Está cumpliéndose medio siglo de la aparición de Rayuela, la célebre novela de Julio Cortázar. Es de esperarse que de aquí a 2014, cuando se festeje el centenario del autor y se conmemoren los treinta años de su muerte, estemos encontrándonoslo continuamente en toda suerte de recordaciones, homenajes, relecturas y reediciones —en concreto, está lanzándose ahora mismo una edición conmemorativa de esta novela, aderezada por un apéndice donde Cortázar cuenta cómo la escribió y por un mapa del París que se recorre a través de ella, y dentro de unos meses aparecerá el volumen Clases de literatura, con las lecciones que el escritor dio en Berkeley en 1980. Lo cierto es que las efemérides no hacen falta para garantizar la perdurabilidad de la presencia de Cortázar entre sus lectores de siempre ni su descubrimiento por parte de los nuevos lectores: su obra, y en particular esta novela, es afín a la de otros autores que, por las posibilidades inauditas que revelan, tienen cierto carácter iniciático por el cual se refrendan incesantemente en la atención de las nuevas generaciones (Herman Hesse, se me ocurre, o Edgar Allan Poe, a quien el argentino veneraba; o, más cerca de estos tiempos, David Foster Wallace o Roberto Bolaño… aunque en este caso yo encuentro mucho más de ingenuidad y de malentendidos: ya en cincuenta años se podrá ver).
Creo que debí leer Rayuela en la prepa porque me habrá parecido inevitable: en los comienzos de la vida de un lector, por lo general, queda aún lejos el principio de suspicacia por el que más tarde se puede llegar a eludir sistemáticamente (o a considerarlo con reservas) cuanto viene anunciado por su propia fama. Retengo, sí, la figuración borrosa de mi acceso a una forma de narrar inesperada, distanciada de las más convencionales —y todavía escasas— que había conocido, y ya por eso atractiva, aunque no pueda decir que fascinante: quizás tanto París y tanto amor desventurado y tanto jazz y tanta gente de conductas disparatadas y arrebatos y escepticismos y tanto fervor artístico, por alguna razón, no llegaron a convertirme en un partidario irrestricto (como creo que ocurre con muchos lectores de Cortázar, que se vuelven devotos por motivos predominantemente sentimentales). Luego di con los cuentos, y Bestiario sí se me volvió indispensable, lo mismo que Final del juego —mucho más tarde, por fin, llegué a la que para mí es la sección más rica de la obra cortazariana, la de los libros misceláneos en los que predomina el ensayo: los dos volúmenes de Último round y La vuelta al día en ochenta mundos.
¿Rayuela necesariamente tiene que ser una lectura de juventud, y, al haber dejado ésta atrás, uno se ha perdido irremisiblemente de un acontecimiento decisivo de proponerse releerla? Confío en que no sea así; también confío en que la memoria desfigura la experiencia, para mal o para bien, y por ello seguramente valdrá la pena aprovechar esta ocasión de relectura —ahora que ya no es inevitable.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 27 de junio de 2013.
Imprimir esto
0 comentarios:
Publicar un comentario