Agenda

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Ésta es la agenda del escritor argentino Martin Kohan. Pero bueno, él no está bien de la cabeza. 
Digo: es un estupendo escritor, pero para llevar su agenda así no puede estar bien.

Tengo una agenda nueva, y no sé muy bien qué hacer con ella. Es bonita, si bien el rojo encendido de sus tapas sugiere cierta alarma, algo de urgencia neurótica que, me temo, más pronto que tarde podrá volverla una presencia amenazadora, impaciente; puedo forrarla, claro, pero se vería muy ranchera; o puedo dejarla sin estrenar. No tenían, como me hubiera gustado, en color negro. O sí había, pero el modelo en negro venía acompañado de un directorio telefónico que me pareció completamente obsoleto (desde que se inventaron los celulares se volvió inútil anotar teléfonos): ésta, en cambio, trae un cuadernillo que se complementa con una plantilla de calcomanías para pegarle a modo de pestañitas, a fin de clasificar así las informaciones que lleguen a figurar en el cuadernillo tal: sitios web, libros, música, etcétera; supongo que el fin es propiciar así un orden para los hallazgos que vaya uno haciendo, cosa que encontré práctica... si bien podría proponerme llevar un orden igual en cualquier libreta, en la computadora... o en ningún lado, como hasta ahora me ha funcionado. Tiene también, mi agenda, un montón de informaciones que seguramente en todo el 2010 no tendré necesidad de consultar. Para que querría, por ejemplo, tener a la mano los días feriados de Eslovaquia, las equivalencias de tallas de blusas en Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia, Alemania e Italia, o la distancia en kilómetros entre Tel Aviv y Moscú. Pero aunque no preveo estar llamando a Camerún (código: 237), que datos tan exóticos estén a la mano no deja de ser emocionante. Aunque igual: los husos horarios, las conversiones de unidades de medidas, los sufijos que corresponden a las direcciones de internet de cada país o las fases de la Luna, son datos que siempre hay incontables maneras de investigarlos, y sólo encuentro una fascinación pueril en tenerlos todos juntos: fascinación que, a unas horas de lo que debería ser la inauguración formal de mi agenda (¿qué pendientes tengo para mañana?), va convirtiéndose en perplejidad paralizante.
    Porque, además, están las páginas, una para cada día, que habrá que ir rellenando de alguna forma. Con las tareas por hacer, claro, pero también con la verificación de su cumplimiento, o con las razones que lo hubieran impedido. Pero no sólo tareas: también, supongo, con noticias del curso de las cosas: las informaciones con las que vaya siendo posible reconstruir suficientemente cuanto llegue a vivir o vaya sabiendo, lo que me pase o deje de pasar, con las ocasiones de asombro, irritación, desvarío, felicidad o incluso de mero tedio. Que todas esas páginas estén ahora mismo en blanco es imponente: apenas he rotulado mi agenda con mi nombre, mi domicilio y poco más (antes de poner mi tipo de sangre me detuvo la imaginación horrorosa de la circunstancia en que podrá ser necesaria esa información). Así que, ¿qué hacer? Porque comenzar, en suma, es querer sustraerse a la fuerza de lo imprevisible. Y es lo que no sé. Deberían vender las agendas ya llenas.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 31 de diciembre de 2009.

«¿Es tuyo?»

