron su vida en el centro: la Capilla de Jesús y el Santuario, al principio, y más tarde el rumbo de la Nueve Esquinas, donde a mí me tocó crecer. Terminamos por erradicarnos a mediados de los noventa, orillados —y francamente intimidados— por la decadencia de la zona: la calle en que vivíamos (Galeana, entre Miguel Blanco y Libertad) había ido afantasmándose porque los vecinos se nos adelantaron o se murieron, y mientras el frenesí de las mañanas era cada vez más insoportable (el maldito tráfico, el ruido, la mugre), por las tardes y las noches daba miedo andar por ahí. Con todo, yo recuerdo que antes de llegar a esos extremos el centro era incluso disfrutable, incluso donde había más ajetreo, por ejemplo en las inmediaciones del Mercado Corona o del Alcalde. Puede que mi memoria esté inevitablemente modelada por la ingenuidad propia de la infancia y de la primera juventud, además de que no tenía con qué comparar, si siempre había vivido ahí. Pero al volver, ahora, y ver ese territorio depravado e intolerable, me parece que el que conocí y habité sí era radicalmente distinto.

Y es que, además de las catástrofes que se han sucedido (por ejemplo las explosiones del 22 de abril de 1992, cuya influencia nefasta afectó no sólo a las calles que reventaron, sino al primer cuadro por completo, sobre todo en un sentido digamos anímico), el centro también ha padecido las consecuencias de políticas urbanas erráticas que han asegurado su presente caótico: aquella iniciativa de las «cien manzanas», por ejemplo, o el más reciente remozamiento de aceras y fachadas que sólo quedó en arreglo cosmético y perentorio. Y qué decir de la masacre que fue la edificación de la malhadada Plaza Tapatía, o la más fresca devastación de la zona del Parque Morelos para la malograda Villa Panamericana. Ahora anuncia la flamante administración municipal, que no es buena ni para limpiar las fuentes del Parque de la Revolución, que va a revitalizar la zona con planes grandiosos a partir del desarrollo de tres polos: el Agua Azul, La Normal y la «Alameda» (nadie le dice así). Bien, pues ya veremos en tres años, si antes no se les ocurre otra cosa.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 29 de noviembre de 2012.

 

Insensatos

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Los de Sexto Piso.

Foto: ©FIL Guadalajara/Marte Merlos

Un camarada, estupendo escritor mexicano —no doy su nombre porque me la tiene cantada cada que amago con citarlo—, me dijo uno de estos días en que repasábamos nuestras vivencias de la FIL en la inhóspita terraza para fumadores de Expo Guadalajara (las mesas siempre escasean, la comida es cara y mala, el lugar es un cochinero, pero a nadie parece molestarle nada de esto): «Cada uno de mis libros lo he publicado gracias a que mis editores están locos». Esto significa que en su caso, como seguramente pasa con muchos autores que no encajan dentro de las expectativas de éxito inmediato que suelen tener las editoriales, quienes lo han editado lo han hecho apostando al factor aparentemente insensato de la calidad por encima de cualquier otro: un editor recibe un original, lo lee, se deja entusiasmar porque cree que tiene entre manos algo que vale la pena, invierte en la producción y en ponerlo a circular y ya está. Si obtiene alguna ganancia, habrá sido un golpe de suerte.

Si la oferta editorial no está por completo infestada de porquerías es gracias a estos editores que se permiten tales márgenes de insensatez. Pero también hay casos en que privilegiar la calidad es una forma de lucidez sostenida, que a la larga da frutos. Es lo que corroboré en la mesa que tuvo lugar el martes por la noche para celebrar los diez años de Sexto Piso, seguramente una de las empresas más estimables en el panorama nacional y cuya historia es ejemplar en varios sentidos: por cuanto está afirmada en la atención al lector necesitado (siempre existiremos) de materiales que no necesariamente entren dentro de las dinámicas comerciales de los grandes sellos, y al tanto de que hay un mercado para los libros buenos y bien editados, esta editorial ha prosperado, y seguramente seguirá haciéndolo, sin preocuparse de las nociones agoreras que pueden desalentar a quienes temen constantemente las crisis o la transformación del libro (de sus soportes y sus vías de circulación); como dijo Eduardo Rabasa, uno de sus fundadores, habría que pensar más bien en quiénes y por qué razones buscan imponer las profecías y las amenazas, pues lectores sigue y seguirá habiendo, lo mismo que títulos de calidad que es imperativo seguir publicando.

No sé qué tan buena será la nueva novela de Juan Villoro, Arrecife, pero qué bien la presentaron él y Rafael Pérez Gay. Es lo suyo, ser encantadores, y está bien. Con todo y que Villoro es el hombre orquesta de la literatura mexicana, y candidato al papel del escritor más visible de la misma, con lo que eso implica en una cultura donde se confiere autoridad no sólo literaria a los escritores conspicuos y omnipresentes, lo que más importa de él está en sus libros, así que hay que continuar leyéndolos. Hoy, por lo demás, el programa vuelve a estar atestado de presentaciones, y se me antoja en primer lugar ir a oír a Francisco Hinojosa, que hablará de sus lecturas en el Salón 4 a las 19:00 horas. ¿Y eso de Jaime López, que ya cambió a Aleks Sintek (o como se escriba) por Diego Luna? Lo siento: yo paso.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL de Mural, el jueves 29 de noviembre de 2012.

