Nadar

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Famosamente, la entrada del diario de Franz Kafka correspondiente al 2 de agosto de 1914, en los días en que se desataba la Primera Guerra Mundial, reza solamente: «Hoy Alemania le declaró la guerra a Rusia. Por la tarde, Escuela de Natación». Citada a menudo (por ejemplo por Enrique Vila-Matas, quien la aprovechó en un libro y la ha retocado para que quede diciendo «...Por la tarde fui a nadar») como resumen de la actitud desaprensiva del escritor frente al escenario de la historia —o mejor, de espaldas—, la frase puede ser también vista como la declaración de resignación de un hombre ante acontecimientos que está más allá de su alcance pretender siquiera influir: lo sugiere la obra misma de Kafka, una de cuyas inagotables lecturas es la del individuo anulado por fuerzas insuperables (el Estado, la Ley, el Padre). O indiferencia, en cuyo caso algo tiene de monstruoso, o rendición tácita, admisión de la propia impotencia.
            La primera noticia, que el praguense habrá conocido quizás en un diario, acaso en una pausa del tedio que imaginamos que anegaba su rutina como empleado de una compañía de seguros, era de incumbencia universal (y se puede imaginar al Doctor Kafka comiendo solo, pero inmerso en un local donde el barullo agitado de los parroquianos, con sus conjeturas y sus temores, hace eco del suceso y de sus implicaciones: él únicamente escucha); la segunda, su presencia en la Escuela de Natación, le concernía nada más a él, que sabía por qué era indispensable registrarla en la bitácora íntima que llevaba (y se puede imaginarlo de regreso de su ejercicio, por la noche en su habitación, demorándose tal vez en la recordación del agua y de su cuerpo en ella, sumergido también a solas). Ambas informaciones, evidentemente desproporcionadas, quedaron sin embargo igualadas por su atención, y es de ahí —me parece— de donde el apunte obtiene su carácter ejemplar: de la neutralidad con que es posible conferir la misma relevancia (es decir, ninguna, pues al cabo se llega por igual al olvido) a lo que depende de nosotros como a lo que no. Que dos naciones se declaren la guerra es contingencia, lo mismo que haber ido a nadar. Lo mismo que lo que sea: lo que pase, por ejemplo, este domingo, y el lunes, y la vida que después de entonces espera.
            Antes que la indiferencia egoísta que se podría reprocharle, y en vez la resignación angustiada por la que se podría compadecerlo, a mí lo que me gusta ver en la anotación de Kafka esa noche es un sabio sentido de prescindencia: sabe (supo, ese día) que, como el mundo reventaba sin tomarlo en cuenta, él podía hacer otro tanto: en silencio, a solas, echar un vistazo al reloj, dejar el periódico con su locura sobre la mesa, pagar la cuenta, dirigirse después, por detrás de todo, rumbo a los vestidores de la Escuela de Natación y zambullirse al fin en el agua, esa tarde memorable también por eso. O sobre todo por eso.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 28 de junio de 2012.

Thoreau

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No pude presenciar en vivo el tercer «debate» entre los candidatos presidenciales organizado por el movimiento #YoSoy132: me lo impidieron, primero, las dificultades técnicas —y, desde luego, mi impericia para remontarlas, aunque esto sería lo de menos: ahora mismo podría aplastarme a ver la grabación—; pero sobre todo me lo impidió mi impaciencia y un arranque de irritación por la sospecha (que fue afirmándose como certeza mientras iba leyendo los apuntes en Twitter y Facebook de quienes seguían la transmisión el martes, y que voy terminando de confirmar ya que el miércoles va avanzado) de lo infértil del acto y de su muy relativa relevancia para el curso de las campañas electorales y para los resultados a que éstas se encaminan.
    Lo que quiero decir es esto: en modo alguno descalifico la voluntad de los organizadores, ni el empeño que han puesto en sus iniciativas, ni mucho menos la sinceridad de su actuación ni lo legítimo de sus móviles. Creo que la comparecencia en la discusión pública de los jóvenes estudiantes (ya escribí una vez que esos términos habría que precisarlos mejor, pero ahora los uso por economía) amerita, en principio, nuestra comprensión como una manifestación de civismo —todo lo perfectible que se quiera, pero atendible y respetable porque es una de las escasísimas en un país donde no suele haberlas. «Civismo», dice el Diccionario de la Real Academia en la primera acepción que da a esa palabra, es «celo por las instituciones e intereses de la patria», que es lo que se ha visto —y está muy bien—, más allá de las confusiones o indefiniciones o inconsistencias del movimiento estudiantil y por delante de sus demandas y de los logros que han alcanzado. Pero lo que ya no tengo modo de soportar es al cuarteto de farsantes que protagonizan la contienda: sus vacuidades y sus estupideces, su cinismo y su hipocresía, su soberbia. Su falta de civismo, en suma. Por parejo.
    Así, lo que encuentro incomprensible es que siga admitiéndose, como si no pudiera ser de otra forma, que tiene sentido tratar de razonar con estos individuos. Se dirá que así funciona el remedo de democracia vigente en México, y que es lo que hay, y yo entiendo que el propósito de #YoSoy132 es procurar, en la medida de lo posible, que las elecciones que hayamos de hacer las hagamos lo mejor informados que se pueda. El problema —mi problema— es que ya está a la vista lo que hay, justamente, y que figurarse cualquier esperanza al proponerse con los candidatos un ejercicio cívico es desperdiciarse. Además, he estado releyendo a Henry David Thoreau, Del deber de la desobediencia civil (otra lectura muy recomendable, además de la de Montaigne, que dije la semana pasada, para estos tiempos de necedad): ¿cuándo llegará —y quizás esté yo desperdiciándome en esta ilusión— la hora de, sencillamente, volverle la espalda a estos cuatro, y al elenco incontable de impresentables que los acompañan?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 21 de junio de 2012.

