El único encanto que antaño tenía el Informe presidencial, ¡oh, nostalgia!, radicaba en el hecho de que gracias a su celebración había asueto. El comienzo de las clases, incluso, parecía esperar a que terminara la semana en que caía el día de ver al Presidente saliendo del Congreso rumbo a Palacio, entre vítores y confeti, luego de la soporífera alocución que, sin embargo, podía tener momentos memorables: en lo consabido anida siempre la posibilidad de la sorpresa, y ahí están las lágrimas de López Portillo, indelebles en la memoria de todos los que las vimos brotar. La prolongada farsa, en cadena nacional —lo que era una lata: resultaba imposible prender la tele o el radio sin escuchar aplausos de Diputados—, empezaba con imágenes de la familia del Presidente en la cochera de Los Pinos, muy peinados todos y listos para salir, y se redondeaba con el versallesco besamanos de rigor —aunque éste no se transmitía completo, pues la fila invariablemente era demasiado numerosa—, y menudeaban las banderitas y los locutores inspirados y los detalles triviales, y todo era felicidad. Insulsa, pero felicidad al fin.
En un calendario, como el mexicano, salpicado de ocasiones generalmente injustificables para el descanso «obligatorio» (las oficiales, que son muchas y variopintas, más las semioficiales, sobre todo de índole religiosa, y las que cualquier ocurrente quiera agregar), el día del Informe era sólo un pretexto perfectamente admisible para hacer cualquier cosa que no fuera ir al colegio o trabajar, y únicamente hasta que comenzaron los sobresaltos (las primeras interpelaciones desde las curules) la ceremonia comenzó a suscitar el interés morboso que no ha dejado de tener hasta hoy. Si era preciso aguantarse, aunque fuera un ratito, las ganas de irse de picnic o de apagar la tele de una patada, era por la expectativa de ver a qué horas recibiría el Presidente el primer pastelazo, y así fue que aprendimos a esperar el Informe como se espera un partido de futbol o la lucha libre, si bien éstos siempre han tenido más chiste. ¿Servía de algo el Informe en los tiempos lejanos, cuando la transmisión de RTC nos contaba hasta la historia de la viejita que había bordado la banda presidencial, y luego el titular del Ejecutivo efectivamente se extendía por horas en la lectura, y sólo lo interrumpían las ovaciones? ¿Sirve de algo hoy, cuando lo más interesante podrá ser que Felipe Calderón vuelva a hacer magia, como hizo el 1 de diciembre pasado, en su toma de posesión, y aparezca de la nada en la tribuna, entre un coro de guaruras, para entregarle a la presidenta del Congreso su bonche de cuartillas y salir pitando? Que un ritual así de inútil e insensato se haya perpetuado es señal de que la cosa pública en México se rige por la pura necedad. Porque, además, en vísperas de su celebración, la cantilena de cada año es la misma: todo el mundo lo deplora, y los legisladores nada hacen por suprimirlo y pasar a otro asunto. Lo bueno es que ahora cae en sábado.
En un calendario, como el mexicano, salpicado de ocasiones generalmente injustificables para el descanso «obligatorio» (las oficiales, que son muchas y variopintas, más las semioficiales, sobre todo de índole religiosa, y las que cualquier ocurrente quiera agregar), el día del Informe era sólo un pretexto perfectamente admisible para hacer cualquier cosa que no fuera ir al colegio o trabajar, y únicamente hasta que comenzaron los sobresaltos (las primeras interpelaciones desde las curules) la ceremonia comenzó a suscitar el interés morboso que no ha dejado de tener hasta hoy. Si era preciso aguantarse, aunque fuera un ratito, las ganas de irse de picnic o de apagar la tele de una patada, era por la expectativa de ver a qué horas recibiría el Presidente el primer pastelazo, y así fue que aprendimos a esperar el Informe como se espera un partido de futbol o la lucha libre, si bien éstos siempre han tenido más chiste. ¿Servía de algo el Informe en los tiempos lejanos, cuando la transmisión de RTC nos contaba hasta la historia de la viejita que había bordado la banda presidencial, y luego el titular del Ejecutivo efectivamente se extendía por horas en la lectura, y sólo lo interrumpían las ovaciones? ¿Sirve de algo hoy, cuando lo más interesante podrá ser que Felipe Calderón vuelva a hacer magia, como hizo el 1 de diciembre pasado, en su toma de posesión, y aparezca de la nada en la tribuna, entre un coro de guaruras, para entregarle a la presidenta del Congreso su bonche de cuartillas y salir pitando? Que un ritual así de inútil e insensato se haya perpetuado es señal de que la cosa pública en México se rige por la pura necedad. Porque, además, en vísperas de su celebración, la cantilena de cada año es la misma: todo el mundo lo deplora, y los legisladores nada hacen por suprimirlo y pasar a otro asunto. Lo bueno es que ahora cae en sábado.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 31 de agosto de 2007.