 

Trámites

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Foto: ©FIL Guadalajara/Paola Villanueva Bidault

Un amigo me preguntaba ayer cuándo fue la última vez que disfruté de una presentación en la FIL. Seguramente me halló con un semblante de fastidio, pero debo decir que más bien esa expresión habrá sido efecto del cansancio, tras horas de ir de allá para acá, viendo y comprando libros, encontrando a medio mundo, rascando el programa para entrar a lo que más valga la pena. Lo cierto es que me la he pasado bien, y que si realmente fuera una tortura sencillamente no vendría. En cuanto a esa pregunta, respondí inmediatamente que fue la vez que hubo una conversación vía satélite con Ray Bradbury, en 2009: emocionante, iluminadora, feliz. De entonces para acá, creo que he tenido poca suerte al elegir a qué presentaciones me meto, aunque también sospecho que en las actividades de esta índole (lanzamientos editoriales, conferencias, mesas redondas o pláticas en las que intervienen los escritores) prevalece un exceso de buenas maneras y de corrección que inhibe la ocurrencia de lo inusitado: lejos de ser ocasiones para el debate, la crítica, la ruptura de lo establecido, las participaciones de los autores invitados a la feria tienden a ser rituales (o peor: trámites) en los que no ocurre más que lo consabido.

Algo así corroboré con las conversaciones de Jorge Edwards, por un lado, y de Goran Petrovic más adelante. El chileno, desde luego, es un memorioso excepcional, que sabe poner al alcance de su público las anécdotas sabrosas de su experiencia, pero, al constar éstas en sus libros, pues es mejor leerlo y ya. Me alegré, con todo, de escucharlo. Con Petrovic, sin embargo, me dio la impresión de que al venir por tercera vez a la FIL ya estaba un poco harto, y no sólo fue mal entrevistado, sino que además pareció renuente a ofrecer algo más a la altura de sus magníficos libros. En cambio, también entré, la tarde del lunes, a la recordación que se hizo de Daniel Sada, uno de los escritores mexicanos más importantes de los últimos tiempos, muerto el año pasado: creo que estuvo muy bien, y que no podía transcurrir esta edición de la feria sin abrir ese espacio a su memoria.

Este miércoles tengo previsto ir a la entrega del Premio Sor Juana Inés de la Cruz a la chilena Lina Meruane; ya leí fragmentos de la novela con que ganó, Sangre en el ojo, y es muy impresionante. A las 19:30 en el auditorio Juan Rulfo. Y me da mucha curiosidad ver lo que trae Pedro Lemebel, que anuncian como un «performance» titulado «Susurrucucú paloma». Además de ser un autor estimable por irreverente y audaz, Lemebel es un tipo divertidísimo: es célebre su crónica de la otra vez que estuvo en Guadalajara, cuando con un puñado de chilenos se lanzó a buscar aventuras nocturnas (esa crónica está recogida en el número de Luvina dedicado a la literatura del país invitado, y que se consigue en el stand de la revista en el área internacional). Por último, un aviso: en el stand de Colofón hay varias ofertas atractivas: títulos de editoriales carísimas, como Siruela, a precios bastante accesibles. Conviene pasar, antes de que estén muy escogidos.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL de Mural, el miércoles 28 de noviembre de 2012.

 

 

FIL 2012: Tras la borrasca

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Foto: ©FIL Guadalajara/Pedro Andrés

El mal tiempo que había venido atravesando la Feria Internacional del Libro de Guadalajara desde el anuncio de la concesión del Premio FIL de este año a Alfredo Bryce Echenique, plagiario contumaz que tranquilamente recibió en su cuenta bancaria los 150 mil dólares y en su domicilio de Lima el diploma correspondientes, empezó a amainar cuando quedó claro que los cuestionamientos y los reproches (al jurado, a la organización del premio, a la feria misma y a la universidad pública que la sostiene) no pasarían de eso: ningún conspicuo autor de cuantos protestaron llegó al extremo de cancelar su participación en la FIL, ninguno de los patrocinadores se retiró —y ni siquiera llegaron a extrañarse de lo que sucedía: será cosa de literatos, se habrán dicho— y tampoco ninguna instancia gubernamental de las que intervienen en el encuentro librero, empezando por el Conaculta, llamó a cuentas a nadie —aunque puede que a ningún medio se le haya ocurrido interrogar a los titulares de esas instancias; ojo, amigos reporteros: ahora que entregue el changarro, ¿alguien querría ir con Consuelo Sáizar y preguntarle qué pensó de todo este asunto?...

 

Para seguir leyendo, por acá, al blog de Letras Libres.

 

 

Princesita

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Foto: ©FIL Guadalajara/Pedro Andrés

La segunda de los tres homenajeados en esta edición de la FIL ha sido la llamada «Elenita» Poniatowska, en razón de que alcanzó ya el ochentón. Quién sabe si vayan a darle alguna vez el Premio FIL, si es que siguen dándolo, pero todo puede pasar. Como sea, la feria ya cumplió con ella, reuniendo en torno suyo a gente que la quiere y la chiquea y la trata de «princesita». Qué bonito todo.

Sacándole escrupulosamente la vuelta a esas ridiculeces, yo he aprovechado sobre todo para ver libros. De lo que llevo inspeccionado hasta ahora, recomiendo los stands (discretos, hay que fijarse bien) de distribuidoras y editoriales argentinas en el área internacional, más precisamente en los pasillos H e I. Ahí, por cierto, se encuentra el sello Adriana Hidalgo, cuya fundadora ha recibido este año el Reconocimiento al Mérito Editorial: un estupendo catálogo, fruto de una labor que apenas lleva 13 años y que tiene como propósito primordial preservar la calidad en lo que publica. Ejemplar.