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Ante el despropósito, la sandez, la reiteración irritante de lo consabido, las torceduras convenencieras y fatuas de los discursos (los rebuscamientos, las cursilerías, la demagogia), la circunspección cretina que suele vestir la solemnidad, las erupciones de pedantería o la mera pesadez, cuando muchos sólo sabemos contrariarnos (y, a lo sumo, ponernos precisamente pesados), Arturo Súarez arqueaba las cejas, tomaba nota y facilitaba una fórmula infalible para que aquella sustancia espesa e intragable quedara milagrosamente adelgazada por la gracia que sólo él sabía añadir (o detectar: «¿Es tuyo?», preguntaba, oportunísimo, cuando a uno se le salía un disparate que bien podía encuadrar dentro del periquete, el arduo género que cultivó hasta el fin). Para comerciar con la famosa realidad no hay divisa mejor que la ironía, y este maestrazo tenía reservas inagotables: tanto como para regalar todo el tiempo cheques firmados a quien se cruzara en su camino: al encontrarte con él ya iba extendiéndote la hoja con su producción más reciente (que a menudo admitía aportaciones de otros), un obsequio no por esperado menos sorprendente cada vez: ¿cómo se le ocurrían tantas cosas? (Y ahora pienso cómo hemos quedado súbitamente empobrecidos, pues ya no recibiremos esos regalos impagables que merecíamos sólo por hallarnos donde él estaba, y cómo nos harán falta esas indicaciones de elegante sorna para saber reírnos).
    Avezado anatomista del lenguaje, Arturo coleccionaba diccionarios, y era capaz de despejar las incógnitas más abstrusas respecto al correcto uso del español o de la lengua inglesa. Como los mejores humoristas, tomaba con la mayor seriedad el valor de la precisión en todo cuanto se dice, y, sin alardes ni jactancias, sabía acudir a su vasta erudición para afianzar rigurosamente sus aseveraciones. Una vez, mientras pagábamos unos cafés en la Joseluisa, me dio un seminario exprés sobre numismática victoriana; otra vez, en una fiesta (¡había que verlo bailar, claro!), tuve la suerte de oírlo discernir los méritos de varias cantantes de jazz. Por ejemplo. Lo que quiero decir es que, en mi experiencia del trato con él —privilegio del que gocé por algo más de veinte años—, siempre estuve aprendiéndole algo. Siempre.
    Y una gratitud concreta: cuando varios amigos hicimos una revista, hace añales, Arturo nos apoyó pagando anuncios en los que promocionaba su Club de Periqueteros Solitarios. Claro que no le hacía falta esa publicidad: las reuniones sabatinas en el Café Gardel, por ese entonces, se armaban con el puro gusto de hacerlas, y sin embargo él tuvo la generosidad de idear ese pretexto para echarnos la mano. ¿Quién hace eso? De manera que, bueno, es una tristeza enorme que se haya muerto. Pero es una alegría inolvidable que nos haya tocado conocerlo, leerlo, escucharlo, aprender de él, y verlo alzar las cejas y reírse cada que el mundo daba evidencias de lo absurdo que puede llegar a ser.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 24 de diciembre de 2009.

Cuernitos

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Los coches disfrazados de reno. Aunque instintivamente los encuentro inadmisibles, soy de la idea, más bien ociosa, de que todo encontronazo con la perplejidad obliga a buscar explicaciones. Así, hay que aventurar algunas para estos adefesios móviles que van multiplicándose estos días —creo que he visto menos que el año pasado, pero igual irán proliferando conforme las plazas comerciales se atesten, las posadas, los convivios y los brindis nutran la nota roja, las calles vayan volviéndose ríos de neurosis y odio y los aguinaldos vayan alimentando las hogueras en que arden la culpa, el compromiso, el chantaje emocional y la mera insensatez.
    Primera explicación, y la más plausible: quien decide decorar así su vehículo (preferiblemente si es camioneta), colocándole cojines dentados y enhiestos a modo de cuernitos, además de un círculo de tela roja en la fascia —la «nariz», se supone, en señal de que el «reno» tal ha de ser Rodolfo, que entre las nueve bestias de Santaclós se distingue por esa coloración sanguínea y, parece, luminiscente: con ella guía a la manada en las tormentas de nieve (hay que ser muy ocioso para saber esto)—, quien decide comprar el kit en un semáforo e instalarlo en la camioneta, lo hace para alegrar a los niños que ahí transporta. Puede ser, pero todo niño se alegrará de cualquier modo (y mejor) con recibir en Navidad cualquier porquería más durable que el adornito en cuestión. La segunda explicación es que, haya niños o no, con el disfraz se pretende anunciar al mundo lo contento que se está y lo feliz que se es por la temporada. Quienes proceden por tal motivo están diciendo que los ha contagiado el espíritu navideño, y que se han propuesto propalarlo por donde quiera que pasen. Debe de ser el mismo tipo de gente que regala corazones de terciopelo y paletas incomibles el 14 de febrero, y no muy diferente de la especie que se pinta la cara, agarra una corneta y se envuelve en una bandera para ir a circundar la Minerva cuando gana la selección. Etcétera: la gente que hace de sí misma un emblema de su propio ánimo festivo, y que así importuna y fastidia al resto de la humanidad que no comparte sus efusiones, sus aspavientos, sus cuernitos de reno a toda velocidad. «La cursilería es un acto público», anotó Pablo Fernández Christileb en un memorable ensayito, y también que los cursis «no expresan afectos, sino que avisan que los expresan».
        Estas explicaciones, desde luego —quisiera, pero no tengo más—, aplican también para las profusas vegetaciones de foquitos y figuras de plástico que aderezan incontables fachadas por todos los rumbos de la ciudad. Y, aunque no es nuevo que lo peor del peor gusto reviente en estallidos multicolores cuando llegan estas fechas, la delirante decoración luminosa que han colocado esta vez en la Minerva sí hace pensar que se ha roto algún record del horror. Nomás faltó que le pusieran musiquita (pero ¡cuidado!, no hay que darles ideas).


Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 17 de diciembre de 2009

Milan Kundera o los hallazgos del olvido

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Salvo el último, Un encuentro, no he querido acercarme ningún libro de Milan Kundera para escribir esto. Hace mucho tiempo que no los abro, con la excepción del anterior, El telón, en el que me detuve brevemente cuando apareció; los tres que hubo antes de éste ni siquiera los conozco (La ignorancia, La identidad y La lentitud), y, puesto a sacar cuentas, constato ahora que me habré apartado de su compañía hace cerca de veinte años, cuando leí La inmortalidad. Antes, todo: en orden de aparición. Incluido Jacques y su amo, en una representación de cuya prolija desnudez —el vestuario y la escasa escenografía refulgían con un blanco lunático sobre fondo negro— recuerdo apenas, aunque especialmente, la desvalida mirada de estupefacción con que Jacques llegó a incluirme en su perplejidad abrumadora. Y si es triste que mi recuerdo sea incapaz de dar con las señas de aquella compañía teatral ¿francesa? —además de que tampoco parece existir rastro de su paso fugaz por estos rumbos—, más lamentable todavía es que haya perdido casi toda noción acerca de la perplejidad de Jacques: ¿qué lo tenía tan azorado?
       Serán las formulaciones de la desmemoria, esos vacíos cuyos límites reconocemos, pero que van volviéndose más inescrutables conforme nos alejamos a abrir otros vacíos nuevos. A propósito de Kundera puedo despachar rápidamente un puñado de estampas que se dibujan tan pronto como resultan inservibles: la del joven poeta Jaromil robando por la noche los auriculares de los teléfonos públicos en La vida está en otra parte; los rostros de Teresa y Tomás y Sabina (los auténticos, los que yo les conferí, y no los de Juliette Binoche, Daniel Day-Lewis y Lena Olin, que llevaron en la película); Goethe y Napoleón y Beethoven en el más allá; los balnearios, varias muchachas de semblante hastiado, la exasperación del protagonista de La broma. Poco más. También sé volver fácilmente —¿para qué?— al relato que hizo Carlos Fuentes sobre el viaje que él, Cortázar y García Márquez hicieron en 1968 a Praga, con tal de conocer al checo: cómo éste los sorprendió recibiéndolos con una violenta visita a un sauna, y cómo el gigantón argentino había preferido pasar el trayecto en el tren jugando con las llaves de una regadera en la que apenas cabía, mientras el mexicano y el colombiano comían salchichas y hablaban de literatura policiaca (o algo así). Y, naturalmente, el rostro ceñudo de Kundera, tan parecido al de Karol Wojtyła. A estos deficientes recortes han venido a sumarse las noticias más bien oprobiosas que resonaron, hace algunos meses, sobre el papel de delator que el novelista habría jugado en la época de su vida en que escribía, justamente, la historia de un delator, amoríos enredosos incluidos. Y —ahora sí— poco más.
       En Un encuentro, Kundera hace un conmovedor homenaje a Anatole France. «Conservo bien en mi memoria Los dioses tienen sed o El figón de la reina Patoja (estas novelas formaban parte de mi vida)», declara ahí, «pero no conservo de otras novelas de France más que vagos recuerdos y algunas ni siquiera las he leído. De hecho, así solemos conocer a los novelistas, incluso aquellos que nos gustan mucho. Digo: “Me gusta Joseph Conrad”. Y mi amigo: “A mí, no mucho”. ¿Hablamos en realidad del mismo autor? De Conrad he leído dos novelas, mi amigo sólo una, que yo, en cambio, no conozco. Y sin embargo, con toda inocencia (con toda la inocente impertinencia), cada uno de nosotros está seguro de tener una idea acertada sobre Conrad». Yo sé que Kundera me gustó alguna vez. Que la lectura de sus novelas me importó, y pude tenerla por decisiva, sobre todo cuando los amigos dábamos en erigir sobre esas novelas las ociosas construcciones que, en cuanto les dimos la espalda, fueron desplomándose suave y silenciosamente, sin que nadie las demoliera y sin que nadie presenciara su extinción —ésa sí definitiva. Quiero creer, también, que El arte de la novela, Los testamentos traicionados y El telón me aclararon muchas cosas, pero esto último sólo me animo a suponerlo porque otro tanto acaba de sucederme con Un encuentro, que es un libro que ahora mismo me parece memorable, entrañable, iluminador y bellísimo. El problema es que soy incapaz, al cabo de dos décadas, de dar razones sobre aquellos remotos entusiasmos. Por qué dejé de leer a Kundera: lo ignoro también. Y también si algo perdí o algo gané con esa decisión —que debió ser deliberada, pues de La broma a La inmortalidad todo iba bien, hasta que llegó La lentitud y súbitamente renuncié a seguir.
       Acaso el mero paso del tiempo sea la sola causa de que nuestro desapego destine al olvido toda lectura. En el caso de este autor —y en mi experiencia como lector suyo—, posiblemente habrá ayudado el hecho de que su nombre fui localizándolo en una suerte de lista negra, como aquellas de las que habla en el citado homenaje a France: la proscripción a que conducen el desprestigio de la repetición, los malentendidos de la fama, la simple gana que podemos tener de voltear para otro lado. Pero ahora pienso en lo justo de esa circunstancia. En el primer ensayo de Un encuentro se lee: «Cuando un artista habla de otro, siempre habla (mediante carambolas y rodeos) de sí mismo, y en ello radica todo el interés de su opinión». Lo dice Kundera a propósito de lo que dice Bacon a propósito de Beckett. El pintor, renuente a ser comparado con el dramaturgo, habría ido quedándose cada vez más solo, y esta soledad conmueve al novelista. Lo que dice Kundera de Bacon está diciéndolo de sí mismo. ¿En qué medida yo, que ahora mismo ni siquiera he querido acercarme sus libros, he abonado esa soledad?
       En abril pasado, Milan Kundera cumplió 80 años de edad. Desde luego, no me enteré.


