Jueguitos

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¿En qué ciudad se celebraron los últimos Juegos Panamericanos? No sé. ¿Cuándo fueron? Ni idea. Supongo que, si tienen la misma periodicidad de los Olímpicos, habrán sido en 2007. ¿Participa, pongamos, Aruba? ¿Quién resultó campeón en el medallero? ¿Hay deportes de exhibición? ¿Qué atletas fueron los héroes, cuál se llevó el oro en lanzamiento de martillo, cuál en los cien metros planos, cuál equipo en volibol? ¿Participan los gringos, los cubanos? ¿Los brasileños ganaron en futbol? ¿Hay Panamericanos de Invierno? Sólo que nomás juegue Canadá. ¿Hay Parapanamericanos? ¿Los mexicanos arrasamos en el box? ¿Hay galas de gimnasia? ¿Hipismo? ¿Canotaje? ¿Tienen mascota? Si es así, ¿cómo va a ser la mascota de los Panamericanos tapatíos? ¿Un charrito? ¿Un agave bigotón y panzoncillo? ¿Una minervita en shorts?
       Imagino que la respuesta a tales preguntas idiotas, y a muchas otras que se me ocurren, debe de ser fácil hallarla haciendo alguna sencilla búsqueda en internet. Lo que me resulta asombroso, ahora que me he puesto a pensar en ello, es que todas estas informaciones jamás me han interesado en lo más mínimo, y tampoco tengo muchas ganas de averiguar nada sobre ellas. No se me tome por negligente —que puedo serlo, claro—: lo que ocurre es que, si tengo en mente los famosos Panamericanos, es sólo por el desventurado accidente de ser tapatío, y, para peor, de ser tapatío en tiempos en que a un puñado de dudosos personajes se les ha antojado que esos juegos, insospechables, se hagan aquí. Dichos personajes —funcionarios y empresarios: no veo a ningún «representante» de la supuesta sociedad civil clamando por la realización de los Juegos— alegan, naturalmente, lo consabido: que darán visibilidad internacional a Guadalajara, que habrá «derrama» económica, que con sus preparativos se le dará un levantón a la infraestructura urbana y, en suma, que son lo más sensacional que nos puede pasar.
       Pero los ignorantes y descreídos hemos de atenernos a lo evidente: en el mejor de los casos, esas olimpiaditas región 4 (perdónenme los deportistas y sus entusiastas: yo prefiero esperar a Londres 2012 para aplastarme otra vez a ver el lanzamiento de jabalina en la tele... además: ¿los Panamericanos no los pasan por la tele, o por qué nunca los he visto?) servirán únicamente para desfigurar un pedazo de la ciudad. (Por cierto: nunca he entendido por qué hay que construirle casa al yudoca incompetente que a los tres días de haber llegado ya tiene que estar largándose de regreso). Y en el peor escenario, el que estamos viendo, servirán para mostrar al mundo cómo Guadalajara es una ciudad inepta e incapaz de proponerse nada, una soñadora chapucera que se desentiende de sus miserias para hacer el ridículo una y otra vez con proyectos grotescos: el Guggenheim, el centro JVC, el Santuario de los Mártires, el Centro Cultural Universitario... Y ahora la Villa Panamericana —aunque, por lo visto, este inminente adefesio sí terminará brotando: a pujidos, pero saldrá.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 27 de agosto de 2009.

De segunda mano

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Esto no lo supe sino hasta mucho después de conocerlo: el hombre era músico, animaba el baile, a ritmo de danzón, en tardeadas polvorientas organizadas para jubilados, pero también era capaz de llevar bajo el sobaco una escuadra con el cargador puesto. Aborrecía el humo del tabaco, pero invariablemente se sentaba cada mañana en la mesa vecina a la que ocupaba yo, que fumo y que, gracias a nuestras posiciones (no había más ventilación que la que brindaba la entrada del local, y él estaba siempre más cerca de ella, mientras que yo me ubicaba al fondo), arrojaba incesantemente el humo en dirección de su presencia incómoda e infaltable. Me odiaba, odiaba mis cigarros, odiaba mi empecinamiento en habitar ese rincón de luz deficiente donde yo había dado en guarecerme para leer, para tomar un café, para fumar. Pero —yo llegaba siempre antes que él— me saludaba cada mañana. Yo le contestaba el saludo, pero le tenía miedo; manoteaba ostensiblemente para espantarse la nube tóxica que yo le arrojaba —sin querer: el día que sacó la pistola y la puso delante suyo, en la mesita, le tuve mucho más miedo—, pero no se cambiaba de lugar. Yo veía cada día cómo lo enervaba mi pestilencia miserable, lo oía fingir una tos encabronada, asistía a las quejas enfurecidas que le soltaba a la mesera, lo descubría mirando alternadamente las volutas del humo que le lanzaba y luego su arma, paciente y servicial; pero seguía encendiendo un cigarro tras otro.
       Tenía mucho más tiempo que yo viniendo a este café, lo saludaban con respeto y afecto, se veía que era un tipo afable. Pero sé bien que quería matarme. Que eso había estado pensando desde que empezó a exhibir la escuadra apenas llegaba, antes incluso de saludarme. Aunque chasqueaba la lengua y musitaba insultos cuando me veía abrir un nuevo paquete de cigarros, jamás dejó de despedirse comedidamente cuando se largaba —siempre antes que yo, que me quedaba fumando. Me agobiaba su incomodidad aparatosa, lo asfixiaba mi contumacia humeante, pero ninguno dio nunca muestras de querer rendirse. Pasaron unos cinco o seis años así.
       Hasta que, repentinamente, dejé de comparecer en ese duelo insensato, lamentable. Sólo porque me mudé a otros rumbos. He regresado alguna vez, mucho tiempo después, para descubrir que el lugar se ha transformado: ahora es un café mucho más espacioso, ahora los fumadores estamos proscritos por la Ley, ahora yo apagaría el cigarro a la menor señal de molestia. Él, quién sabe, quizás siga viniendo. Pero también puede ser que, a la larga, mi humo haya funcionado mejor que su pistola. O, si no mejor, sí antes.