En cuanto a las presentaciones de libros, sólo he ido a unas cuantas, y si son en el Centro de Negocios me la pienso cada vez más. Yo no sé por qué nunca se ha tratado de poner remedio a las aglomeraciones que tienen lugar ahí todo el tiempo. En primer lugar, los horarios no contemplan algunos minutos para que los salones se desalojen al terminar una actividad y la gente entre a tiempo de que comience la siguiente: todas las presentaciones están pegaditas; luego, el personal de «control de públicos» arrea a gritos al público para que se salga, y cuando se sale, permanece en los pasillos, atorando la circulación, de manera que «control de públicos» otra vez sale a gritar: que la gente se mueva, que se pegue a las paredes, que se calle. Todo con muy malos modos y con mucho desorden (porque además la gente es mula, y se arracima como a propósito, los autores se ponen a firmar libros en la pasadera, etcétera). Un día va a haber alguna trifulca o al menos un desmayado, si no es que una estampida.

Volviendo a las ridiculeces, algo que quizás no todo mundo sepa (y que seguramente a nadie le importa) es que los escritores chilenos están divididos en dos bandos: los partidarios de Nicanor Parra y los de Gonzalo Rojas. Tanto así que no pueden estar en el mismo lugar, y sobre esa disputa se tomó buena parte de las decisiones acerca del programa chileno en la FIL: si se echa de menos una recordación de Rojas en la feria es porque ganaron los parristas. ¡Y no los sienten en una misma mesa, porque se desatan las inquinas y se abre el fuego cruzado de los comentarios sarnosos! Absurdo, ya sé. Pero así es. (Por cierto, y ya que estamos en la sección chismes: ésta es la primera feria sin Sealtiel Alatriste, otrora figurín infaltable como el hombre fuerte de la cultura en la UNAM que era antes de caer en degracia por copión: ha de decirse, donde quiera que esté: «¡Quién fuera intocable como Bryce Echenique!»).

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL de Mural, el martes 27 de noviembre de 2012.

 

Nobleza

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Foto: ©FIL Guadalajara/Pedro Andrés

No puedo decir que me haya decepcionado la presentación de Jonathan Franzen en la apertura del Salón Literario, ayer domingo, porque en realidad no tenía muchas expectativas. Sí, puede que sea un escritor interesante, pero no más (para mi juicio y para mis prejuicios) que otros que estén o hayan estado en la feria alguna vez. Será que tengo el listón alto: al haber escuchado aquí a António Lobo Antunes o a Claudio Magris, hace añales, o el otoño pasado a la formidable Herta Müller, ya no con cualquier sapo me atraganto. Con todo, Franzen se mostró generoso, fue muy claro, su plática fue amena. Y yo le celebro la ocurrencia de haberse arrodillado ante la Reina Viuda, cuando ésta le impuso la medalla Carlos Fuentes como si estuviera nombrándolo caballero: ah, los rituales de la nobleza literaria. ¿Será milagrosa, esa medallita?

Todavía no he tenido oportunidad de empezar a buscar libros. Acabaré haciéndolo, desde luego, y seguramente empezaré este lunes, cuando se despeje tantito y haya manera de recorrer con calma los stands de las editoriales que me interesan. ¿Que cuáles son? Básicamente, aquellas cuyos canales de distribución no alcanzan las librerías tapatías. En los 25 años desde que existe la FIL, Guadalajara no ha prosperado gran cosa en ese terreno: aunque abrieron sucursales aquí Gandhi, el Fondo de Cultura Económica, Porrúa y más recientemente El Sótano, también desaparecieron otras emblemáticas como Font, Casarrubias, Carlos Moya o la Librería de Cristal, y con la excepción de Gonvill, que ha resistido y prosperado, o de las librerías de ocasión de toda la vida, más algunas otras de existencia efímera, sigue a nuestro alcance una oferta permanentemente limitada. Si no fuera por internet, tanto para encargar libros como para descargarlos en versiones electrónicas, estaríamos poco más o menos en las mismas que en 1987. Así que ése ha de ser el primer criterio que determine mis adquisiciones: libros que no se consigan aquí —ya no pido que estén baratos, que no lo van a estar.

Hoy estoy puesto para ir a escuchar la conversación que sostendrá Jorge Edwards con Christopher Domínguez Michael, a las 17:30 horas en el Salón 1. Uno de los autores más relevantes de la presencia chilena en la feria, Edwards es un novelista y ensayista de dilatada y muy fértil trayectoria, y a mí me gusta particularmente el penúltimo libro que ha escrito (el último es el primer volumen de sus memorias, Los círculos morados, que presentará aquí mismo el miércoles): una entrañable exploración, desde determinados hechos y preocupaciones centrales de su propia vida, de la figura de Michel de Montaigne, de la importancia de su lectura y de su comprensión. La muerte de Montaigne, que así se llama el libro, es algo de lo mejor que he leído en varios años.

Hoy se presenta también la ópera La emperatriz de la mentira, basada en Noticias del Imperio, de Fernando del Paso. ¿Iré? No creo: todavía no se me olvida Santa Anna, aquel desfiguro cuyo libreto escribió Carlos Fuentes y que la UdeG le produjo, a un costo millonario, en 2008. Así que para qué: yo estimo mucho la obra de Del Paso.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL de Mural, el lunes 26 de noviembre de 2012.

 

 

 

San Fuentes

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Tras el desastre en que acabó el Premio FIL, en la inauguración de la feria, como era de esperarse, no se hizo ninguna mención del asunto. Así terminó por suprimirse definitivamente la presencia tutelar de Juan Rulfo que este evento había tenido desde sus inicios, y que ya había empezado a borrarse desde aquel otro escándalo, cuando un dicho de Tomás Segovia fue el pretexto que los herederos de Rulfo tomaron para conseguir que se le retirara el nombre del ganador a un galardón que ahora la tiene muy difícil para sobrevivir: ¿quién va a ser el audaz que lo acepte el año entrante, tan enlodado como quedó? Y eso si deciden seguir dándolo. Al relevo, como figura tutelar de la feria, ha entrado Carlos Fuentes, con cuyo recuerdo los organizadores pretendieron (y quizás lograron) que el caso Bryce Echenique ya sea, como dijo Raúl Padilla «tema pasado».