Montaigne

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Era de temerse: mientras se aproxima la fecha fatal de las urnas, va afirmándose el imperio de la boruca y la necedad sobre la discusión pública, que ha terminado por ser ensordecedora. La necesidad de hacerse oír (que en muchos casos llega a desesperación) cancela prácticamente toda disposición de escuchar —quiero decir: de avenirse a considerar el juicio y la posición del otro con la voluntad de comprenderlo—, y lo que hay es una tempestad de conclusiones bajo la cual no tiene modo de guarecerse quien busque defenderse con el precario paraguas de la duda. O no se oye nada, o sólo lo que se quiere entender (los ecos deformes de los propios gritos). Es fácil constatarlo en las conversaciones cuyo nivel desciende conforme se alza el volumen y los argumentos se anegan entre conjeturas infundadas e imaginaciones descabelladas —cuánto hay de superchería en nuestra lectura de la cosa política—, resquemores desencaminados y aversiones equívocas (al asumir, por ejemplo, que cada candidato encarna en cada uno de sus partidarios, o que el parecer del adversario en cualquier intercambio de alegatos es lo que lo define, lo cual conduce económicamente a aborrecerlo).
            El ánimo generalizado de vociferación campea, desde luego, en las llamadas redes sociales, donde es de dar pena —a un tiempo vergüenza y lástima— la propensión al exabrupto y al encono, pero también la facilidad con que muchos se avienen a la falsedad deliberada con tal de imponerse sobre quienes piensan distinto, y cómo las razones se truecan en artículos de fe para cuya defensa se cuenta con provisiones inagotables de invectivas, amenazas y bajezas. (Acaso lo único que haga tolerable seguir asomándose a esos barrancos —hablo por mí, que así he tenido que explicármelo— sea la prevalencia del sentido del humor, también inagotable, felizmente: el último reducto de sensatez).
            No parece que haya escapatoria, pero la hay. Por ejemplo en la compañía de Michel de Montaigne. Lo pensé desde el episodio anterior de esta comedia atroz, en 2006, y ahora corroboro que no hay forma mejor de precaverse contra el desasosiego infértil que puede instilarse en nuestro presente: en sus Ensayos, entre muchísimas cosas, alecciona sobre la precariedad de nuestros juicios y la futilidad de obstinarnos en ellos, pero sobre todo acerca de lo saludable que es proponerse guardar en todo momento una distancia prudente de la confusión. Claro: habrá ocasiones en que sea indispensable responder, y hacerse cargo (aunque su divisa era «Yo me abstengo», el propio Montaigne declaraba que a veces habría preferido la espada a la pluma). Pero como ideal no está mal: el escepticismo por principio y la reticencia, hasta donde sea posible, a permitir que intervenga nuestra siempre irremediable ignorancia. Además: mientras nos cerca tantísima estupidez y tanta miseria, ¿qué mejor que recuperarse en la sabrosísima lectura del Señor de la Montaña?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 14 de junio de 2012.