Publicado en la columna «Excipiente», en KY 3

Filipinas

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Fotos: Natalia Fregoso
Hay razones para afirmar que el paisaje era distinto, aunque una somera verificación de sus elementos invariables invalide pronto —qué remedio— dichas razones. La fuente, por ejemplo, jamás la vimos funcionar: sigue siendo un cubo de concreto sostenido en vilo sobre el breve foso donde la lluvia se encharca, obcecadamente inmunda en su quietud. Las dos pérgolas en la esquina sur eran ya incomprensibles, y feas, y acaso sólo se desplazó unos metros la caseta del sitio de taxis. Hay demasiadas bancas, unas veinte: es imposible imaginar que todas lleguen a ocuparse, y es que, salvo para las palomas (también demasiadas), es sobre todo un lugar de paso: se lo cruza en diagonal, hacia la avenida y desde ella —como sucederá, seguramente, con los incontables jardines cuya implantación en un barrio obedece sólo a la observancia de disposiciones que obligan a dejar «áreas verdes» cuyo único sentido es el de estar ahí. En cuanto a los árboles, parece que dos fueron talados y, misteriosamente, perseveraron en rehacerse, y lo demás es vegetación anodina y precaria. Aparte, claro, de la estatua del General Aguinaldo, el héroe filipino insólito en ese lugar, que aun con la punta del sable rota, el bronce deslucido y la placa desaparecida, se tiene en pie, insurrecto para siempre mientras ve pasar la gente y los camiones.
    Pero aquello, aunque sigue igual, era otra cosa, innegablemente. Acaso no haya misterio en el hecho de que ese jardín hubiera terminado convertido en uno de esos territorios que la memoria privilegia con el fulgor silencioso de los recuerdos decisivos: estaba cerca cuando nos fugábamos de clase —casi porque era inevitable: nunca faltaba el profesor descabellado o cretino que nos orillaba a huir—, o bien nos quedaba en el camino que tomábamos al salir. Para el efecto de conseguir lo que procurábamos (la compañía deliberadamente demorada, la mera vivencia del instante en presencia uno del otro, la acallada fabricación de conjeturas y, alguna vez, cierto levísimo e inolvidable roce quizás no del todo accidental y cuya felicidad alarmante sólo ahora nos es dado admitir), nos servían igual los escalones de una farmacia en la esquina donde esperábamos el camión, cualquier banqueta por la que fuéramos, cualquier otro jardín. Pero tocó que fuera éste, objetivamente indefendible por quien sea que no sea ella o yo, que dimos en pasar ahí mucho tiempo, jueves y sábados. Mucho tiempo: tanto como si supiéramos —y no lo sabíamos, pero de algún modo lo sabíamos— que a la vuelta de veintidós años habríamos de regresar y encontrarlo de nuevo. Porque, además, es invisible.

Publicado en la columna «Excipiente», en KY núm. 5-6.