Publicado en el número 29 de La Manzana, que acaba de ponerse en circulación.

¿Censura?

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La Secretaría de Gobernación, enfrascada en la importantísima tarea de evitarnos a los mexicanos el horror de toparnos con palabras altisonantes o procaces en los medios, reconvino a Radio Universidad de Guadalajara porque, en su programa semanal, los moneros Jis y Trino incurrieron en desacato a la legislación que pretende vigilar, entre otras cosas, que el lenguaje no se corrompa —ni tampoco las «buenas costumbres», ni la memoria histórica. Dice el Artículo 63 de la Ley Federal de Radio y Televisión: «Quedan prohibidas todas las transmisiones que causen la corrupción del lenguaje y las contrarias a las buenas costumbres, ya sea mediante expresiones maliciosas, palabras o imágenes procaces, frases y escenas de doble sentido, apología de la violencia o del crimen; se prohíbe, también, todo aquello que sea denigrante u ofensivo para el culto cívico de los héroes y para las creencias religiosas, o discriminatorio de las razas; queda asimismo prohibido el empleo de recursos de baja comicidad y sonidos ofensivos».
    Luego de repasar esto que manda la ley, las conclusiones son aburridas de tan obvias. No debería existir la mayor parte de los contenidos de Televisa y TV Azteca, para empezar, ni tampoco cientos de cantantes y miles de políticos cuyas voces y estampas, ofensivas y denigrantes, difunden los medios con toda naturalidad. Etcétera. El celo del Estado en estas cuestiones se manifiesta, sin excepción, en forma de alardes ridículos y en consecuencia soslayables: por lo indefinible (y obsoleta) que es la noción de «buenas costumbres», pero sobre todo por los fines perversos que persiguen siempre quienes se jactan de trabajar en la supuesta defensa de esa noción, estos amagos de censura se deshilachan apenas son pronunciados. La radiodifusora universitaria no tiene por qué hacer caso a semejante estupidez, y es que así como Jis y Trino deben seguir haciendo sus chistes como les place —y como les place a sus fans—, así también la tele y la radio y los periódicos del país seguirán dando cuenta (y no siempre de modo fiable, o casi nunca, y casi nunca tampoco de modo que nuestra inteligencia no se vea insultada constantemente) de la realidad procaz y miserable de todos los días.
    En cuanto a la famosa libertad de expresión —otra noción resbaladiza a la que automáticamente se acude cuando pasan cosas como ésta—, lo cierto es que es bonito creer en ella, pero en los hechos no existe. O no en el sentido facilón que se cree, según el supuesto de que ha de ser un derecho disfrutable por todos y que ha de estar garantizada por el Estado. Cada medio y cada actor, conforme a su particular audacia, pero sobre todo en razón de sus conveniencias, se la otorga a sí mismo en mayor o menor medida, y es más frecuente que se prescinda de ella por voluntad propia que por imposición. Así, quizás convendría en adelante hablar mejor de la libertad de censurarse, y de cuándo el abuso de ésta podría ser pernicioso y hasta motivo de sanción.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 10 de diciembre de 2009

