Shala-lalá-lalá

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No es la primera vez que Jaime López se lanza a chapotear en el ridículo, gustoso como en otras ocasiones, por lo que parece, y desentendido de cualquier reproche o extrañamiento o interpelación que nos sintamos impelidos a hacerle sus seguidores —y si no cómo es que se lo ha visto posar tan sonrientote junto al secretario de Educación Pública, su nuevo fan. Hace siglos, cuando ya pesaba como una de las presencias más dignas de atención del rock mexicano, pero además iba convirtiéndose en uno de los mejores compositores que ha habido en Iberoamérica, le dio por aparecer, por ejemplo, en XE-¡Tú!, aquel programa repulsivo que cifraba la comprensión que Televisa tenía de la juventud mexicana —y que seguramente sigue teniendo. Yo me acuerdo bien de haber visto a Gloria Calzada presentar en Estrellas de los Ochenta, algo perpleja, pero también algo asqueadita, el videoclip horroroso que, con todo, alcanzó a darle popularidad fugaz al tema «El Mequetrefe», del disco La Primera Calle de la Soledad. López también participó —para quedar en último lugar— en el Festival OTI, donde salió con máscara de luchador cantando el «Blue Demon Blues»... y luego se dijo que en realidad había entrado para burlarse, que si gritó, al terminar su canción, «¡No hay peor lucha que Lucha Villa!», fue para enfurecer a Raúl Velasco, que todo era puras ganas de provocar. Pero lo cierto es que, si hubiera tenido la edad, habría concursado también en Juguemos a Cantar. Luego agarró a Álvaro Dávila de productor, a cada rato sale con Ricardo Rocha... Y, cuando Café Tacvba hizo su versión lamentable de «Chilanga Banda», allá fue López, encantado, a cantarla con estos sujetitos —y a recibir las regalías, por supuesto. Nomás le ha faltado andar con Galilea Montijo, o con algún bicho parecido, para terminar de figurar como las mejores estrellitas deplorables.
       Que, al margen de todo esto, es un gran compositor, no lo digo nomás por la necedad de quien ha venido siguiéndolo con lealtad a lo largo de un cuarto de siglo: creo que cualquiera que le preste atención podrá comprobarlo: por la sofisticación técnica y la profundidad poética de gran parte de sus canciones, por su originalidad radical, su consistencia como creador y la indiscutible solvencia de sus actuaciones, razones de la influencia que ha llegado a tener en sus contemporáneos y en quienes han venido después, y razones también de que su obra esté incrustada en la educación sentimental de muchos —al modo en que pueden estarlo las canciones de Cuco Sánchez, Bob Dylan, Leonard Cohen o María Greever.
       Así que no es tan raro que, ahora, López haya firmado con Álex Síntex (o como se escriba) la cancioncita estúpida para «festejar» el bicentenario. Lo irritante es que sea tan mala —y empeorada, si cabe, por la vocecita de cabra estreñida del de Chiquilladas, o por ese coro de niños al final, como si se hubiera vomitado Walt Disney. Jaime López, está visto, no tiene vergüenza, y allá él. Lo triste es que, como artista, sea un irresponsable.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 26 de agosto de 2010.

¿Qué opina, don Juan?

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No es novedad que don Juan Cardenal Sandoval Íñiguez es un deslenguado, y hasta resulta aburrido ya caricaturizarlo: por muy retorcido que llegue a ser en sus intenciones, en sus actuaciones y en su indudable influencia en la vida pública (y en la vida secreta de la vida pública), un personaje como él acaba siendo pardo y predecible, pues tiene un repertorio limitado de poses: o el paso hierático con que va recogiendo el fervor de su grey, o la pose adusta con que concelebra un acto de la vida secular, en compañía de figuras que saben también ser soeces y arrebatadas —al Cardenal iba dirigido aquel célebre brindis en que el Gobernador de Jalisco, Emilio González Márquez, nos mandó, a todos los que no estuviéramos de acuerdo con él, a chingar a nuestras madres...