Suficiente

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Foto: Natalia Fregoso
—Quiero más café.
—Pídelo.
—Pero dónde está la mesera.
—Cuál mesera.
—Debe haber una mesera.
—Me asombra que seas capaz de dar por hecho cosas así.
—Así cómo.
—Como que tenga que haber una mesera.
—Esto es un café, y tiene que aparecer una mesera.
—Lo dicho: ahora asumes así, tan natural y tan arrogantemente, que esto es un café.
—Entonces por qué estamos aquí, tomando café.
—Porque nos gusta el café.
—Pero ya no tengo, mi taza está vacía, mira.
—Y por qué tendría que aceptar que hay una taza delante de ti.
—Qué he estado haciendo entonces. Me vas a decir que no he tomado café en todo el rato.
—Yo no soy quién para desengañarte.
—Y las sillas y las mesas y la caja registradora y la cafetera y estas servilletas y este cenicero y los viejos que juegan dominó allá al fondo y tu taza y el platito con restos de pastel y la rockola que está junto a los baños...
—Qué con eso.
—Son pruebas de que esto es un café.
—Si tú quieres.
—Y si no quiero también. Hay un rótulo en la entrada.
—Cuál entrada.
—Y un espejo detrás de la barra, y un hombre que lee el tarot en aquella mesa...
—Te olvidas de los tres gemelos.
—Claro, ahí tienes, los tres gemelos, los dueños de este café.
—Muertos todos. Este café no existe.
—Tenemos años viniendo.
—Eso crees tú.
—Entonces por qué estamos aquí ahora.
—Eso crees tú.
—Dónde está la mesera.
—Yo ya no quiero más café.


Publicado en la columna «Excipiente», en KY núm. 4

Lo que digan

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Con ustedes: ¡Chelo y Tere!
 
Quién sabe si haya que alarmarse más cuando se empieza a hablar de la crisis económica usando términos más alarmantes, como «shock», que según el secretario Carstens es lo que México está enfrentando. Quién sabe, porque cualesquiera que sean los modos que los funcionarios tengan de referirse al estado de las cosas («catarrito» o «shock»), éste siempre es malo y tiende siempre a ser pésimo, y el empeoramiento cotidiano del paciente es indiferente a las declaraciones y a las ocurrencias de los ineptos enfermeros en turno. Además, la noción de crisis es consustancial a cualquier idea de lo mexicano: una suerte de fatalidad, una forma de vida ineludible que nos impide enterarnos cuando tiene lugar una crisis de verdad: pasamos de un recrudecimiento al siguiente, y, puestos a hacer memoria, por más que el lugar común diga que los tiempos pasados siempre fueron más venturosos, tenemos sumamente difícil localizar los días en que hemos estado mejor o peor.
    Desentendidos, al parecer, de esta realidad, pero razonablemente movidos por lo que se ve venir (un nuevo recrudecimiento de la crisis perpetua), un puñado de «miembros de la comunidad de profesionales de la cultura» dirigieron, en días pasados, una carta a Consuelo Sáizar, titular del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, y a Teresa Vicencio, directora del Instituto Nacional de Bellas Artes, en la que se solicita «información detallada sobre el recorte presupuestal implementado por el Gobierno Federal y cómo afectará el desempeño de las instituciones culturales». El documento, que pide otras aclaraciones (cómo determinan ambas dependencias el ejercicio de sus recursos, cómo deciden cuáles tareas son «sustantivas», qué piensan hacer sus autoridades —si es que algo piensan— para resolver la ineficiencia administrativa que caracteriza su trabajo, etcétera), es también un citatorio para que Chelo y Tere (parece nombre de dúo vernáculo) sostengan un diálogo abierto con los preguntones —y quien se sume: cualquiera puede añadir su firma— el próximo miércoles... si a las convocadas les da la gana de asistir, desde luego.
    ¿Qué habrían de responder, las interpeladas? No importa gran cosa: los recortes están en marcha, las decisiones se toman siempre lejos de aquellos a quienes perjudican, la burocracia prevalecerá y nos sobrevivirá a todos, y los peores augurios se cumplirán. Además, una tarea «sustantiva» del trabajo de todo funcionario consiste en ser elusivo. Lo acabamos de ver más cerca, en Zapopan: ayer se daba cuenta aquí de las medidas drásticas que está tomando el Instituto de Cultura de ese municipio, incumpliendo compromisos y dejando en el aire proyectos como Divercine y el Festín de los Muñecos. Cecilia Wolf, la funcionaria al frente, se limitó a explicar, lacónica, en un mail, que «se está haciendo un análisis de qué obras o acciones se recortarán en todas las dependencias». Lo consabido, pues: la cultura no es prioridad, y menos en tiempos de crisis —o sea: jamás.
 
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 20 de agosto de 2009.

Les Paul con Chet Atkins

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Viejos cabrones. Siquiera que ya van a tocar juntos otra vez.

Adiós, maestrísimo

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Casi se electrocutó en 1940, cuando perfeccionaba su invento. Pero todavía aguantó casi setenta años más, y ni la artritis lo paró. Este video es de hace unos cuatro años. Les Paul acaba de adelantársenos. Para qué se muere la gente así.

¡Otra!

