Entre el pánico y el hartazgo, la percepción generalizada del descompuesto estado de cosas (¿hoy toca balacera?) se traduce en pasmo, un estado de suspensión de la inteligencia del que sólo nos saca —y brevemente— el siguiente salpicón de sangre en los noticieros o en los periódicos, la siguiente ráfaga que subraya con su tableteo psicópata los elocuentes desmentidos que la realidad hace continuamente de los comunicados oficiales, de la propaganda y de los infundados optimismos de los ingenuos. Esto, claro, en el mejor de los casos: el peor es que el pasmo lo interrumpa el granadazo cuando uno vaya pasando, el fuego cruzado, la persecución diabólica en la carretera, en la calle, en nuestra rutina de todos los días.
El lugar común reza que México viene a ser algo así como la materialización de las más desorbitadas imaginaciones de los surrealistas; otro dice que, de haber nacido aquí, Kafka habría pasado por ser un escritor costumbrista. Evidentemente, el género en que ahora está inscrita la vida nacional va de las historias despiadadas del Viejo Oeste —como bien observó Paco Navarrete en su artículo del martes— a una especie de horror delirante cuyo sentido único es el de el sintentido extremo, que se alimenta y se agiganta con esa forma de la estupidez que es la incivilidad prevaleciente: un horror que sería grotesco y hasta ridículo si lo viéramos en una película (mala) o en una novela (peor), y cuyos protagonistas no hace falta buscarlos en las notas periodísticas más alarmantes: casi cualquier prójimo puede tener un papel estelar.
Un par de ejemplitos. En un vuelo de Guadalajara a la Ciudad de México, aborda entre los últimos pasajeros una mujer: rondará la treintena, va arregladona (si eso buscaba con los aretotes y el saquito de leopardo, caro y vulgar), aunque luce macilenta y crispada. Ve que su asiento es de ventanilla, y eso termina de fastidiarla. «Qué pesadilla», dice en voz alta (y a nadie, pues se ve que va sola). Un señor le cede su lugar, junto al pasillo, y ella no da las gracias: nomás tuerce la jeta y se aplasta. (Pesadilla, pensaría uno, es, por ejemplo, descubrirse siendo una prostituta enferma, apaleada y drogadicta, sin tener para que traguen sus cuatro hijos). Otro: en la espera del vuelo de regreso, un sujetito (ropita cara, jovenazo, se ve que dinámico, rapado por gusto) descansa las patas sobre su maleta, absorto en picar las teclas de su telefonito. Un trabajador de limpieza pasa cerca (ni tanto: a unos tres metros), un señor canoso y, se ve, cansadísimo, y el sujetito, un cretino ejemplar, le espeta: «Oye, ¿te doy esto?», al tiempo que le extiende una botella de Gatorade vacía, sin siquiera bajar las patas de donde las tiene. El señor la toma y la deposita en el bote, a unos cinco pasos de distancia. ¿No son dos personajes fascinantes, la mujer patética y el cretinito haragán? Hasta dan ganas de que protagonicen una novela en la que se conozcan y se enamoren, para que mutua y felizmente se hagan la vida imposible.
El lugar común reza que México viene a ser algo así como la materialización de las más desorbitadas imaginaciones de los surrealistas; otro dice que, de haber nacido aquí, Kafka habría pasado por ser un escritor costumbrista. Evidentemente, el género en que ahora está inscrita la vida nacional va de las historias despiadadas del Viejo Oeste —como bien observó Paco Navarrete en su artículo del martes— a una especie de horror delirante cuyo sentido único es el de el sintentido extremo, que se alimenta y se agiganta con esa forma de la estupidez que es la incivilidad prevaleciente: un horror que sería grotesco y hasta ridículo si lo viéramos en una película (mala) o en una novela (peor), y cuyos protagonistas no hace falta buscarlos en las notas periodísticas más alarmantes: casi cualquier prójimo puede tener un papel estelar.
Un par de ejemplitos. En un vuelo de Guadalajara a la Ciudad de México, aborda entre los últimos pasajeros una mujer: rondará la treintena, va arregladona (si eso buscaba con los aretotes y el saquito de leopardo, caro y vulgar), aunque luce macilenta y crispada. Ve que su asiento es de ventanilla, y eso termina de fastidiarla. «Qué pesadilla», dice en voz alta (y a nadie, pues se ve que va sola). Un señor le cede su lugar, junto al pasillo, y ella no da las gracias: nomás tuerce la jeta y se aplasta. (Pesadilla, pensaría uno, es, por ejemplo, descubrirse siendo una prostituta enferma, apaleada y drogadicta, sin tener para que traguen sus cuatro hijos). Otro: en la espera del vuelo de regreso, un sujetito (ropita cara, jovenazo, se ve que dinámico, rapado por gusto) descansa las patas sobre su maleta, absorto en picar las teclas de su telefonito. Un trabajador de limpieza pasa cerca (ni tanto: a unos tres metros), un señor canoso y, se ve, cansadísimo, y el sujetito, un cretino ejemplar, le espeta: «Oye, ¿te doy esto?», al tiempo que le extiende una botella de Gatorade vacía, sin siquiera bajar las patas de donde las tiene. El señor la toma y la deposita en el bote, a unos cinco pasos de distancia. ¿No son dos personajes fascinantes, la mujer patética y el cretinito haragán? Hasta dan ganas de que protagonicen una novela en la que se conozcan y se enamoren, para que mutua y felizmente se hagan la vida imposible.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 29 de julio de 2010.