«Le dijo su abuelita a Enrique: “¡Si no lees vas a dar pena, nieto!». Es lo que gritaba, ayudado de un cartón que enrolló como altavoz, el dependiente de un stand para llamar la atención sobre su mercancía: libros a 30 pesos, apilados delante del paso de la gente que se acercaba a la Presidencia Municipal por la esquina de Hidalgo y Pedro Loza. Si la conseja de la abuelita resultaba estimulante (se supone que nadie querría llegar a la Presidencia de la República y pasar vergüenzas por burro, como ya sabemos quién), también lo era la oferta: alteros de volúmenes de lo más variado (literatura, sobre todo), maltratadones quizás, empolvados o amarillentos, pero sobre todo baratos. Y sí, la gente se detenía a ver. Que es lo que naturalmente ocurre cuando los libros, de lo que sea y en las condiciones en que estén, salen al encuentro de sus lectores: cientos de éstos, que al cabo del día suman miles, llevados por la curiosidad, por la casualidad o porque sí a la Feria Municipal del Libro de Guadalajara, cuya cuadragésima quinta edición está celebrándose por estos días (y hasta el próximo domingo 19: no está de más echarle un vistazo a su programa de actividades, disponible en feriamunicipaldellibrogdl.com.mx.
Tal vez no parezca tan obvio como es, pero yo creo que, entre las numerosas razones de que en México no se lean libros, cuentan, en un lugar muy importante, las más sencillas de solucionar: como pasmosamente mostró la Encuesta Nacional de Hábitos, Prácticas y Consumo Culturales que el Conaculta dio a conocer en 2010, la mayoría de los mexicanos jamás han pisado una librería (el 57 por ciento; el 58 si sumamos a los que no recuerdan haberlo hecho). Los motivos son fáciles de conjeturar: la gente no sabe qué hay en ellas. Es decir: aunque intuya que hay libros, ignora qué son: para qué sirven, por qué deberían de interesarle. En rigor, dado el estado catastrófico de la educación básica en este país, difícilmente alguien puede llegar a figurarse, no digamos que le conviene leer, sino ni siquiera que puede hacerlo. Pero el caso es que el público en general sólo entrará en una librería porque no queda más remedio (para buscar un título exigido en la escuela, pongamos), o bien por accidente: hay, entonces, que propiciar el accidente, y como ocurre en esta feria municipal, facilitar el hallazgo sacando los libros a la calle.
Otra razón, evidente pero quizás no tanto, es que los libros son caros. Comoquiera que se explique —una industria editorial lastrada por su propia falta de imaginación, políticas gubernamentales erráticas o inexistentes, codicia insensata y perversa del mercado—, el hecho es que la gente o come o lee (y frecuentemente ninguna de las dos cosas). ¿Solución? Abaratarlos. Que se puede, está demostrado también en la feria. Y también que la mera curiosidad de los visitantes es el mejor recurso con que pueden contar editores y libreros: no falla.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 16 de mayo de 2013.
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