Al anunciar que el Salón Literario llevará en adelante el nombre del novelista mexicano, y que a quien lo abra se le entregará una medalla (eso es la gloria literaria: cuando te mueres te vuelves estampita), a Padilla pareció quebrársele la voz. Yo oí a una señora que se alcanzó a alborozar: «¡Sí tiene corazón!». De ahí en más, lo más divertido de la ceremonia de inauguración fue el atuendo metálico de Fernando del Paso, que parecía que andaba perdido en Las Vegas. Porque el resto fue la consabida pléyade de políticos y la profusión de naderías en discursos cursis y soporíferos. Lo de costumbre. Ya que el área se despejó tantito de la infestación de funcionarios, hubo que empezar a recorrer el recinto, que básicamente tiene lo mismo en los mismos lugares. El pabellón de Chile, aun con lo austero que luce (al principio pensé que no lo habían terminado: como que les faltaron tablitas), me gustó: es un espacio bien dispuesto, y lo mejor es que los libros lo ocupan como lo más importante. Creo que los chilenos han entendido que es precisamente así como hay que sacarle provecho a su presencia, poniendo al alcance de los visitantes lo que hace su industria editorial.

Este domingo me propongo, a ver si no será una locura (que sí va a ser), llevar a mi hijita a la presentación de El Libro Gordo de 31 Minutos, en FIL Niños a las 15:00 horas, que correrá a cargo de los enormes Tulio Triviño y Juan Carlos Bodoque. Antes, a las 12:30, seguramente me habré asomado a la apertura (y entrega de la medallita de San Fuentes) del Salón Literario, con Jonathan Franzen. Quiero saber por qué diablos es tan famoso: yo puse todo mi empeño en leer la traducción de Libertad, y no pasé de la página 100: me pareció tediosísima (aunque un amigo se la aventó en inglés, y quedó maravillado). Otros chilenos que me interesan son Damiela Eltit, a las 18:00 en el pabellón de su país, y Óscar Hahn, en el Salón de la Poesía... pero lo malo es que esto último será a la misma hora.

Según se dijo en la inauguración, se espera que asistan unas 700 mil almas a lo largo de estos nueve días. Yo ya no sé si eso sea mucho o sea poco. Lo que no deja de intrigarme es a qué viene la gente: espero averiguarlo.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL de Mural, el domingo 25 de noviembre de 2012.

 

 

 

889.64

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La FIL tiene mucho de ilusorio. Lo demuestra la encuesta publicada ayer aquí mismo, según la cual el 61 por ciento de los tapatíos jamás la han visitado en los 25 años que tiene. No sé los organizadores, pero a mí me parece una cifra impresionante, aunque reconozco que quizás sea efecto de esa naturaleza de espejismo que la feria tiene: ve uno a tanta gente que es fácil imaginar que toda la ciudad tiene que haberse volcado ahí. Otros datos de la encuesta no son menos alarmantes: el 11 por ciento de quienes sí han ido lo ha hecho por cumplir con la escuela o el trabajo (otra fantasía: uno pensaría que la gente va por gusto), y, en cuanto a la atención que concita el programa literario (eso que supuestamente tendría que atraer infaliblemente a los lectores), en particular el Premio FIL, el 84 por ciento jamás ha leído a ninguno de sus ganadores, y el 98 por ciento de los tapatíos ignoran que Bryce Echenique lo obtuvo este año: ya podrá respirar aliviado, que ni como raterillo ha conseguido ser más famoso de lo poco que ya era (¡y uno que pensaba que era un escándalo que tendría a las masas indignadas, a punto de hacer una revolución!).

Hay otra cifra muy interesante: quienes planean ir desde hoy piensan gastar un promedio de 889.64 pesos. Yo saco cuentas: a 50 pesos de estacionamiento diario, ya se me fueron 450 en los nueve días de la feria; a eso hay que sumarle unos 80, también diarios, para comprar siquiera un lonche frío y malo, una coca y un café (si bien me va): ahí puse ya otros 720. Y para qué sigo con lo que me vaya a gastar en libros. Claro: la gente normal va sólo un día; aun con eso, la cantidad reportada por la encuesta parece demasiado optimista.

Este sábado inaugural arranca uno de los tres homenajes que la feria destaca en un programa literario en el que escasean las figuras estelares de otros tiempos (no .viene ningún Nobel, por ejemplo): el dedicado a Carlos Fuentes. Era inevitable, claro, pero ¿también lo eran los otros dos? El que se hará a la llamada «Elenita» Poniatowska por la gracia de haber cumplido 80 años, y el de Fernando del Paso por los 25 años de Noticias del Imperio (ópera incluida: lo menos que un gran libro necesita es semejante ocurrencia, pero ¡cómo les gustan estos fastos onerosos y cursis a las autoridades culturales universitarias!). Fuera de eso, empieza el torrente de presentaciones, y aunque lo he examinado varias veces (otra vez: la ilusión), sólo se me antojan dos: la de Alejandro Magallanes, ilustrador y poeta excepcional, a las 17:00 horas en el salón B del área internacional, y la de No aceptes caramelos de extraños, de la chilena Andrea Jeftanovic, a las 16:30 en el Salón Antonio Alatorre.

Habrá que perseverar en el espejismo, en espera de algún hallazgo. Por lo pronto, a ver con qué salen en la inauguración, a falta de la entrega del Premio FIL (¡ah, el morbo sabrosón!): ojalá pasen un video de cuando Bryce recibió su diploma en Lima, siquiera para disfrutar su sonrisota encantadora, y a vigilar que la cartera no se abra demasiado fácilmente.