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 Instantánea subrepticia de un trovador restaurantero, justo en el momento en que aúlla, de la inspiración del Buki, aquello de «Si no te hubieras ido / estarías aquí». ¿O no va así?
Iba a decir que, detrás del verdugo, del recaudador de impuestos, del agente de tránsito, y un poco más adelante del vendedor de tiempos compartidos, del cadenero de bar, del limpiaparabrisas o del empleado de telemarketing (o como sea que se llame esa maldita cosa que consiste en marcar teléfonos de desconocidos para importunarlos), el oficio de trovador restaurantero debe de ser uno de los más detestados del mundo. Iba a decirlo, pero caigo en la cuenta de que la estadística vendría inmediatamente a contradecirme, dada la multitud de trovadores restauranteros que en el mundo (o, por lo pronto, en Guadalajara) tañen y rasguean y se desgañitan y dicen chistes, y peor, dado el evidente gusto con que los festejan y les piden otra —o al menos no protestan— los incontables comensales que hay siempre en sus inmediaciones. Porque, vamos a ver: según mi forma de entender la vida, si hay un lugar donde un sujeto dispone de bocinas para lanzar al mundo las más tortuosas demostraciones de su pésimo gusto, lo que tendría que hacer un ciudadano medianamente razonable es ponerse a salvo, ¿no? Pero, en vez de pasar de largo, la gente, por lo visto, prefiere invariablemente los lugares así, y se regocija y se queda las horas escuchando los éxitos de Mario Pintor, de Mocedades o de Sandro de América, de modo que el cantador termina siendo más importante que la comida o que lo barato del lugar.
    Supongo que de algo servirá reconocer las diferencias entre lo detestable y lo que uno detesta. No siempre es fácil: ahora mismo escribo esto en un café de ésos donde el cajero me trata como si fuera un primo confianzudo («Gracias, que estés muy bien», me dice sonriente cuando me da el cambio), pedir un expreso es complicadísimo (el sistema de medidas, sabores, añadidos y temperaturas, con sus combinaciones infinitas, es sencillamente indescifrable), acabo tomando lo que no quiero (¡no, entiéndanlo, no quiero crema, ni leche de soya, ni canela, ni crema batida, ni chispitas de chocolate, ni un pastelito, ni nada!) y, encima, me rotulan el vasito con mi nombre, como si estuviera en una fiesta infantil. Bueno, pues aquí tiene rato sonando una música horrenda —elección del cajero ñoño, imagino— que, sumada al trámite descrito, redondea a mi juicio lo aborrecible del lugar. ¿Por qué, entonces, está lleno, y por qué la gente se ve tan contenta?
    Lo asombroso es que, grabada o en vivo, la música impuesta, obligatoria, siempre a volúmenes crueles y siempre fea, o por lo menos enfadosa, parezca ser cosa buena y tenga tanta aceptación. Sea que instalen a un copetón de voz engolada, guitarra en mano, con un repertorio que va de Mijares a Diego Verdaguer, o sea que pongan cualquier selección inmunda que les dé la gana, los restauranteros saben que hacemos minoría los confundidos ignorantes de que nuestras aversiones están lejos de ser compartidas por los felices demás. Larguémonos entonces con nuestras muinas a donde se pueda estar en paz.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 13 de agosto de 2009.

