Ya en una etapa de su vida en que había alcanzado el reconocimiento internacional como escritor, y en la cúspide de su carrera como investigador, y como divulgador y crítico del quehacer científico, el neurólgo Oliver Sacks un día halló en su camino algo que le llamó poderosamente la atención. Uno pensaría que alguien como él tiene muchas cosas de qué ocuparse, en qué pensar, que no le resulta tan fácil consentirse distracciones. Pero se detuvo: era un grupo de personas, en un local, sosteniendo su reunión periódica en torno a un tema extrañísimo —por lo pronto para el propio Sacks, en ese momento, como también debe de serlo para cuantos jamás nos habríamos imaginado que existe gente interesada por algo así—: los helechos. Sin dudarlo se coló a la reunión, decidido a enterarse de qué estarían hablando, y pronto se afilió a la asociación y se entusiasmó tanto que poco después estaba viajando en una excursión a Oaxaca cuyo fin único era, sencillamente, ver helechos. Fruto del azar, pero sobre todo de una curiosidad agudísima que exigía ser satisfecha hasta las últimas consecuencias, aquel hallazgo dio como resultado un hermoso libro de viajes, Diario de Oaxaca, que es también una esmerada introducción al mundo de estas plantas y una lúcida reflexión sobre su importancia suprema en el desarrollo de la vida sobre la Tierra y sobre lo mucho que tenemos que aprender sobre ellas: la obra de un súbito naturalista apasionado y de un ensayista seductor que consigue contagiar su fascinación de modo absolutamente memorable, y también un ejemplo óptimo de cómo la curiosidad —y nuestra disposición a atenderla— puede abrir accesos al conocimiento más insospechado.
Felizmente animado aún por esa curiosidad inagotable, Sacks cumplió 80 años el martes pasado, y los celebró escribiendo un artículo titulado «La alegría de la vejez (en serio)». Famoso en buena medida gracias a la adaptación cinematográfica que se hizo de su novela autobiográfica Despertares, entre los temas que lo han ocupado están la demencia, la memoria, W. H. Auden, el autismo, la ceguera, Darwin, la sordera y el lenguaje, la depresión, los sueños, las alucinaciones, la locura, la música, los fantasmas, las alienaciones, la propiocepción (la capacidad de percibir el propio cuerpo), la fotografía, el olfato, la natación, la sinestesia, la sífilis, los viajes, entre los muchos que constan en un listado disponible en su sitio web. Y en la docena de libros que ha escrito, que por lo general consisten en indagaciones a partir de casos clínicos que ha atendido o presenciado, prevalece no sólo una voluntad tenaz de esclarecimiento racional de los modos en que percibimos el mundo, sino también un alto sentido de la compasión a través del afán de comprender a quienes no ven las cosas como nosotros. Ya por eso debe contárselo como uno de los humanistas centrales de nuestro tiempo. Encima, es un autor amenísimo y entrañable. O sea: un indispensable.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 11 de julio de 2013.
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