 

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL de Mural, el sábado 25 de noviembre de 2012.

 

 

Por el libro y los lectores

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Foto: ©FIL Guadalajara/Gonzalo García Ramírez

A lo largo de sus veinticinco años, la Feria Internacional del Libro de Guadalajara ha llegado a constituirse en un referente indispensable para la cultura en México y también para el mundo editorial iberoamericano. La fama de su ciudad, así como la de la universidad que la organiza, es indisociable de lo que ocurre durante esos nueve días de cada otoño que se han vuelto una costumbre para los habitantes de este rumbo y para los visitantes asiduos —e incluso para quienes sólo han venido alguna vez o nunca, dada la resonancia mediática que la feria alcanza en cada ocasión. En este sentido, puede que las ambiciones con que nació se hayan visto rebasadas desde hace tiempo: tenida por la segunda más grande en el mundo después de la de Fráncfort (una noción que se repite sin que parezca haber necesidad de demostrarla), pronto se habituó a ser grande —muy grande: es lo que asombra sin falla a quienes apenas la descubren— y a proponerse, parecería que inconteniblemente, la proliferación abrumadora de cuanto ocurre dentro de ella; de tal manera, su vocación originaria se ha diversificado, y ahora es, además de la fiesta de los libros que empezó siendo, un festival cultural de considerable influencia en un país donde este sector suele ser marginal (cuando no es confundido con la promoción turística), un insoslayable centro de transacciones (no únicamente industriales o comerciales, sino también políticas) y un escenario propicio para la discusión del presente y la suposición del futuro desde muy diversos ámbitos.

La organización de la FIL entiende automáticamente por prestigio la atención que concita, y ello en parte es causa de que sea renuente a una voluntad autocrítica que la lleve a reformularse, o siquiera a plantear ajustes significativos a las dinámicas que a fin de cuentas le funcionan para garantizar su permanencia; así, la feria tiene una marcada tendencia a la espectacularidad en sus programas de actividades —lo que quizás no sea del todo reprochable, pues de lo que se trata es de acercarse públicos crecientes, y es de esperarse que al fin éstos se hallen con los libros y lo que sucede a su alrededor. Esa elevada autoestima, digamos, explica además que la FIL se tenga a sí misma como un bien común difícilmente cuestionable: luego del escándalo suscitado con la entrega del Premio FIL al plagiario contumaz Alfredo Bryce Echenique, Nubia Macías, la directora, minimizó el amargoso episodio y afirmó: «Estamos concentrados en hacer que esta feria sea maravillosa y que la gente la siga amando sobre todas sus cosas».

​Pero aunque sea mucho el amor que, en efecto, muchos le tengamos a la FIL, no se puede dejar de apreciar cómo su existencia se ve comprometida por la institucionalidad tácita según la cual opera, tan afín a la que rige en la Universidad de Guadalajara: un mando supremo al cual se pliega absolutamente todo interés (en aras del interés de ese mando supremo), la normalización de prácticas que dan amplio margen a la ocurrencia o al capricho, y la preservación de un estado inercial por el que sale bien lo que siempre sale bien, resulta conveniente abstenerse de intentar lo que podría salir mejor, y lo que sale mal se hace como que no es tan grave.

​Dada la importancia que reviste en la historia reciente del país, de esta ciudad y de muchos de sus habitantes, siempre es de desear que la FIL prospere (y no nada más crezca), sobreponiéndose a lo consabido y reinventándose más decididamente en cada nueva edición. Valdrá la pena, tanto por el libro, esa materia un tanto insólita en los tiempos absurdos que corren, como por los lectores, esa especie que resiste y cada año acude con renovada disposición para el descubrimiento y la maravilla, y por cuya felicidad la feria ha hecho tanto.

Publicado en el suplemento perFIL de Mural, el viernes 23 de noviembre de 2012.

 

 

Mayores informes

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Foto: Foto: ©FIL Guadalajara/Michel Amado Carpio

Hay gente que me pregunta cuándo es la FIL; supongo que no es tan anómalo, como no lo es que también haya quienes ignoren cuál es el invitado de este año. A menudo me piden informes sobre horarios, costos, maneras de ingresar gratis («¿Dónde regalan los gafetes?») y, para mi espanto, más de algún habitante de esta ciudad me ha dicho que no sabe dónde es. O qué es, qué hay, de qué se trata. También es costumbre que cada año me vea interrogado sobre el programa: quién viene, quién no viene, a qué valdrá la pena asistir, qué actividades no hay que perderse; o bien me piden datos específicos: a qué día y a qué horas y en qué salón va a presentarse el libro de Fulano (casi debo saber de qué humor andará Fulano para dar autógrafos). Cuánto cuesta el estacionamiento, cuáles son las fechas en que el acceso está reservado para los profesionales, si va a haber nuevamente venta nocturna, cuándo tiene lugar la invasión de estudiantes para no ir, si irá a hacer frío. Qué libros recomiendo comprar («¿Y sabes si van a estar más baratos?»). ¿Y cuánto dura? (Pasado el domingo 2 de diciembre, seguro no faltará quien me suelte: «¿A poco ya se acabó? Yo ni me enteré»).

Lo anómalo es que yo tenga respuestas prácticamente para todas estas dudas. En el libro que se publicó por los 20 años de la FIL viene la foto panorámica de una inauguración en la que alcanzo a salir —habrá sido una de las primeras ediciones, quizás en 1989; de 1987 tengo el recuerdo más bien borroso de que fui acarreado, como todo preparatoriano de la UdeG, y de 1988 sólo sé que fui porque, como hasta la fecha, no pudo ser de otra manera—; el caso es que, en este cuarto de siglo, ahí me la he pasado cada año. Por eso me dan cierta envidia quienes llegan por primera vez, y se pasman al descubrir la magnitud de la feria y la cantidad de cosas que suceden en ella; sin embargo, afortunadamente cada vez he tenido ocasión de refrendar un asombro parecido, y me figuro que lo mismo le sucederá a todos los otros visitantes consuetudinarios que estarán de acuerdo conmigo en que nuestra vida en Guadalajara habría sido muy distinta de no haber existido nunca esto.