Un minuto

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De un sobresalto a otro: en el mismo minuto, me entero por Twitter (ya de todo me entero por Twitter, no sé qué quiera decir eso: seguro que uno, por empecinarse en informarse ahí, está condenado a vivir en el sobresalto) de la concesión del Premio Príncipe de Asturias de las Letras a Philip Roth. Claro, pego un brinco de gusto. Pero apenas voy aterrizando cuando encuentro ahí mismo la siguiente noticia: Ray Bradbury ha muerto. Me apachurro horriblemente. Pasado ese minuto vertiginoso, doy en cavilar acerca de la pareja necedad que hay en desear que a los ídolos les toque toda la gloria, siempre, y que no se mueran nunca. Supongo que es irremediable, y que únicamente podemos operar así, al margen de las veleidades de la fortuna y de la fatalidad, a solas con nuestras lealtades.
            A Roth ninguna falta le hace ningún premio —y mucho menos el Nobel, ese gigantesco malentendido: cada que su nombre resuena con alguna notoriedad noticiosa, invariablemente se recuerda que aún no lo ha recibido, lo cual lo afirma en el bando de Borges, Proust, Kafka y Joyce. En todo caso, al distinguirlo una vez más, como ahora, los que salimos ganando somos sus lectores, y, más felizmente, los nuevos lectores que tendrá gracias a la resonancia mediática del galardón, que habrá de traducirse en una mayor atención por parte de sus editores. Que sea un autor de indudable peso para la literatura universal tampoco importa gran cosa: la fama y la historia son ámbitos que muy escasamente pueden concernir al individuo que, en soledad, puede dar con las mejores explicaciones de sí mismo que ofrecen novelas como La mancha humana, Pastoral americana, Me casé con un comunista, Deudas y dolores o (estoy mencionando mis favoritas) Patrimonio —uno de los libros más devastadores y hermosos que he leído, y seguramente el más conmovedor.
            Y Bradbury, ese viejo luminoso, ¿qué falta hacía que se muriera? Una vez dijo, como alguien recordaba ayer, que cuanto había llegado a ser en la vida era consecuencia de lo que ya era a los 12 o 13 años: un muchacho insuperablemente asombrado ante el mundo y al tanto de que el suyo era el oficio más maravilloso de todos. Gracias a esa convicción existe Crónicas marcianas, ese prodigio de perturbadora belleza, cumbre —pienso yo: habrá quien opine diferente— de una obra que nos recuerda incesantemente (y llegamos a olvidarlo a menudo) los poderes salvíficos de la imaginación. Recuerdo con gratitud y mucho cariño cuando Bradbury participó, vía satélite, en la FIL de 2009: «Si alguien no cree en ti, córrelo de tu vida», dijo entonces. También que en la escuela no se aprende nada: que lo mejor es meterse en una biblioteca.
            Del alborozo al pozo, pues. Qué cosa extraña sentir esta alegría y esta pena, y la emoción de saber que por más que Roth vaya a Oviedo a ser lisonjeado, o Bradbury a la zona crepuscular desde donde seguirá mirando con asombro de niño tras sus gruesos anteojos, están aquí mismo, en un librero. Sonriendo.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 7 de junio de 2012.

Las cosas como son (y como no son)