Un crustáceo con casco cornígero

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Bogavante, de Adrián Curiel Rivera, es la historia de un hombre incapaz de admitir la posibilidad —imponente, pasmosa— de que exista el horno de microondas con foquitos y botones incontables que tiene delante.
    Es la historia de un vikingo que duerme en una colchoneta que odia.
    Un vikingo al que llaman «cosito».
    Es una historia que va muy bien hasta que revienta un frasco de mostaza. O hasta que un gesto de solidaridad le descoyunta la cintura al protagonista: por acomedido, pues quién le mandó ayudarle a un paisano a cargar aquellas cajas voluminosas en el aeropuerto de Boston.
    Es la historia de un hombre —o de un crustáceo— que, al igual que cierto Boris (danés pese al nombre eslavo), está lleno de tribulaciones. Este Boris, gemelo espiritual de Homero Gómez —tocayo a su vez de cierto manjar que cierto restaurante madrileño exhibe en sus vitrinas: el Homarus gammarus—, es un conquistador épicamente derrotado por la contemplación de una nativa, con la que no duda en ayuntarse mientras los suyos son expulsados a hachazos de un territorio que, a partir de entonces, pasará a ser perpetuamente mítico e ilocalizable: que alguien diga que esto no es triste.
    Como un bogavante, también (en cualquiera de las acepciones que, ilustra el diccionario, tiene el término: la de «primer remero de cada banco de la galera», o bien la que sirve a la zoología marina y por la cual se entiende que es un crustáceo «decápodo, de color vivo, muy semejante por su forma y tamaño a la langosta, de la cual se distingue principalmente porque las patas del primer par terminan en pinzas muy grandes y robustas»), como un bogavante también podemos referirnos a un pintor que trabaja incansablemente en la realización de un cuadro que representa «un barco enorme», explica su novia, «un buque que tiene fresas en lugar de mástiles y nueces en vez de claraboyas» —un barco, la cruel explicación no iba a detenerse ahí, que «navega sobre un extenso mar de girasoles. En el horizonte, suplantando al sol, se pone Saturno con todas sus lunas y su anillo».
    (Paréntesis: en algún momento somos puestos al tanto de que la historia que vamos conociendo es la historia de un cobarde. Pero vale más desoír esta noticia ahora, porque el cobarde mismo se encargará de pagar muy caras todas las que debe, y por qué habríamos de juzgarlo antes de tiempo; también porque, en buena parte de sus hechos, está determinado a conseguir que su vida y sus decisiones pasen por las de un valiente —no en balde pinta, también, y compulsivamente, los rasgos del vikingo cuya figura lo obsesiona—, incluso cuando su novia y él encaran a los patrulleros que llaman porque han creído identificar un rechinido, en la inmensidad de la noche, con la reaparición de ciertos rateros que seguro están segueteando los candados del edificio donde previamente los hemos visto refocilarse. Al cobarde y a su novia, claro está, que así se despiden, porque ella se va a trabajar de gerente de una cadena de supermercados en Boston. Massachusetts).
    Es, pues, la historia de un expedicionario que traza, entre la Ciudad de México, Boston y Madrid, y entre los brazos de dos mujeres (que casi casi son tres, de no ser por la circunstancia embarazosa, digamos, de que la que pudo ser la tercera ya antes fungía como su suegra; aunque, bueno, puestos a sacar cuentas hubo también otra, pero la cosa no pasó de un besito), el itinerario de una aventura en la que menudean las asechanzas del destino, las pruebas para templar su astucia, las ocasiones en que su puño apresa el peligro, las conflagraciones y los fastos de la pasión, los enigmas inescrutables y los enemigos invencibles —pero que él, faltaba más, desbarata con su espada o su pincel, cualquiera de los dos pero en todo caso flamígera o flamígero—, y también la desolación del héroe abandonado con lo único que conserva, que es su dignidad, por más que pueda no parecérnoslo porque lo hemos visto con un ridículo paliacate colorado en la cabeza, o con los labios pintados en una fotografía que se va por el retrete...
    Bogavante, también, es una novela en la que asoma la cabeza, así sea fugazmente, alguien capaz de llevar por nombre el de Don Fermín Hernández del Sacogrueso; una novela que sugiere la «risueña hipótesis» —sí, muy risueña, pero no deja de sugerirla— «de que la mítica Vinlandia pudo haberse encontrado o haber coincidido con los territorios que tres siglos más tarde verían brotar de su seno lacustre la esplendorosa ciudad de Tenochtitlan, de lo que se deduce como consecuencia lógica que los escandinavos pudieron haber confraternizado o guerreado, o ambas cosas, con los diversos clanes indígenas precursores de los aztecas»; es una novela donde hay supermercados que se llaman Holly Golightly’s, y que también contiene una plausible ilustración de las razones que pudieron mover a Eirik el Rojo a bautizar como Groenlandia una tierra que no era verde; una novela a la que le brota una playa en pleno Madrid —pero no es propiamente una playa, sino una discoteca: el delirante locus amœnus donde trabaja una mesera, de nombre Lola Madrid, a las órdenes de un barrigón que deberá ser recordado, ya para siempre, como el autor de la más formidable expresión de reproche/lamento/despecho/desesperación/ganas de pleito/ansias de venganza/desquite pueril/resignación/amor/odio que haya conocido la literatura en castellano en mucho tiempo; una novela donde Homero repentinamente se siente Palinuro (pero en realidad sólo está borracho y se niega a soltar el volante de su «vochito»); una novela en la que puede nevar (y no sólo en las calles, sino sobre todo en el ánimo de sus personajes, de pronto desvalidos y conmovedores); en la que una gobernanta escandinava y urgida de novio decreta la decapitación de ciertos súbditos; en la que existe un Departamento de Intercambio Interactivo Institucional Local en el Departamento del Distrito Federal; en la que alguien rema incesantemente al ritmo de un tambor, el cuerpo llagado por la humedad y el hacinamiento; en la que un telefonazo desde el otro lado del océano, una Nochebuena horripilante, deja varios damnificados. Una novela en la que un hombre se encuentra un libro, empieza a leerlo en un avión y termina por quedar reducido a algo apenas distinto de un crustáceo vencido y a punto de ser cocinado, o algo apenas distinto de un vikingo con las tenazas sujetas al remo por los grilletes que ya jamás será capaz de quitarse.
    Además de todo esto, Bogavante, por si fuera poco, es una novela absolutamente fascinante.
Bogavante, de Adrián Curiel Rivera. Axial, México, 2008.
Publicado en Replicante 17.

