Uno no sabe que no ve bien hasta que ve bien. A mí me pasó: aunque nací miope, vine a darme cuenta hasta que iba en quinto de primaria, cuando estaba ya bastante labregoncito —es curioso: no hallo la palabra «labregón» en ningún diccionario, y me temo que sea malsonante; tampoco estoy seguro de «sorgatón», pero, séanlo o no, qué bien sirven una y otra—: todo fue sentarme en el sillón del Dr. Ávalos y asomarme a los cristales graduados de su maquinaria correctiva para descubrir que la vida no era el borrón indescifrable que yo creía. Cuento esto porque los Diputados del Congreso de la Unión acaban de revelarnos, a los mexicanos, algo así como lo que el oftalmólogo me hizo saber en la infancia: ¿sabíamos que no teníamos derecho a la cultura en este país? Bueno, pues ya lo tenemos: lo consagraron en la Constitución los legisladores, que legislaron, añadieron un párrafo a un artículo, reformaron una fracción y «adicionaron» otra de otro artículo, para que a la letra diga: «Toda persona tiene derecho al acceso a la cultura y al disfrute de los bienes y servicios que presta el Estado en la materia, así como el ejercicio de sus derechos culturales».
Quedó más bien incomprensible y, tal como fue transcrito en la Gaceta Parlamentaria, está pésimamente redactado. Pero tampoco vamos a ponernos exigentes: más bien habrá que aprovechar de inmediato y pensar en cómo, apenas entre en vigor tal derecho, se podrá esgrimirlo y hacerlo valer ante las autoridades correspondientes. Quizás sea posible plantársele enfrente a Consuelo Sáizar y ordenarle: «Hágame culto», y a ver para dónde se hace. O llamar al 066 para reportar que hemos detectado una laguna pasmosa en nuestra educación, a fin de que manden rápido una patrulla con libros y títeres y un ballet folclórico y un mimo. No parece, desde luego, que eso del «acceso a la cultura» suponga que vaya a ser gratuito el ingreso a los museos, a los teatros, a los conciertos o a las clases de macramé (siempre y cuando dependan del Estado), ni que la lectura llegue a entrar en la canasta básica con tal de que un libro deje de costar varios salarios mínimos: ¿qué querrá decir en realidad?
Nada, naturalmente. O sí: que, a falta de ocuparse de cosas que sirvan, los legisladores y similares sólo son buenos para la palabrería hueca y las reformulaciones de lo obvio y lo consabido. Porque lejos de trabajar, por ejemplo, en poner en práctica de una maldita vez la Ley del Libro, disponen ahora esta ridiculez. Habrá que ver, entonces, si al quedar estatuido este derecho no fueron derogados otros, como el que quizás teníamos —lo dicho: a lo mejor nunca ha existido, y uno ni en cuenta— a la incultura, a la ignorancia, al mal gusto y a la televisión abierta. Qué cosa misteriosa: ahora pienso cuántas veces, por querer ser un poquito menos burro —entrando a una biblioteca, oyendo alguna musiquita, viendo una película, qué sé yo—, estaba usurpando un derecho que no me correspondía. Ya veo.
Quedó más bien incomprensible y, tal como fue transcrito en la Gaceta Parlamentaria, está pésimamente redactado. Pero tampoco vamos a ponernos exigentes: más bien habrá que aprovechar de inmediato y pensar en cómo, apenas entre en vigor tal derecho, se podrá esgrimirlo y hacerlo valer ante las autoridades correspondientes. Quizás sea posible plantársele enfrente a Consuelo Sáizar y ordenarle: «Hágame culto», y a ver para dónde se hace. O llamar al 066 para reportar que hemos detectado una laguna pasmosa en nuestra educación, a fin de que manden rápido una patrulla con libros y títeres y un ballet folclórico y un mimo. No parece, desde luego, que eso del «acceso a la cultura» suponga que vaya a ser gratuito el ingreso a los museos, a los teatros, a los conciertos o a las clases de macramé (siempre y cuando dependan del Estado), ni que la lectura llegue a entrar en la canasta básica con tal de que un libro deje de costar varios salarios mínimos: ¿qué querrá decir en realidad?
Nada, naturalmente. O sí: que, a falta de ocuparse de cosas que sirvan, los legisladores y similares sólo son buenos para la palabrería hueca y las reformulaciones de lo obvio y lo consabido. Porque lejos de trabajar, por ejemplo, en poner en práctica de una maldita vez la Ley del Libro, disponen ahora esta ridiculez. Habrá que ver, entonces, si al quedar estatuido este derecho no fueron derogados otros, como el que quizás teníamos —lo dicho: a lo mejor nunca ha existido, y uno ni en cuenta— a la incultura, a la ignorancia, al mal gusto y a la televisión abierta. Qué cosa misteriosa: ahora pienso cuántas veces, por querer ser un poquito menos burro —entrando a una biblioteca, oyendo alguna musiquita, viendo una película, qué sé yo—, estaba usurpando un derecho que no me correspondía. Ya veo.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 26 de marzo de 2009