Antes de salir

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Sospecho que en toda mudanza hay componentes —inconfesables, desde luego— de defección y derrota. Establecerse en un nuevo domicilio, así sea en nombre de perspectivas más venturosas, supone necesariamente incurrir en el abandono de la casa que, por insólito que parezca (¿no habíamos llegado a ella después de abandonar otra?), ha consentido o tolerado nuestra presencia siempre intrusa, pasajera, desleal. Abandonar es huir, y desde la sala de partos hasta la capilla ardiente no sabemos hacer otra cosa: cada desplazamiento nos afirma en nuestra naturaleza volátil y poco digna de confianza: hechos a la pérdida incesante y a la necia e ilusoria voluntad de recomenzar, a poco de que se ofrezca siempre estamos listos para buscar cajas, llamar una camioneta, descolgar cuadros y armar bultos. Y listos para cerrar, inútilmente y sin saber qué hacer con las llaves, la puerta de la casa que quedará ensordecida y atónita en medio del súbito despojo con que culminamos una nueva vejación.
Sospecho, entonces, que entre los propósitos de Víctor Cabrera en su libro Signos de traslado, es posible inferir el que acaso tuvo de estipular la pertinencia de una tregua para cuando sobrevengan —que habrán de sobrevenir— nuevas huidas y nuevas derrotas: para esos momentos en que todavía no terminamos de irnos y, por supuesto, estamos todavía lejos de llegar. Una tregua —pongamos que entre el viaje del refrigerador y el de los libros, o en los minutos que transcurren mientras se pondera qué tan sensato será cargar o no con las macetas— para intuir, al menos, las implicaciones que hay en cada reiteración de nuestro carácter de tránsfugas: una pausa para reconocer, por última vez ante los muros, las vistas y los rumbos que dejamos atrás, que si el universo marchara como debe no habría por qué largarnos: que en nuestro lugar quedará siempre, como un resto de oprobio y de fracaso, la sombra imperdonable de nuestra nueva ausencia. De acuerdo con Cabrera cuando anota, en uno de sus poemas, esto que no le explica a su hija: «...lo que muda / es que cambia por la fuerza».
Sin embargo, como asegura en otro momento, «Lo capital es, entonces, no quedarse». Por más que nos prevengan contra él los anticipos de las futuras nostalgias o el mero canje inevitable de rutinas —el fastidio de investigar en qué consistirá ahora, otra vez, lo cotidiano—, el anhelo de distancia anima cada nuevo éxodo y llega a imprimirle incluso un ilusorio prestigio de aventura inaudita, así sólo recorramos unas cuantas calles y ni siquiera haga falta salir del mismo barrio. Quedarse, pues, es otra forma de rendición, y con irse —que también es renunciar— al menos es posible acudir a justificaciones como el coraje o la osadía, que suenan bien pese a ser generalmente insinceras. ¿Entonces? Cabrera, a mi modo de ver, extiende una alternativa a esta incertidumbre entre dos derrotas con la certeza que ha tomado de Kafka y que subyace a cada consideración de la que ha emergido cada poema en su libro: «Todo hombre lleva adentro una habitación».
Es, al menos, la esperanza: que exista en verdad esa íntima residencia, a salvo de las veleidades o la suerte que nos llevan de acá para allá. Y las cosas lo saben mejor que nosotros: las cosas que fingen resignarse a acompañarnos («ciegas y extrañamente sigilosas», decía Borges), que se dejan transportar con hipócrita indolencia —al grado de que, como advierte un poema de este libro, parecen ser ellas las que deciden la mudanza: «Apenas su tosca mansedumbre pisa el suelo / las cosas urden ya la escapatoria»—, pero que a nuestras espaldas, mientras nos ajetreamos en hallarles lugar, preparan su venganza secreta y admirable: «pequeños objetos cotidianos [...] y que hoy vuelven en forma de presagios», como intuye Cabrera, saben que finalmente vencerán cuando hagamos el tránsito definitivo y no tengamos ya cómo cargar con ellas rumbo a nuestro último destino, que es el olvido.
Quiero entender que, tras la postulación de esta pausa que Víctor Cabrera ha formulado para el momento que hay entre abandonar un lugar y establecerse en otro, lo que sigue es la consignación del nuevo comienzo, cuyo emblema inmejorable es el amanecer: el sobrecogimiento de esa hora en que el mundo es tan amenazadoramente incierto que sería preferible no tener que reingresar en él: de ahí que los «Símbolos del alba» sean la segunda parte de este libro: la llegada del alba que nos confirma en otro territorio, desconocido y enemigo, hostil o indiferente, que también terminaremos por traicionar. La ducha del vecino, el estallido de los pájaros, el cencerro que hace sonar el hombre del camión de la basura: ¿dónde estamos? ¿Dónde hemos despertado? «Despertar es no quedarse», dice Cabrera. Y eso es: cada siguiente día impone el deber de marcharse otra vez. Eso es: éste es un libro para comprender mejor, antes de que amanezca, antes de que nos vayamos de nuevo, para qué amanece y por qué tenemos que estar yéndonos siempre.