Impertinencias

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Inolvidable (no sé si desgraciadamente), y sobre todo por la imitación suya que hacía Eduardo Manzano, el Polivoz. La pondría aquí, pero para qué: a quien le dé curiosidad, que la busque, al cabo todos andamos aquí de ociosos.

Hace un par de días salió la noticia de que a los marines de Estados Unidos se les ha prohibido el uso de redes sociales, como Facebook, MySpace o Twitter, por razones de seguridad estratégica. La medida tendrá vigencia de un año, y contempla la salvedad de que las tropas se conecten a estas redes cuando «no estén en su lugar de trabajo». Se entiende que el razonamiento es más o menos éste: si un militar destacamentado (así se dice) en territorio de guerra proporciona los datos de su ubicación, además de cuantas indiscreciones se le antojen, como fotos de las instalaciones en que se encuentra, mensajes que cruce con sus compañeros, noticias sobre sus acciones o lo que sea, estará brindando información que facilite al enemigo dar con él y abatirlo más sencillamente.
    El tema de los usos malévolos que se pueden dar a estas herramientas de comunicación no es nuevo; recurrentemente hay oleadas de paranoia en las que proliferan mensajes de alerta respecto a los riesgos que supondría abrir las ventanas de la privacidad a la curiosidad de millones de enemigos potenciales. Con dar las propias señas en Facebook (qué hace uno, qué quiere, que le gusta, con quién se junta), según esta perspectiva, uno estaría franqueándole el paso a los secuestradores o a cualquier otro tipo de maldoso que guste aprovecharse. Desde luego: tan cierto es que los excesos de la indiscreción pueden ser peligrosos como que la gente es muy burra y no mide. Al 15 de julio, Facebook alcanzó la cifra de 250 millones de usuarios interconectados: más de algún indeseable estará pendiente de las ocasiones para medrar.
    Pero el abuso del medio (hablo de Facebook, básicamente: a MySpace dejé de pelarlo cuando me hartó —pronto— , y a Twitter me he resistido, supongo que por rollero: los 140 caracteres que permite para cada mensaje no me alcanzan ni para una muela) tiene otras consecuencias perniciosas que veo mucho más complicado erradicar. La impertinencia, sobre todo. Estoy de acuerdo en que uno entra a esa conversación tumultuosa y desordenada para saber de los «amigos» (etiqueta falaz: yo tengo puñados de «amigos» que no conozco, y con otros muchos ni nos volteamos a ver si nos encontramos en la calle), así como para dar noticias de uno mismo; lo malo es que una altísima proporción de esas noticias consista en informaciones bobaliconas con las que sólo se consigue importunar a los demás. Ojo: no desdeño el valor de lo inútil, que puede ser muy sabroso: yo no me habría enterado de que Demis Roussos no sólo sigue vivo, sino que además anda de gira, de no ser porque un amigo —que seguramente no tiene nada mejor que hacer— se desveló colgando en Facebook varios videos esperpénticos del griego barrigón. Lo que me revienta es leer, por más que no quiera, qué le dicen las galletitas de la fortuna a medio mundo, o el resultado de cualquier otro jueguito o test de los que abundan. Y es que no todo lo que es ocioso es divertido, y ni siquiera simpático. Como este berrinche, seguramente.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 6 de agosto de 2009.

La guayabera viene mucho

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No es tan seguro que el PRI esté regresando. Si, por una parte, nunca se fue del todo, también es cierto que los modos de sus nuevos abanderados son muy distintos de los que observaron los figurones inolvidables de antaño. El profesor Hank, por ejemplo, no tuvo una «Gaviota» para echarla por delante en los mítines (¿quién habría estado bien? ¿Fanny Cano?), o habría sido al menos embarazoso que a Javier García Paniagua se le hubiera ocurrido vestir blusones floreados y agarrar la guitarra a la menor provocación...

Si gustan seguir leyendo, pasen por favor para acá: Letras Libres / agosto de 2009.
Ilustración: Alejandro Magallanes 