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Se entiende (o yo entiendo, pues) que, sobre valores como legibilidad y perdurabilidad, entre otros que el arte contemporáneo (me da por pensar) ha dejado de lado, cada nueva creación ha de prevalecer gracias a su carácter imprevisible y, sobre todo, a la singularidad a la que aspira. La excepción es a un tiempo el ideal y la norma: cosa que conviene tener en cuenta para que nuestra comprensión (o la mía, pues) renuncie a la tentación de la negligencia o la mera haraganería, y admita atarearse de modo supuestamente más provechoso en las perplejidades que puede llegar a enfrentar —así nunca alcance a resolverlas, o sólo consiga desconciertos reduplicados siempre que continúe preguntándose qué es lo que presencia, y por qué. Es decir: en lo único de cada creación estriba la razón última de nuestra atención, o al menos en la figuración borrosa de que nos hemos topado —de que debemos habernos topado— con algo que carece de antes, por fácil o difícil que resulte conocer los precedentes y la historia de ese algo, y como sea que se pueda (o que importe) reconstruir dicha historia.
            Si no es excepcional, no es. O es, vamos, pero interesa menos o nada o sólo existe como pretexto para la sorna o el tedio —lo más frecuente. Se entiende también (o soy yo el que va entendiéndolo así) que el arte se construye contra la indiferencia; que, por mucho que sus hacedores puedan fingir lo contrario, trabajan en interpelar a sus espectadores, y que en la medida en que una obra exija ser interrogada —aunque obra, me parece haber oído por ahí, ya también es una noción que ha de manejarse con pincitas, porque huele un poco a cadáver— está cifrada su seguridad: mientras pulse su naturaleza de hallazgo, de formulación de lo impensable, el hecho artístico estará dotado de una suerte de fuerza gravitatoria por cuyo influjo irá orientándose cuanto vaya surgiendo después —siempre y cuando nuestra atención como espectadores se avenga a seguir siendo interpelada, pues nunca es imposible renunciar y mejor dedicarse al dominó, a darle de comer a las palomas, a la repostería o a cualquier otra forma más gratificante de la ociosidad.
            Por esa prevalencia de la excepcionalidad como aspiración suprema del hecho artístico, resulta por lo menos abusivo que, invariablemente, se espere del espectador un acercamiento no sólo sosegado y ecuánime, sino además creativo de inmediato, y que se deshaga cuanto antes de impresiones espontáneas (el espanto, por ejemplo, o la pereza, o incluso la complacencia de los sentidos), para que en cambio proceda a la consideración circunspecta, renunciando por principio a consentirse ninguna extrañeza —que, si no hay más remedio, sólo será tolerable si al fin queda envuelta en las explicaciones y justificaciones de rigor. La experiencia ha de ser un ejercicio de prudencia y de humildad: nada de juicios veloces, nada de chasquear la lengua, y mucho menos una sonrisita sarnosa; alzarse de hombros y dar media vuelta es una claudicación, o bien el reconocimiento de la propia zafiedad. Y digo que es abusivo proscribir, en la comprensión del arte, toda manifestación de desconcierto, porque la materia prima del hecho artístico es precisamente nuestra desprevención. (Ilustración grosera —y de paso anuncio que ya no voy a volver a escribir aquí «hecho artístico», porque ya me harté—: si quieres pegarle un susto a alguien, te acercas en silencio y sin que se dé cuenta; no puedes esperar que, acto seguido, empiece a preguntarse por las implicaciones socioculturales de que el piquete que recibió lo recibiera en las costillas, o qué significados subyacen en el hecho de que hayas elegido una máscara de gorila, o cómo, en qué contexto y según cuáles autores, tendría que interpretarse el «¡Bu!» que tuviste a bien añadir. Sólo habrá un alarido, primero, y enseguida un arrebato de furia o un ataque de risa: no más).
            Hablo del espectador como hablo del crítico, pues no encuentro que tenga mucho sentido distinguir a uno de otro —como no sea porque el segundo extiende y pormenoriza sus juicios para obsequiárselos al mundo, en tanto el primero nomás queda rumiando a solas, o ni eso. Y tengo la sospecha de que para ambos, que vienen siendo el mismo, el trabajo intelectual que demanda el arte contemporáneo ha devenido, en buena medida, un asunto de etiqueta: una regulación tácita de los modales según la cual toda objeción automática es automáticamente objetable, y por la que debe recelarse del recelo si no está expresado, paradójicamente, como una atenta forma de ponderación; de ahí que los exabruptos, las preguntas sinceras o los sarcasmos sean infracciones propias sólo de asnos majaderos que no merecen más que desdén. Más injusticia, si cabe: cuando es tan frecuente saber de artistas cuyos empeños están definidos (o eso vienen a contar) por la ironía, luego resulta que hay que abstenerse de ironías a la hora de vérselas con ellos —lo que más que irónico resulta ridículo, vamos diciéndolo como es.