Signos de traslado, de Víctor Cabrera. Juan Pablos, México, 2007.

(Hará más de año y medio que tuve el gusto de leer esto en la presentación que hizo Cabrera de su libro acá, en Guadalajara. Cosa curiosa, no lo había publicado antes. De modo que aquí está, tarde pero igual de emocionado que aquella vez).


Cañas

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Foto: Abraham Pérez

Seguro: habrá tenido algún cuidado en elegir la camisa de tono verde pálido para que hiciera juego con el saco a cuadros (verdes, marrones, y ahora el gris infame de la mugre, un desgarrón en un codo, el forro de rojo vivo destripado). El pantalón oscuro. Quisiera saber con precisión el color de la corbata; sólo me animo a aventurar que el nudo debió ser grueso, que el cabo angosto le había quedado una pulgada más abajo que el ancho y que ambas puntas habían renunciado a continuar a mitad de la barriga. Silbó mientras se afeitaba, todavía con la camisa desfajada, porque también le hacía falta atarse las agujetas de los zapatos. Esto es: ni la barriga, ni la calva, y mucho menos lo avejentado de cada prenda, habían llegado a disuadirlo de ese prurito decisivo: el cinturón hay que ajustarlo sólo hasta después de hacer los moños de las agujetas, pues de lo contrario la camisa se abomba en la espalda al momento de inclinarse o, como en su caso, al cruzar trabajosamente las piernas para alcanzarse los pies, sentado en la cama. Silbó qué, desayunó qué —¿un par de blanquillos tibios?—, qué metió al final en el portafolios, en qué momento tomó las llaves, qué abrían esas llaves, cuánto dinero llevaba en la cartera, de dónde salió, qué ruta de camión tomó, a quién le dijo al rato vuelvo. En el bolsillo de la camisa asomaban una pluma Bic roja, un montón de papelitos, un clip de los llamados mariposa sujeto a la tela. Traía un audífono para sordera. Y loción: fuerte, dulzona (de frasco grande, dos palmadas en la nuca, una en cada mejilla, todas las mañanas).
        Cerca de las dos de la tarde, había hecho ya lo que precisaba hacer ese día, iba ya quizás rumbo a un plato de cocido, una cerveza oscura, la siesta que seguiría, un rato de la tarde en camiseta (todavía con el mismo pantalón, con los mismos zapatos) arreglando el interruptor de luz de la cocina, luego las noticias en la televisión, y al final la cama. El Esto habría quedado todo el día dentro del portafolios, de cualquier manera. De haberse puesto a pensarlo, habría respondido que este edificio monstruoso no era menos invisible que cualquier otra estación de su rutina: algo había que hacer aquí —cobrar un giro, pongamos—, como algo hay siempre que hacer en cualquier otro lugar. De manera que se encaminó a la escalinata pensando en el cocido. Quizás no vio dónde pisaba por ir viendo si no se acercaría ya su camión. A la salida del colegio, mi amigo Ramón Cruz y yo podíamos tomar el nuestro a la otra cuadra, pero íbamos hasta esa esquina, la del edificio monstruoso, para comprar bolsitas de cañas. No lo vimos despeñarse: sólo llegamos cuando miraba, con la perplejidad más grande del mundo, cómo se le iba manchando la camisa con la sangre que le salía de la boca. Ya se oía el alarido de la ambulancia. Yo recuerdo intensamente sus zapatos, y haber tratado de imaginar qué pudo esperar esa mañana, cuando se los ataba.

Publicado en KY de diciembre de 2009.

