¡Contesta!



Por la neurótica —e ilusoria— disponibilidad a que nos orilla la conexión constante a los omnipresentes medios de comunicación, estamos continuamente expuestos (o nos figuramos estarlo) a las interpelaciones que de modo ininterrumpido y por demasiadas vías nos hacen cuantos prójimos se lo proponen: contestando el teléfono (o los varios teléfonos) o respondiendo los correos electrónicos que se nos dirigen, pero además, para quienes perseveramos en la insensatez de mantener abierto el acceso a nuestra impaciencia vía Twitter, Facebook y demás, atendiendo los mensajes que, nos incumban o no, creamos de todos modos que nos incumben —ya decidir si aprobamos o repudiamos la foto del gatito roñosito y tierno que alguieninstagrameó es una forma de reaccionar, sea o no que la sancionemos con un «Me gusta»: ¿y quién va a devolvernos los segundos desperdiciados en ese juicio? Agréguese cómo la publicidad, la propaganda, las noticias y los chismes se incautan de nuestra atención: no es de extrañarse que cuando alguien de carne y hueso a nuestro lado nos pregunte cualquier cosa sólo atinemos a balbucir, vaciados y borroneados.
       El escritor Enrique Vila-Matas contó en un artículo reciente cómo dio con una solución a esta demanda incesante de atención, por lo pronto en lo que respecta al correo electrónico. (Durante la escritura del párrafo anterior fui notificado del arribo de cuatro mensajes, dos de los cuales exigían inmediatez de mi parte; tomé una llamada, le di curso a un tuit que no podía esperar, en réplica a otro que me mencionaba, y para escribir este paréntesis vengo llegando de la enésima vez que me he asomado a Facebook en los últimos minutos). Siguiendo el ejemplo del compositor Erik Satie, a cuya muerte se descubrió que jamás había abierto las abundantes cartas que recibía, no obstante lo cual rara vez había dejado de contestarlas (se limitaba a leer los remitentes), Vila-Matas, enfrascado en terminar una novela y agobiado por los requerimientos del correo electrónico, optó por hacer lo mismo: responder e-mails sin haberlos leído. En el artículo da algunos ejemplos: «Al e-mail 5 le he confiado que en Marsella soñé todo el rato que encontraba en la calle balas sin detonar»; «Al e-mail 8 (remitente de naturaleza envidiosa) le he contado que no iba a tardar nada yo en untar de mantequilla una tostada»; «Al e-mail 17 le he confirmado que Norma Jean Baker se mató».
       Aunque estas réplicas puedan carecer de sentido —y quién lo sabe: el azar puede generar sus propios sentidos—, cumplen con lo que parece más importante en las nuevas (y neuróticas) modalidades de correspondencia: satisfacen la ansiedad de responder, y quien las reciba, por perplejo que quede, quizás vea atemperada su necesidad de ser atendido tan urgentemente. Desde luego, hay otra solución, pero de tan drástica acaso sea impensable: radicalmente y de una vez, sin concesiones, desconectarse.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 29 de agosto de 2013.
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