Las luces y la puerta

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Una mujer enciende las luces. En otro lugar, pero acaso al mismo tiempo, un hombre abre una puerta. Lo que dé sentido a ambos actos, que implican sendas intenciones de mostración, no dependerá de las decisiones de quienes los ejecutan. Tampoco de las que tome quien registra estos momentos —quien ha puesto por escrito esto, que unas luces se encienden, que una puerta se abre—: en la oscuridad que la mujer abate, al lado del hombre junto a la puerta, estamos nosotros, ávidos de ver y escuchar, impacientes por pasar. Nuestra azorada inteligencia de lo que ocurra, nuestros juicios precarios, desechables, y sobre todo la estupefacción que inevitablemente habremos de experimentar, y que acaso secretamente estemos aguardando —la estupefacción, reconozcámoslo, es apenas una mera variante de la fascinación: quizás inadmisible, pero tan irrecusable como el embeleso—, terminarán por armar una historia de la que mayormente obtendremos apenas instantáneas que tendrían que resultar difíciles de identificar: algunos jirones de carne apremiada, algunos sonidos (gruñidos, aullidos, jadeos, golpes secos, exabruptos, insultos, silencios); también las tramas estrambóticas de algunas cintas pornográficas, también las reflexiones acuciosas con que alguien busca escapar del tedio. Conoceremos, en realidad, poco más que los nombres de cuatro presencias que se hallan en los extremos de dos cadenas —nombres pronunciados entre sus poseedores con adoración o con aborrecimiento—, y antes de haber podido tomar ninguna precaución nos descubriremos sujetando esas cadenas, que se entrecruzan y se tensan, para guiarnos en la incursión a la que vamos siendo impulsados por nuestras ansias de ver más, de oír más, de saber hasta dónde se podrá llegar  —hasta dónde podríamos llegar nosotros mismos.
    Es cierto que Los esclavos, de Alberto Chimal —su primera novela, inesperada por los propósitos que la animan, a considerable distancia de los que han determinado la producción anterior del autor—, puede ser leída como una audaz e incluso descarnada indagación de los límites a los que puede conducir, o los límites que puede transgredir, la voluntad de sujeción. El encuentro entre un sometedor y un sometido da como resultado dos sometidos, y ello porque, una vez que se ha prescindido de formatos más bien convencionales para la afirmación mutua, quienes perseveran en el reforzamiento del vínculo van volviéndose indistinguibles: la tensión de la cadena es la misma en el primer eslabón y en el último. Marlene, la pornógrafa viciosa y mezquina, está más reciamente atada de lo que podría imaginar a la bestezuela irresistible y grotesca que ha hecho de Yuyis, su actriz principal (¿su hija?); Golo, aun deshaciéndose como un desperdicio de Mundo, el miserable que eligió entregársele en el único acto de libertad de que ha sido capaz, malvive en la lucha diaria contra el hastío que le surten sus refinadas prácticas de degradación y suplicio, y para esa lucha son indispensables los juguetes medianamente humanos que se procura. Pero más allá de esta indagación novelesca, en la que la invención literaria es la linterna que escudriña los sótanos del sexo para descubrir ahí los bultos descompuestos e irreconocibles del amor o el deseo —y para agregar, al respecto, las conjeturas que vengan a cuento sobre los comercios de la libertad y el ejercicio siempre relativo del poder—, lo que ha conseguido Alberto Chimal es mucho más impresionante por la medida en que delega en la presencia del lector la transgresión necesaria para que estas historias existan y se dejen leer. Lo que quiero decir es esto: a lo largo de los episodios breves, imperturbables, cuya numeración se sucede en la progresión de la atrocidad —me temo que en la consideración de un libro como éste no es posible eludir, por inexpresados que se quiera dejarlos, los juicios morales—, prevalece un admirable cálculo por el cual la prosa se impone proporcionar únicamente las indicaciones para que, por nuestra cuenta, terminemos de trazar pormenorizadamente lo que estamos presenciando: ¿por qué somos capaces de completar las conversaciones a las que llegamos cuando estaban ya empezadas, por qué nos representamos sin dudas los cuadros de los que sólo se nos muestran secciones? ¿Por qué entendemos todo lo que pasa aquí?
    He querido ver en el apartado central del libro, la historia titulada «Años después», más que una deliberada derivación sobre el tema de la esclavitud recíproca: habíamos estado presenciando lo que pasaba entre una mujer y otra, y entre un hombre y otro, y acaso hacía falta hacerse una idea de la forma que el vínculo podría tomar entre un hombre y una mujer para comprender que, en estos rumbos recónditos de la experiencia humana, la diferenciación sexual poco importa. Aparte de esto, creo que ahí está sugerida una clave —si, a fin de cuentas, lo que queremos es terminar de entender—: en tratos como los que sostienen los personajes de Los esclavos las explicaciones son superfluas y no hay poesía que valga. Toda palabra es un alarde superfluo y prescindible, y lo único que importa se cifra en estremecimientos, en la imposición del daño, en el abandono y el ansia, en lo que apenas se musita, en la obediencia y la orden, en la súplica tácita, en la tortuosa inminencia del placer.
    Los esclavos es un libro magníficamente escrito. Y si bien su materia es de suyo escabrosa, la altísima calidad de siniestro que lo preservará en nuestra memoria provendrá de las razones que nos lleven a leerlo de un tirón, sin poder detenernos.
Los esclavos, de Alberto Chimal. Almadía, Oaxaca, 2009. 

