Leer quita tiempo, engorda, a veces da jaqueca, a veces insomnio; puede ser un atajo para la desesperación (por ejemplo cuando no se entiende bien lo que se está leyendo, sea porque ya se declaró la jaqueca, o porque en lugar del insomnio ha llegado su prima fodonga, la somnolencia, estorbosa y encimosa; o bien porque conforme uno avanza en la lectura, en lugar de enterarse de lo que dicen las letras, va más bien percatándose de que carece de las destrezas o el conocimiento de los que posiblemente sí dispuso el autor, y así tiene que estar regresándose al comienzo del párrafo, o de la página, o retrocediendo varias páginas, con lo cual la experiencia se asemeja a caminar de espaldas), y también una vía para el abatimiento que resulta de intuir, mientras se está leyendo, que el mundo o la vida han prescindido muy fácilmente de uno, y que seguramente seguirán transcurriendo estupendamente afuera de esa burbuja de necedad en la que uno se recluye, se supone que por propia voluntad —y se supone que debería ser muy fácil romperla—, dejando que el cuello se ponga rígido, el café se enfríe, las nalgas se entuman, el país reviente, la vejiga rebose y el teléfono repiquetee en vano, y lo incomprensible es que parezca inevitable reforzar el aislamiento, con más capas de terquedad e impaciencia, cuando el mundo o la vida nos reclaman y nos quieren de regreso (el que va y te interrumpe porque cree, con toda razón, que no estás haciendo nada de provecho, o el huracán que obliga a levantarse e ir a cerrar la ventana; el teléfono ya no, porque se habrá terminado por silenciarlo), y entonces las dificultades propias de la lectura se ven multiplicadas por la sospecha de si, en efecto, no podría estar haciéndose otra cosa, más naturalmente benéfica para uno mismo y para el prójimo, como prepararse una ensalada, marchar en una manifestación, llevar a afinar el coche, ir a pagar el predial, platicar tantito con los amigos. También: mientras se lee se deja de trabajar y de ganar dinero —dinero que podría servir para comprarse algo más que leer, que los libros están carísimos, razón de más para atormentarse cada que se toma el ejemplar en turno y se ve la cantidad insensata que se desembolsó por él.
Aun si se consigue leer sin estas congojas, y si uno entiende todo, no le duele la cabeza, no tiene sueño ni culpa y está en una postura cómoda y con una salud razonable (un metabolismo que impida empezar a echar lonja apenas se abre el libro), y si a uno el mundo y la vida le valen por completo, está siempre el riesgo de obtener de la lectura perplejidades indeseadas, preguntas que habría preferido no hacerse, desolaciones sin remedio (Don Quijote no nomás se vuelve loco, sino que además termina muriéndose), felicidades ilusorias, exasperaciones gratuitas, curiosidades reduplicadas e insatisfechas, más ignorancia que al principio y fantasías irresponsables.
Hoy hay venta nocturna en la librería del Fondo de Cultura Económica; aseguran que abundarán los buenos descuentos.
Aun si se consigue leer sin estas congojas, y si uno entiende todo, no le duele la cabeza, no tiene sueño ni culpa y está en una postura cómoda y con una salud razonable (un metabolismo que impida empezar a echar lonja apenas se abre el libro), y si a uno el mundo y la vida le valen por completo, está siempre el riesgo de obtener de la lectura perplejidades indeseadas, preguntas que habría preferido no hacerse, desolaciones sin remedio (Don Quijote no nomás se vuelve loco, sino que además termina muriéndose), felicidades ilusorias, exasperaciones gratuitas, curiosidades reduplicadas e insatisfechas, más ignorancia que al principio y fantasías irresponsables.
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Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 25 de agosto de 2011.