Pasmos y figuraciones aparte, la edición que comienza mañana tiene atractivos suficientes para ir a renovar el disfrute de las primeras veces. En particular, confío en los que reunirá la presencia de Chile, no sólo por lo que ha anunciado que se propone y por el contingente de autores que trae, sino desde el antecedente de la vez que ya estuvo: una de las mejores ferias que recuerde. Igual con los otros programas, por mucho que no sea fácil hallar algo radicalmente diferente de las ediciones pasadas. Finalmente, los libros ahí estarán, y eso nunca puede estar mal. Por lo demás, incluso dentro de lo consabido y lo predecible ciertamente se puede esperar siempre la felicidad de un hallazgo: un título largamente buscado o insospechable, un autor nuevo, un camarada de ésos que sólo ahí se encuentra uno. Así que aquí estaremos (se dan informes, también, pero nunca está de más echarle un vistazo diario a la cobertura y la agenda en este suplemento), en la FIL de este 2012 y en esta columna, que ya alcanza nueve años.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL de Mural, el viernes 23 de noviembre de 2012.

 

Más libros

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Otra vez tenemos déficit de libreros. Sucede periódicamente: cuando ya hay alteros de libros ocupando zonas de la casa que conviene tener medianamente despejadas de estorbos (el piso, por ejemplo), o cuando ya se alinean en dobles o triples filas en las agobiadas tablas de la biblioteca que se extiende por la sala, el comedor, el estudio, los cuartos, la repisa arriba del retrete, los compartimentos superiores de los clósets, las bandejas de la mesita de la cocina y el cuarto de los tiliches, programamos la adquisición de dos o cuatro o seis libreros más, iguales todos: un modelo que ha demostrado ser relativamente fácil de acomodar donde haga falta. Como no parece posible (aunque quién sabe) que lleguemos a tener más libreros que libros, aunque también porque seguramente no nos lo hemos propuesto en serio, nos resulta natural seguir haciéndonos de los primeros; la alternativa, claro, sería dejar de acumular libros. Pero quién va a tener calma para eso.

También podría intentarse una purga: expulsar todos los volúmenes que por diversas razones no deberían estar ahí. Para eso, sin embargo, habría que transigir con la superstición de que los libros tienen que servir de algo. Aunque se suponga que se los tiene para leerlos, nunca es del todo cierto. Ni tampoco hay fundamento en creer que están ahí para consultarlos cuando se necesite (en muchos casos jamás se va a necesitar). ¿Cuántos hay que arribaron quién sabe cómo, que se han aposentado en el mismo lugar durante años sin haber llegado a abrirse nunca, que, por lo mismo, es imposible imaginar qué contienen y que —lo más inexplicable— jamás nos animaríamos a echar fuera? Abundan, claro, los indeseables (por horrorosos, por lamentables, por absurdos), pero misteriosamente gozan de los mismos derechos que los estimables y los indispensables. Es seguro que tras una depuración quedaría a salvo sólo una fracción mínima, pero ¿cómo habría que emprenderla? ¿Dejar sólo los volúmenes más significativos? ¿Y eso qué quiere decir? ¿Tirar todos aquellos que se ignora por qué se tienen? Pero en algún momento lo supimos, ¿no? No se puede confiar en la propia desconfianza: no sé por qué tengo este libro, y por eso mismo debo conservarlo: a ver si algún día lo sé. Por alguna razón, la permanencia de revistas y periódicos puede ponerse en entredicho más fácilmente, y es un alivio. Con los libros es imposible: llegan para quedarse.

Iluso, ya compré un aparato para almacenar libros electrónicos. Otro librero, vaya, que ya está atestándose y, como la otra biblioteca, la tangible, ya va encimándose sobre sí misma, cada vez más intransitable.

 

Hacia la FIL IV

A falta del discurso que era tradición que pronunciara el ganador del Premio FIL en la ceremonia inaugural, misma en la que se le entregaba el galardón, está por verse de qué manera arrancará esta edición que no sea con un mero acto protocolario. Lo que se echará de menos —una de las muchas cosas en que infelizmente no pensaron quienes dejaron que el escándalo Bryce Echenique acabara en lo que acabó— será el acto más relevante de la feria en su carácter de festival cultural, que la honraba tanto como al escritor elegido cada vez. Por mucho que vaya a haber una «sorpresa», el hecho es que todo mundo estará pensando en este premio mal dado y peor defendido, y en el majadero que se lo embolsó y terminó insultándonos a cuantos estuvimos en desacuerdo. Cierto: la FIL es más que esto. Pero esto era parte importantísima de la FIL, sobre todo para los lectores.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 22 de noviembre de 2012.