            Y es adonde quería llegar. A las dificultades de decir las cosas como son, a las posibilidades que cancela la represión del llano parecer, canjeado siempre por elaboraciones elusivas respecto a lo que muy probablemente no las merezca y mucho menos las necesite. (Posibilidades, por ejemplo, como las que exploró y usufructuó con genio insuperable don Isidro Bustos Domecq, el escritor que un tiempo dio en comparecer en la colaboración de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares: concretamente en sus Crónicas, de 1967, en realidad exordios fascinantes a las obras de artistas absolutamente inusitados y deslumbrantes... por fatuos, desorbitados o imbéciles. Toda una lección del beneficio que la parodia y las puras ganas de joder rinden a la apreciación del arte). A veces escucho por la radio a una crítica empecinada en dejar claro —supongo que hará falta insistir mucho— que es basura buena parte del arte contemporáneo que puebla los museos y galerías del mundo. Otras veces caigo en revistas cuyos colaboradores, evidentemente, están lejos de guardar semejante posición, y se afanan en cambio en los exámenes más o menos abstrusos que les impone aquello que van descubriendo y viéndose impelidos a comunicar. En ambos casos, me temo, acabo siendo orillado al bostezo y a la verificación de ciertas constantes: la crítica de arte está, por lo general, encantada consigo misma, se tiene a sí misma por algo respetabilísimo, y en consecuencia es incapaz de proponerse ningún sentido del humor, y mucho menos ningún gesto que atenúe su gravedad y sus ansias de fijación del sentido de aquello que la ocupa: así, parte —sin necesidad siquiera de enterarse— de su propio fracaso al renunciar a decir lo que en verdad quisiera decir, y de ahí vienen la ilegibilidad que muchas veces la posibilita, la vacuidad que la sostiene, la indiferencia que le permite sobrevivir. «La triste verdad que debemos aceptar es que, en el gran orden de las cosas, cualquier basura tiene más significado que lo que deja ver nuestra crítica», reconoció admirablemente el crítico gastronómico Anton Ego, en la reseña modélica e iluminadora que redacta como punto culminante de la película Ratatouille —y en la que sintetiza una claridosa moral del oficio a la que deberían asomarse muchos antes de empezar a farfullar sus pareceres. 
            Pacato como sabe ser, el Diccionario de la RAE da cuatro acepciones para la voz mamada, la última de las cuales (la que es mexicanismo) es la que nos interesa: «Despropósito». Estaremos de acuerdo en que la riqueza de significado que mamada posee, usada en este sentido, va mucho más allá: con ella se designa, sí, al despropósito, pero cometido a sabiendas, con ánimo de burla o de gracejada; también es aquello que resulta de la presunción y el alarde (como cuando un fubolista se adorna de más, y es por ello un mamón), o bien una tomadura de pelo que no llega a serlo porque nos percatamos a tiempo. Asimismo, es mamada una cosa incomprensible que finge ser lo contrario, sólo que mediante rodeos y mirándola desde determinados puntos de vista —pues, de condescender a ser desentrañada fácilmente, quedaría pronto denunciada en su insustancialidad: una boruca, vaya, un puro balbuceo. En el arte contemporáneo —y por qué no tendría que ser así, ultimadamente— no son infrecuentes las mamadas, posibles muchas veces por cuanto las propicia y las alienta el afán de excepcionalidad con que los artistas buscan tomarnos desprevenidos. Lo que no es común, o más bien no existe, es su identificación como tales, usando ése u otros términos afines. (¡Y con lo económico, satisfactorio, claro y sonoro que es decir «Esto es una mamada»! ¡Y con lo natural que es, y con lo mucho que se dice y se escucha, y con el contento que así se recauda y con lo mucho que sirve para poner a alguien en su sitio!). Sencillamente es algo que no habremos de ver por escrito, ni de escucharle a ningún crítico con un micrófono enfrente, pues nada más ajeno a su oficio que decir las cosas como son. No soy ingenuo (espero): sé que, de usar la palabrita, una crítica quedaría inmediatamente desactivada, pues saldría sobrándole todo lo demás que necesita —su engolosinamiento, su pirotecnia, la profusión de naderías que le dan cuerpo. Pero ¿no sería sensacional?

J. M. Coetzee: el misterio inagotable

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Lejos de la página en blanco, ese territorio siempre promisorio por las infinitas posibilidades que extiende para la imaginación de un novelista —así las exploraciones que éste emprenda lleguen a ser desventuradas o atroces—, la superficie sobre la que ha elegido escribir el sudafricano J. M. Coetzee es la de un espejo. La decisión supone tener delante, en todo momento, la imagen de sí mismo, y en esa imagen la mirada de los ojos de un hombre solo y en silencio, que ve las evoluciones de la prosa que se extiende sobre su rostro y, simultáneamente, los ojos del hombre que va trazándola, apenas interpuestos entre ambos los significados de las palabras con que buscan dar respuesta a las interrogaciones que se hacen recíprocamente. No es un empeño solipsista: fuera del espejo, en los libros a los que finalmente llegan y en los que las conocemos, esas palabras que este hombre dirige a sí mismo terminan, misteriosamente, por interpelarnos y concernirnos con un poder irresistible: la página del libro se vuelve entonces un espejo en el que descubrimos nuestro rostro asombroso, que a solas y en silencio nos hace las preguntas más insospechables. Y temibles...