¿En qué quedó la rehabilitación del Parque de la Revolución que el Ayuntamiento tapatío anunció que iba a emprender, y que de inmediato generó inconformidad entre los usuarios habituales de ese espacio ante la amenaza de que éste les fuera restringido? El domingo fuimos, en las horas de la Vía RecreActiva, y el panorama no parecía haber cambiado gran cosa. Como se ha vuelto costumbre, aquí y allá, en las dos secciones del parque, había gente reunida y desarrollando las actividades deportivas o lúdicas o culturales o políticas gracias a las cuales, de un tiempo para acá, ese lugar ha dejado de ser meramente un pasaje inerte por el cual atraviesa el trajín diario de miles de tapatíos, y ha adquirido incluso un carácter emblemático como concretización de lo que ha de significar la vivencia de la ciudad para lo que a la gente le dé la gana, que para eso es suya (o sea nuestra). Unas muchachas balanceándose y haciendo piruetas en las telas que cuelgan de los árboles, un grupo de boxeadores practicando en el templete del ala norte, tamborileros y bailarines en otro lado, niños jugando al ajedrez gigante, parejas fajando de lo lindo sobre el pasto, alguien leyendo, alguien tocando la guitarra, las Bordadoras por la Paz reunidas en la fortaleza impresionante y estremecedora y conmovedora y admirabilísima que han sabido construirse entre los pañuelos cuyas inscripciones resumen todo su dolor y su increíble esperanza, ciclistas, patinadores, practicantes del hula-hula, etcétera.
También había cambios en los prados: algunas áreas modificadas con plantas de ornato y tierra removida, y un triángulo, del lado de Pedro Moreno, con una vallita ridícula rodeándolo, se entiende que para que nadie pase: ¿lo único que alcanzó a poner el Ayuntamiento cuando se echó para atrás su iniciativa de darle al parque un uso preferentemente ornamental? Salvo algún retoque a la pintura de las bancas de cemento, nada más: las fuentes seguían inservibles, como laguitos de inmundicia estancada; banquetas reventadas, luminarias rotas, al menos dos fosas destapadas (de esos cajones que se practican en el suelo para tener acceso a las tuberías o al cableado: no sé cómo se llamen), listas para que uno se rompa una pata si se distrae, y una buena cantidad de vendedores ambulantes (chucherías, gusgueras, la omnipresente e impune piratería) en la zona que opera como terminal de minibuses. Sobre todo, mucha basura. Montones de bolsas negras arrojadas junto a una fuente, botes que seguramente tenían días atestados. Y bueno: no hace falta entender gran cosa de administración pública (para eso están los funcionarios a los que les pagamos) para imaginarse que eso, la basura acumulada, dice mucho de un gobierno incompetente para mantener unas condiciones mínimas de orden —o bien es que a propósito se ha desentendido: ¿no querían que nos metiéramos con el parque?, pues ahí tienen su mugrero.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 30 de mayo de 2013.
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