 

Dignidad

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Aunque sean más enigmáticas las razones de que alguien se dedique a escribir, por lo general causan mayor perplejidad las de quien deja de hacerlo. Hace unas semanas, en una entrevista concedida a la revista francesa In lesRocks (que pasó más bien inadvertida hasta que The New Yorker reparó en el asunto), Philip Roth anunció precisamente eso, que se retiraba y queNémesis sería su última novela. Dos años antes había declarado a la misma publicación: «Si hay una vida después de la muerte y me preguntan “¿Qué quieres hacer ahora?’, respondería: “No importa qué, menos ser escritor’”. Es decir: el hombre ya llevaba un buen rato harto del oficio, y a sus 78 años ha decidido que ya tuvo bastante. Al tanto de que ya se aprestan a sobrevolar su cadáver los fabricantes de su posteridad, ahora dedica su tiempo a preparar el material con que trabajen sus biógrafos, en particular Blake Bailley, el mismo de John Cheever, con quien ya está colaborando: «De todas maneras, el 20 por ciento será falso, pero es mejor que el 22 por ciento». Y mientras relee sus propias novelas, para ver lo qué ha hecho, ha pedido ya a sus albaceas (Adrew Wyllie, su agente literario, conocido en el medio como «El Chacal», y «una amiga psicoanalista») que destruyan todos sus archivos personales tras su muerte: una curiosa emulación de la conducta de Kafka, que encargó a su amigo Max Brod lo mismo —y por suerte Brod no respetó esa voluntad—: ¿por qué no los destruye él mismo?
            El hecho es que Roth ya ha puesto el punto final, y aunque sus lectores podamos deplorar la decisión, pues todavía sus últimas entregas mostraban un vigor literario sorprendente (Indignación, una de las novelas recientes, es magnífica), seguramente también tendríamos que verlo como una demostración de dignidad: eso que, como la congruencia, es un bien tan escaso entre los autores que, por razones menos o más válidas, han alcanzado las cumbres inhumanas de la celebridad. Él sabrá de qué se abstiene, y qué libros, acaso indignos del conjunto de su obra, sencillamente no tienen por qué existir. En aquella entrevista de 2011 le preguntaron a Roth qué consejo le daría a un escritor debutante: «Que deje de escribir», contestó. Cuántos deberían tomar nota, sean debutantes o no.

Hacia la FIL III
Es de esperarse que la presencia de Chile aporte mucho de lo mejor que se encuentre en el programa literario de la feria, pues, fuera de eso, imperará el déjà vu: al margen de los apartados específicos (letras europeas, brasileñas, etcétera), la comparecencia del contingente nacional de autores admite muy pocas variantes. Ahora bien: más allá de los temas chilenos ineludibles (Parra, Neruda, Mistral, Bolaño y, claro, Condorito), valdrá la pena asomarse adonde estén los autores nuevos: en particular, a mí me interesan tres narradoras asombrosas: Claudia Apablaza, Andrea Jefatnovic y la ganadora del Premio Sor Juana, Lina Meruane, firmantes de obras insospechables y, estoy seguro, memorables.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 15 de noviembre de 2012.

De ocasión

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Frecuentemente paso delante de una librería de viejo, y aunque rara vez he entrado —a causa de las malditas prisas, pero también porque me basta echar un vistazo a la vitrina para suponer que no habrá muchas probabilidades de hallar alguna novedad—, siempre me pega una rafaguita de envidia al ver al dependiente, no sé si será el dueño, instalado detrás de un escritorio, leyendo a sus anchas. Claro: esa envidia luego se disipa cuando considero que su situación no debe de ser muy afortunada: si tiene tanto tiempo y tanto silencio para pasársela leyendo, seguramente es porque ahí no se para un alma. Aunque han de llegar, siquiera, las indispensables para pagar la renta y la luz —y para que el hombre subsista con algo más que letras—, lo evidente es que no puede ser el negocio más próspero del mundo. Y sin embargo ahí está, funcionando tenazmente, a disposición de nuestra voluntad de entrar y hacer un hallazgo —creo que nunca he salido de una librería de viejo sin haber comprado un libro, o al menos sin las ganas de volver por una maravilla, que luego nunca vuelvo a encontrar—, y a expensas de nuestra curiosidad, que es en realidad su único sustento.
            Cuento esto porque mañana en la tarde se inaugura la tercera Feria del Libro Antiguo y Usado, en los portales de la Presidencia Municipal de Guadalajara. No se instalarán sólo los integrantes de la Asociación de Libreros de Guadalajara, sino además otros expositores venidos de la Ciudad de México, y tienen también un programa de actividades culturales que conviene revisar (yo me lo hallé en el perfil de Facebook de la librería El Desván de Don Quijote). Otros años he comprobado que esta feria cumple de modo inobjetable el fin sencillísimo de poner libros en el paso de la gente, en la calle: la gente, así, no tiene más que toparse con ellos, lo que es de suyo insólito en este país en que la mayoría de los habitantes jamás ha puesto un pie en una librería o en una biblioteca. Y entonces pasa lo insospechable: los libros se van con quienes se los encontraron. Así de simple y así de increíble. No escasearán las oportunidades, eso es seguro. Así que habrá que ir.

Hacia la FIL II
«¿Y quién viene?»: es la pregunta que escucho más repetidamente cuando la FIL sale a la conversación. Según yo, esto demuestra que la feria está en la atención de la gente en función de las «personalidades» que trae: a quién se le podrá pedir un autógrafo, oírle una conferencia, sacarle una foto, arrancarle un mechón de pelo. Y las expectativas se moldean de acuerdo a la nómina de famosos que será posible encontrar. Por ejemplo: si a esa pregunta se responde que no viene Rubem Fonseca, que se rumorea que podría estar Salman Rushdie, o que Danica McKellar (ajá, la Winnie Cooper de Los años maravillosos) estará en un coloquio científico (¡ajá!), ya nos podemos ir haciendo una idea de lo que será nuestra vivencia de la FIL esta vez.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 8 de octubre de 2012.