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Sordera

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Cae mal, claro, ponerlo como generalización, pero es a lo que conduce la vivencia diaria de una ciudad frenética como ésta: impaciente, malmodosa, amenazadora, cruel, hostil y, en suma, cada vez más difícil de tolerar —y más que le vamos echando: vivir en Guadalajara va volviéndose sobrevivir, y sin embargo no parece que nos urja mucho remediarlo. Así que terminamos generalizando, pese a que pueda haber excepciones (y quizás sean lo que nos salva, finalmente). Es esto: una de las manifestaciones más odiosas de la incivilidad que prevalece en el trato cotidiano, y por la cual todo prójimo es un enemigo en potencia (o en acto, frecuentemente), es la aparente voluntad que tenemos de ensordecernos unos a otros, todos a la vez y haya o no provocación.
       La moto tronadora, por ejemplo, cuyo imbécil tripulante va soñado, activando a cada acelerón las alarmas de los coches junto a los que pasa; la alarma inútil del coche cuyo imbécil propietario no aparece ni aparecerá sino hasta horas después de que haya comenzado a pitar (tampoco la policía aparece jamás, y por lo común tampoco hace falta un ladrón para que el coche aúlle: las alarmas están hechas para que los ladrones las desactiven o para que se disparen, histéricas, por cualesquiera otras razones); los camiones repartidores que se anuncian con sonsonetes enloquecedores; las agencias de coches, tiendas de muebles, boutiques o farmacias o lo que sea que sacan a la banqueta bocinas gigantescas con músicas repugnantes (y a veces ni música: nomás un mono gritando las ofertas); los restaurantes y bares con trovador o bichos parecidos; toda la música llamada «ambiental»; los coches cuyos imbéciles conductores van haciendo ostentación de la vulgaridad de sus gustos musicales; los camiones con escapes arreglados para que rujan, o con láminas que raspen el asfalto. Y, también, cada ciudadano mentecato que platica con su compañero de mesa —o por el celular, o en el súper, o mientras camina— queriendo que el mundo entero lo oiga...
       No nos falta, pues, el ruido, y cuando parece haber espacio para el silencio, ya está el vecino cretino subiéndole el volumen a su fiesta. Y lo pienso ahora que supe de una convocatoria curiosa que está por lanzar la Fonoteca Nacional para que, a través de su página de internet (www.fonotecanacional.gob.mx), se vote por el sonido más bello de México. ¡Qué elección más difícil!, pensé primero, por la complicación que supone aislar los sonidos predilectos entre el estrépito imperante. Pero luego, inadvertidamente, la memoria me trajo una respuesta irresistible: para mí, el sonido más bello de México es el del carrillón electrónico de la Torre Latinoamericana, y eso por recuerdos de la infancia que asocio a sus campanadas de cada quince minutos y a la melodía de las seis de la tarde. Sólo de esos rumbos remotos he conseguido sacar el sonido por el que votaré; de Guadalajara, en este presente estruendoso y la sordera con que nos rodea, lo veo poco menos que imposible. ¿Alguna idea?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 19 de agosto de 2010.

Lo dicho

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Parece que sucede en automático: cuando alguien que se desempeña dentro del amplísimo espectro de la función pública se ve en la circunstancia de tener que pronunciar, explicar o incluso defender sus «líneas de acción» (sus estrategias, sus decisiones, los objetivos que persigue o afirma perseguir, y cómo para ello dispone del recurso material y humano), por lo general cuenta más la expresión de la convicción que la exposición de criterios. Y a veces solamente la convicción. Precisando: la necesidad de ostentar, ante todo cuestionamiento y como una suerte de vacuna contra las suspicacias, la certidumbre inconmovible de que el paso es firme y seguro, la visión clara, la marcha sostenida y el rumbo el correcto: la certidumbre o su apariencia, al menos: bastan algunas fórmulas y algunos ademanes de determinación. Es posible que se trate de una adaptación natural al medio, indispensable para la supervivencia: no hay funcionario que no tenga entre sus deberes el de exhibir aplomo y confianza en que lo que hace lo hace bien, seguramente con tal de que así nos parezca a quienes los escuchemos y a fin de procurarse simpatías y adhesiones —o, por lo pronto, para enfrentar el menor número de discrepancias posible. Pero de los criterios —las razones en las que se funda su actuar, con qué discernimientos y según quiénes se diseñan las políticas a su cargo— es poco lo que se llega a mostrar, y, por lo visto, más poco lo que importa. 
        Esto viene a cuento por un encuentro que sostuvieron ayer el secretario de Cultura de Jalisco, Alejandro Cravioto, y algunos integrantes de su equipo, con periodistas y editorialistas de Mural. Luego de escuchar el sucinto recuento que se hizo del trabajo de su dependencia en lo que va del sexenio, seguido por las previsiones para el trecho que falta recorrer y las respuestas a algunas preguntas (qué planes hay para el 2011, por ejemplo, en ocasión de los Panamericanos), yo quedé pensando en el escaso sentido que tiene esperar de los funcionarios algo más allá de cuanto evidencie, en los hechos, su propia labor (o la labor que dejen de hacer). Quiero decir: puesto que todo funcionario tiene que ser el mejor propagandista de sí mismo, y como para ello ha de presumir de llevar siempre el viento a favor —así tenga que sortear tempestades—, es difícil que sus dichos vayan más lejos del encomio de los propios logros, o bien del argumento siempre infalible de la crisis y la precariedad sempiterna como justificación para cualquier omisión o medianía. Sobre los criterios, poco o nada; y es con criterios que se trazan los presupuestos, por ejemplo, o se prefieren unas «líneas de acción» sobre otras (la prevaleciente comprensión de la cultura como atractivo turístico, o como reafirmación machacona de la identidad tradicional, antes que como apertura de una sociedad al mundo). Pero como dijo aquél: «Por sus frutos los conoceréis». Que no por lo que tengan a bien decir de sí mismos —que ya sabemos qué va a ser.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 12 de agosto de 2010.