Alturas

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para Verónica, que me aseguró
que en las suites Moralva vive Silvia Pinal


Por la luz violácea de la hora se diría que sobran los lentes oscuros (montura de carey, enormes como dos manotazos); por la rapidez de los pasos, por la pañoleta que le sujeta el cabello y lleva atada bajo la barbilla y, sobre todo, por lo que parece su determinación de inclinar la cabeza siguiendo una línea fosforescente pero invisible trazada en la banqueta, los lentes oscuros son obviamente indispensables. ¿Salió del Oxxo? Puede ser, pero, de admitir las proposiciones insulsas que pulsan en lo evidente, habría, también, que confiar en que el elefante de la otra cuadra embestirá de un momento a otro los coches que pasan delante de él; también habría que creer, sin más, que lo escrito dice lo que dice, que tienen razón siempre los sentidos, que la ocurrencia de todo habría de ajustarse —y bastaría— a cuanto ordenan leyes formuladas o por formular. Esta mujer, no la perdamos de vista, pasa ahora bajo una lámpara que denuncia fugaz pero indudablemente lo que alcanza a vérsele del rostro: las hebras doradas de una barba y un bigote que desaparecen cuando alza el cuello de su abrigo y sale de la luz. El bolso blanco no era eso: es un cordero. Pero en la avenida, mientras sube ya la escalinata del edificio, se encamina al vestíbulo, deja ir una mano rumbo a la pañoleta, que va a desatar (y el cordero sí era un bolso, del que saca ahora unas llaves), mientras desaparece, en fin, en la avenida queda sólo la indemostrabilidad de su breve carrera.
       Si llega a volverse incuestionable la necesidad de procurarse, alguna vez, el apartamiento radical y la renuncia a la presencia de los otros (instalándose en lo alto de una columna, por ejemplo), una de las razones cardinales e inobjetables tendría que ser la decisión de liberarse del paso del tiempo. No, esta mujer no venía del Oxxo: había bajado —pero eso nos lo perdimos— de un automóvil negro, enorme y brillante como sus lentes oscuros; no esperó a que el chofer llegara frente al edificio, y menos tuvo paciencia para que le abriera la puerta. Como otras noches, había dado esos pocos pasos apresurados en pos de esa altura —a cambio de la columna, una suite en uno de los últimos pisos—, y la prisa y la pañoleta y los lentes oscuros más bien velaban sus muchos años, que iban deshaciéndose conforme llegaba hasta allá. Así que ahora sale al balcón, y convendría volar y elevarse y espiar más de cerca: es una escena en blanco y negro: es jovencísima, rubia, sostiene una copa y posa las manos en el barandal: las manos manchadas y huesudas de una anciana que está a punto de dejar de serlo.

Publicado en KY de noviembre de 2009

FIL 2009: Encantados

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Esta foto, procedente del sitio web de la FIL, dice en el pie que tiene ahí mismo: «Profesionales abandonan el recinto de la 23 Feria Internacional del Libro de Guadalajara». ¡Pero cuáles profesionales! Somos Vero y yo, que así nos vimos cuando abandonábamos, sí el recinto tal. Y además fue tomada el viernes...

Foto: © Cortesía FIL Guadalajara / Diego Zavala Scherer  



Al cerrar la cortina de su edición 2009, cuando toca que los organizadores anuncien las cifras que cada año superan a las del anterior, la FIL declara haber quedado bastante satisfecha consigo misma. Hay, desde luego, algunas razones para ese contento: en un año particularmente adverso se incrementó (poquito, pero algo es algo) la cantidad de asistentes, sólo hubo 22 editoriales menos (fueron mil 925), nada más un agente literario dejó de venir, y así. Más allá de lo que suman los organizadores...

Para seguir leyendo, por acá, por favor: Letras Libres. Blog de la redacción.

¡Fuego!

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Conciertazo de Los Lobos, ayer sábado por la noche. Sí, pues: no evitaron las rancheritas ni los sones veracruzanos (qué se le va a hacer), pero lo demás fue pura cosa maciza y pura sabiduría.
Foto: © Cortesía FIL Guadalajara / Michel Amado Carpio