Publicado en el nuevo número de Replicante, que está ya circulando y se consigue fácil: ¡corran por él!

El mar en turco

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Gerardo Deniz es un señor ya mayor, de figura hobachona y barbita blanca, que usa anteojos del grosor de un pulgar, se deja embelesar por la conducta de los gatos y va a morir sin quedarse calvo. Debajo de la mata espesa de canas, su mirada es risueña: encantadora, se diría. Es fácil imaginarlo dándole de comer a las palomas en un plácido jardín. Pero resulta que es un auténtico dinamitero, y que su trabajo ha consistido en reventar las nociones más naturales que sus lectores —víctimas colaterales, pongamos— pudimos tener acerca de la poesía hasta antes de conocerlo a él: hasta antes de alcanzar a ver, luego del estallido, las figuras extrañísimas que edifica sobre los escombros.
       Por poco elegante que resulte, lo primero que debe decirse sobre la obra de Gerardo Deniz es que no se le entiende. O, para ser más precisos, es altamente probable que estará siempre desencaminada la comprensión que —ilusos de nosotros— sus lectores creamos alcanzar al hallarnos delante de libros como Mansalva, Enroque, Grosso modo, Op. cit. o Picos pardos. Enigmáticas, herméticas, capaz de recurrir inesperadamente a lenguas remotas (de un verso a otro puede brincar del castellano al mongol antiguo), a esquemas de fórmulas químicas o, si hace falta, hasta a algún dibujito, muchas de las composiciones que Deniz traza sobre la página podrían pasar por acertijos cuyas soluciones están fuera del alcance de cualquiera. En ocasiones es posible reconocer algunas formas, algunas voces, alguna idea, y a veces hasta milagrosamente se llega a intuir de qué diablos se trata aquello. Lectura desconcertante, espinosa, atestada de referencias misteriosas, que pretende exigir a sus lectores una cultura inmensa, lo que escribe Gerardo Deniz en realidad se parece muy poco a lo que habitualmente se entiende por poesía —salvo que suele estar en verso— y, lo dicho, casi nunca se llega a entender del todo. ¿Por qué entonces este autor, que cumple 75 años en agosto, es considerado uno de los poetas más fascinantes de la actualidad?
       Existe una especie de culto en torno a los libros de Gerardo Deniz, y sus fieles han tenido que renunciar a hacerse muchas preguntas. Porque, a cambio de claridades, lo que hay en Deniz es un altísimo sentido del juego, de la ironía, de la sorna —además, claro, de una erudición colosal, que lo surte de las palabras y las imágenes más inesperadas que, a su muy peculiar modo, construyen los sentidos de eso que él mismo se niega a admitir que sean poemas. («Ojo al parche», advirtió una vez: «no estoy dispuesto a que me tilden de papanatas antipoético. Yo también hago metáforas resplandecientes cuando me da la gana»). Quiso ser científico o músico —es un melómano impresionante—, pero como él mismo ha contado, terminó escribiendo versos porque no tuvo más remedio. Octavio Paz fue uno de los primeros que repararon en lo que hacía (lo animó, de hecho, a publicar sus primeros poemas, a lo que Deniz le respondió: «¡Calmantes!»), y le siguieron otros muchos que se fueron sumando al deslumbramiento ante una obra absolutamente revolucionaria, poesía desentendida de la poesía —Deniz afirma no leer a los colegas: prefiere los libros de entomología— que ejerce un hechizo inmediato en quien se asoma a ella. Le han sido concedidos los premios Xavier Villaurrutia y Aguascalientes, los dos más importantes que se entregan en el país, y su obra en verso está recogida en el volumen Erdera, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2005. También es un ensayista implacable (Paños menores, Anticuerpos), e incluso ha publicado al menos dos volúmenes de cuentos hilarantes: Alebrijes y Carnesponendas.
       Encima de todo, Gerardo Deniz ni siquiera se llama así. «Deniz» quiere decir mar en turco, y así es como ha firmado sus libros; pero sus recibos de honorarios vienen a nombre de un tal Juan Almela. Este Almela ha dedicado buena parte de la vida a leer, corregir y traducir libros de materias arduas que harían correr a muchos otros, pero que a él lo deleitan, y también ha prestado sus saberes inusitados —de la biología al sánscrito, pasando por la economía histórica o la gramática del esquimal— a las curiosidades del otro, Deniz, con quien forma una suerte de hermandad siamesa y que es una de las figuras más asombrosas de la poesía mexicana del último medio siglo —por más que se pregunte, justamente en un poema, «cómo será que a mis tíos y tías los poetas / les escurre lo que relatan / y viven para contarlo».
Publicado en Magis 411. (Este nuevo número de Magis está ya circulando; pueden encontrarlo en el Sanborn's de la esquina)