Clarice Lispector: el corazón pensativo

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«Es un silencio que no duerme: es insomne; inmóvil, pero insomne; y sin fantasmas. Es terrible: sin ningún fantasma. Inútil querer probarlo con la posibilidad de una puerta que se abra rechinando, de una cortina que se abra y diga algo. Está vacío y sin promesas. Si por lo menos se escuchara el viento. El viento es ira, la ira es vida. O nieve. La nieve es muda pero deja rastro, lo emblanquece todo, los niños ríen, los pasos rechinan y dejan huella. Hay una continuidad que es la vida. Pero este silencio no deja señales. No se puede hablar del silencio como se habla de la nieve». El mundo en suspenso, detenido en su mudez absoluta: lo único que es posible escuchar es el propio corazón: cómo se obstina en que existamos, aunque no quede muy claro por qué ni para qué. Ni de qué valdrían nuestras más íntimas y minúsculas batallas —las decisiones de cada momento, de todos los días— para que pretendamos, con el relato de su insignificancia y de nuestra pequeñez, irrumpir en ese silencio que nos contiene y misteriosamente nos tolera. Una mujer, por ejemplo, ante un ramo de rosas que duda si regalar o no a otra mujer; un gesto de cortesía —la mujer que duda y su marido están invitados a cenar a casa de la otra—, pero también muchísimo más que eso: esas rosas, en su perfección y su fugacidad, son exactamente lo mismo que la mujer que duda en regalarlas (y su marido lo constata cuando llega a casa y la descubre, sentada en la sala y en silencio: «Él sabía que ella había hecho lo posible para no tornarse luminosa e inalcanzable»): son ya una ausencia, una pérdida irreparable, una tranquila desaparición.
       Reacias a las explicaciones o a las interpretaciones que busquen establecer sentidos por los cuales sea posible consignar la progresión puntual de sus historias, las imaginaciones narrativas de Clarice Lispector están fabricadas, por lo general, con la ardua materia de lo inefable. Y acaso de ello derive la calidad extrañísima de sus encantamientos: las formulaciones insólitas con que asigna contornos a emociones, sensaciones, destinos y estados de ánimo que nadie antes ha conseguido precisar. «Soy tan misteriosa que no me entiendo», se definió a sí misma alguna vez. Pero también dijo: «Siento una claridad tan grande que me anula como persona común y corriente. Es una lucidez vacía, ¿cómo explicarlo?, algo así como un cálculo matemático perfecto que, sin embargo, no se necesita. Y no entiendo aquello que entiendo». Como la mujer ante el ramo de rosas, como el silencio que las palabras apenas consiguen insinuar.
        Firmante de una vasta producción de cuentos, novelas y crónicas en las que prevalece, por encima de sus misterios, una belleza siempre insospechable, Clarice Lispector fue concebida en Ucrania en 1920, cuando sus padres, judíos que huían de la revolución rusa, ya habían decidido emigrar a América. La niña nació mientras ya estaban en marcha, y poco más tarde, al llegar el viaje a su fin en 1925, quedaron decididas su nacionalidad y su lengua: el portugués brasileño. Estudió Derecho, pero no ejerció; muy joven comenzó a publicar sus primeros cuentos, y fue reportera de un diario en Río de Janeiro. Al contraer matrimonio con un diplomático comenzó a establecerse en los puntos que iban marcando la carrera del marido: Nápoles, Berna, Torquay (en el sur de Inglaterra), Washington... Hasta que se divorciaron, en 1959, y Lispector regresó a Río con sus dos hijos, donde continuó su trabajo periodístico y literario. Ya a los 23 años había publicado su primera, sorprendente novela, Cerca del corazón salvaje —en la que algunos quisieron ver resonancias de James Joyce, a quien la joven autora aún no había leído—, y para la década de los sesenta concitaba incesantemente la atención de la crítica y la devoción del público lector. En 1977, un día antes de cumplir 57 años, murió víctima de un cáncer fulminante. 
       A sus personajes, construidos sobre su soledad (y sobre la soledad de la autora), les son impuestos descubrimientos tremendos, el mayor de los cuales es el descubrimiento de ellos mismos: saberse vivos. Clarice Lispector no sólo es una escritora deslumbrante: es indispensable porque en sus cuentos y sus novelas asistimos, sin falta, a la pronunciación de nuestras más profundas razones: las palabras con las que el silencio envuelve a nuestro corazón.
Publicado en Magis 417