Congruencia

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Mientras en México los premios literarios cuyos montos proceden de recursos públicos se obsequian a quienes no los merecen (como el bribón Bryce Echenique, que ya podrá tomarse un descanso y no sufrir cuando nada se le ocurra y tenga que despachar un artículo: hambres no va a pasar por un buen rato) o a quienes no los necesitan (como el Nobel Vargas Llosa, a quien maldita la falta que le hacía el Carlos Fuentes), en España pretendieron darle uno a alguien que ya había anunciado que no lo quería. Al rechazar el Premio Nacional de Narrativa a su reciente novela Los enamoramientos, Javier Marías explicó que lo hacía por el afán de ser consecuente con una postura que había anunciado años atrás, la de no recibir estímulos del Estado. Inclusó contó cómo alguna vez, al tanto de que compañeros suyos de la Real Academia Española planeaban postularlo a dicho galardón, tuvo que convencerlos de que no lo hicieran. Ahora se emperraron y, claro, los mandó por un tubo.
            Es una decisión que puede ser interpretada de diversas maneras: como un acto político (si bien Marías ha dicho que habría hecho lo mismo sin importar quién estuviera en el poder), como una afirmación de la dignidad del oficio (ha dicho que el Estado no tiene por qué pagarle por un trabajo que él eligió desempeñar), como un gesto de arrogancia (el colombiano Héctor Abad Faciolince escribió, hace unos días, que Marías es capaz de desdeñar hasta una mermelada que le prepara una lectora devota, y de hacerle saber por escrito que no vuelva a intentar dársela). Pero sobre todo es una demostración de congruencia, esa virtud tan rara que, cuando se manifiesta, resulta casi incomprensible, tal vez porque a menudo se la confunde con la terquedad, o porque resulta más conveniente hacer pasar por flexibilidad lo que en realidad son volantazos y canjeo de unas posiciones por otras (bien recuerdo a aquel escritor que en 2006 estuvo encabezando los mítines en el Zócalo contra la elección de Calderón, y que, un año más tarde, lejos de hacerle ascos al premio que éste le entregó, tuvo a bien decir: «Es un honor recibir este premio de manos del Presidente Felipe Calderón»). Ejemplar, Javier Marías —aunque ¿quién, en un territorio tan propicio para el desfiguro como el de los megapremios, podría seguir ese ejemplo?

Hacia la FIL I
A un año de haber hecho un memorable ridículo en su paso por la feria, Enrique Peña Nieto tomará posesión de su cargo un día antes de que acabe la edición de este 2012. ¿Llegará a venir alguna vez a la FIL? No parece probable —aunque a lo mejor ya tendrá asesores más duchos, que le pasen tarjetitas con títulos de libros. Quién sabe cómo incidirán los reacomodos de la administración federal en la vida de la feria; por lo pronto, ojalá deje de ser pasarela para los políticos que básicamente vienen a estorbar: los libros, ya quedó claro, no son lo suyo. 

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 1 de noviembre de 2012.

Alivio

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«¿No que no, babosos?», declaró el señor al ver que la transferencia electrónica de 150 mil dólares ya henchía su estado de cuenta. (O, si no lo declaró, sí lo pensó, muerto de risa).

Aunque el escándalo en torno al Premio FIL 2012 hizo daño a la feria, como reconoció hace unos días su presidente, Raúl Padilla, también es cierto que tal perjuicio está lejos de aniquilarla: en parte porque habrá forma de repararlo, por ejemplo rectificando los modos en que se conforman los jurados del premio en cuestión y los lineamientos de su actuación (transparentando lo más posible los criterios para elegirlos, pero también los criterios por los que se rigen al deliberar y tomar sus decisiones); en parte porque la feria es, en cierto sentido, un bien común que nos importa a muchos, y sigue y seguirá siendo una ocasión excepcional de resistencia ante la barbarie imperante: como festival cultural, como centro de negocios en torno al libro en Iberoamérica (su función principal), como una de las iniciativas más relevantes que haya sacado adelante una universidad pública en la historia reciente de este país —con todos los peros que se le puedan poner, empezando por las condiciones de precariedad que prevalecen en la vida de la Universidad de Guadalajara.
            Por otro lado, la serie de desatinos que comenzó con la elección de Alfredo Bryce Echenique y terminó (parece que ya terminó) con la obstinación de desoír todas las voces que se alzaron en contra, anunciando que el diploma se le llevará a donde él quiera (el señor quiso recibirlo en París) y que se le hará la transferencia electrónica de los 150 mil dólares a su cuenta (no va a tener ni que molestarse en ir al banco a cambiar un cheque), quedará (ya está quedando) como un episodio destinado al olvido. Se han suprimido del programa de actividades de la feria las que protagonizaría el novelista, y no parece que vaya a haber más repercusiones: no veo a ninguno de los autores más conspicuos que objetaron el premio (Juan Villoro o Alberto Ruy Sánchez, pongamos) cancelando su participación como forma de protestar: ¿la mucha indignación es nomás tantita? Leí la pormenorizada investigación que publicó Nexos sobre el modus operandi del peruano como ratero impenitente («En el taller de Bryce Echenique», de Fabiola Ramírez Gutiérrez): está muy bien, pero sirve sólo para documentar una carrera de fechorías, no para revertir lo que ya ha sido y quedará apenas como anécdota sin consecuencias, cosa que sin duda tuvieron en cuenta Julio Ortega, Jorge Volpi y compañía, por mucho que no hayan calculado la resonancia que alcanzaría su irresponsabilidad.
            Harto del tema, hace un par de semanas me metí mejor a leer Un mundo para Julius, la celebradísima novela de Bryce Echenique, parte emblemática de la obra que, según quienes juzgan improcedente meter en el mismo costal a la literatura y al periodismo, hace de este autor un merecedor indisputable del Premio FIL. Bien, pues me pareció una absoluta porquería. Qué alivio que nos hayamos librado de la monserga que habría sido ver a este escritor festejado por todo lo alto en la feria.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 25 de noviembre de 2012.