Cines así

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Es triste, cómo no: luego de que hoy se proyecte por última vez una película ahí, el Cine del Bosque se convertirá en una marca más de la memoria fantasmal —y qué memoria no lo es— de Guadalajara: una prueba más de que habitamos simultáneamente en una ciudad que nunca terminaremos de descubrir y en otra que sólo tiene consistencia —y muy precariamente— en la problemática realidad de la añoranza. Casualmente, hace unos días platicaba con Rodolfo, un camarada cinéfilo, sobre los cines que nos tocó conocer, disfrutar y luego ver cómo iban siendo suprimidos del paisaje, o cómo quedaban transformados en otras cosas (centros comerciales, lugares de oración, bodegas horrorosas del vacío, estacionamientos, baldíos): asistimos así a una lenta y lamentable disolvencia de nuestros propios recuerdos, que a fin de cuentas es lo único en lo que podemos confiar.
       Creo que todo tapatío que al menos vaya pisando ya las inmediaciones de la cuarentena —y acaso algunos más jóvenes, pero es difícil, porque la devastación habrá empezado hace unos veinte años—, podrá localizar varias experiencias concretas que haya tenido en los viejos cines, y esas evocaciones, en todo caso, tendrán cierta calidad fantástica que las vuelve tan entrañables como inverosímiles: así de radical ha sido esta supresión de espacios a los que sólo con la memoria nos es dado regresar. Las dimensiones gigantescas del Diana y las emociones que proponía su ingreso; la elegancia del vestíbulo del Variedades y su marquesina, que al anochecer derramaba una cascada de luces de neón sobre la avenida Juárez; las matinées del Chaplin, los estrenos en el Gran Vía o en el Tonallan o en el Colón; aquellos de la Calzada que estaban destinados a exhibir exclusivamente cine mexicano: el Metropolitan, el Avenida, el Alameda, el Orfeón... O, por ejemplo, yo recuerdo vivamente que en Semana Santa había que ir a ver películas de corte bíblico en el Latino, y mis hermanos cuentan que el Greta Garbo (en sus tiempos el cine infantil por excelencia: un caso tristísimo, pues antes de empezar a derrumbarse pasó por una decadencia siniestra, como sala porno) ofrecía un servicio que hoy parece insólito: una camioneta que pasaba por los niños a sus casas y luego de las películas los regresaba. Y así: los Cinematógrafos, el México, el Park, el Sorpresa, el Américas, el Del Estudiante (que, nos preguntábamos Rodolfo y yo, ¿por qué nunca la Universidad de Guadalajara se ha interesado en rescatarlo? Si ahí lo tiene, abandonado y monstruoso, junto al edificio de Rectoría, y con lo bien que serviría a la celebración de la Muestra, o como se llame el festival que se hace cada año).
        No hay misterio en la muerte del Cine del Bosque: ya no fue negocio. Es fácil pensar que ya no pueden existir los cines así: están los otros, numerosísimos, que pueblan la cartelera, y que inevitablemente hemos preferido (¿cómo, si no, han prosperado tanto?). Hoy, con este cierre, deja de existir definitivamente una ciudad que ya no volveremos a ver.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 5 de agosto de 2010.

Cuantimenos

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La mala noticia es que en Guadalajara hay balaceras todos los días. La buena noticia es que la mayor parte de esas balaceras son ficticias, y sólo tienen lugar en la alarmada imaginación de los ciudadanos que, por ejemplo, ven un convoy de patrullas y corren a dar la alerta por Twitter. La pésima noticia es que algunas balaceras sí son reales, y que, sumadas a las ejecuciones y decapitaciones y granadazos en territorio jalisciense que reporta la prensa de todos los días, espesan la atmósfera de paranoia que respira esta ciudad —el miasma siniestro que flota sobre todo el país, y que sólo los muy ingenuos o los muy hipócritas dicen no percibir...

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