En su novela Farenheit 451, Ray Bradbury imaginó un mundo en que la lectura estaba prohibida, y donde había cuerpos de bomberos listos para prenderle fuego a los libros que quedaran. Las editoriales, como ha podido verse en la FIL, están haciendo ese trabajo mejor que los bomberos de Bradbury: por los precios escandalosamente altos que alcanzan muchos libros, la lectura está tácitamente prohibida en México. Y eso es una miseria.
    En la venta nocturna del viernes, sin embargo, la FIL puso en práctica una estupenda idea que, al menos por unas horas, permitió encontrar buenos precios. No en todos lados: en el stand de la distribuidora Azteca, por ejemplo, que trae un surtido suculento, no se bajaron ni tantito (regrésense con sus malditos libros: no les compré uno solo), mientras que en Colofón hubo descuentos de hasta el 35 por ciento, en Tusquets del 40 y en la UNAM del 50. ¿Vendieron, estas tres? ¡Muchísimo! La gente estaba feliz —frenética, pero feliz. Ojalá el año entrante se repita.
    Siempre da como nostalgita que la FIL se acabe. Ahora saco cuentas y el saldo es favorable: aunque acabo con el lomo molido, me la pasé muy bien. Los Ángeles, de los coches locochones a Ray Bradbury, pasando por Los Lobos y el tropel de artistas y escritores que mostraron lo fascinante de esa ciudad, hizo un papel más que decoroso. Que si Pacheco, que si Fuentes, que si Yordi Rosado (y hoy Elena Poniatowska): todo lo superfluo y prescindible estuvo compensado por actividades sabrosas y disfrutables. Sí creo que deberían tomarse más precauciones con los tumultos, porque otra vez la Expo quedó chica: cualquier día va a haber una desgracia: una estampida, escuincles apachurrados... Hoy hay que cerrar yendo a mover la cola con Poncho Sánchez, y esperar que Castilla y León se luzca el año entrante. Y que la FIL siga trabajando con imaginación, más allá de las veleidades y las conveniencias políticas de unos cuantos, para que podamos seguir disfrutándola como una verdadera fiesta de la cultura.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», del suplemento perFIL, en Mural, el domingo 6 de diciembre de 2009.

Platiquita con Composta

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Hay que asomarse a la cobertura de la FIL que han estado haciendo en Composta: está buenísima.

Orden, orden

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«Iren, que si se hacen, porque tapan», les indica a los camarógrafos el presidente de la FIL (el canoso de espaldas, con traje de Enrique Álvarez Félix). Entonces: si a uno se le atora algo en la feria, ya sabe a quién chiflarle.

Estoy espantado: hay alguien más poderoso que Raúl Padilla. Se trata de cinco señoras que, la noche del jueves, en la presentación de Mario Vargas Llosa —un timo: ahorita voy sobre eso—, encontraron molesto que los camarógrafos hicieran su trabajo (no las dejaban ver bien), y tronando los dedos consiguieron que de la nada apareciera el presidente de la feria y moviera a los estorbosos. Sobre la presencia del peruano —a quien, por cierto, de chiquito no le enseñaron que uno saluda cuando llega a un lugar: nomás se soltó hablando—: pues vino nomás a platicar su libro. Hace varios meses que publicó El viaje a la ficción, que es su homenaje a Juan Carlos Onetti, y aquí se limitó a eso, a decir lo que ya dice ahí sobre el novelista uruguayo, sin agregar nada nuevo. Una cosa aburridísima —aunque reconozco que, si Vargas Llosa consiguió con eso conducir a alguien a la lectura de Onetti, habrá valido la pena.
    Luis Panini, un amigo escritor regiomontano radicado en Los Ángeles, me mostró su sistema para comprar libros en la FIL. Una cosa impresionante: trae un engargolado con los listados de todos los títulos que, a lo largo del año, va previendo que buscará aquí (¡organizados por editoriales!); enseguida, vienen las actividades del programa a las que se propone entrar (y todo va anotándolo cuidadosamente: así sabe, por ejemplo, dónde hallará a los autores a los que les llevará sus libros para que se los firmen), y por último el catálogo completo de su biblioteca, por si da con un libro que no recuerde bien si ya tiene o no. Yo quiero hacerle así.
    Hoy sábado, entre lo más recomendable está asomarse a la presentación de Poesía eras tú, de Francisco Hinojosa: seguramente uno de los libros más divertidos en mucho tiempo en México. A las 18:00 horas, en el Salón Elías Nandino. (Comercial: yo presento el libro de cuentos de Geney Beltrán Félix, un escritor buenísimo, a las 16:30 en el Mariano Azuela).Y, ¡claro!, ir a oír a Los Lobos, que son mucho más que los músicos de La Bamba, desde luego.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», del suplemento perFIL, en Mural, el sábado 5 de diciembre de 2009.

Las varias ferias

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Porque hay leguas de pasillos atestados con libros, uno pensaría que la FIL de Guadalajara tiene como uno de sus principales propósitos el de funcionar como la librería más grande del ámbito hispanoamericano (cosa curiosa: la única librería del mundo que cobra por entrar, pese a que la organice una universidad pública y buena parte de sus recursos procedan del patrocinio gubernamental). Esa ilusión se desvanece al constatar que lo menos que vienen a hacer sus visitantes —lo menos que pueden hacer— es comprar libros...

Para seguir leyendo, pásenle por acá: Letras Libres. Blog de la redacción

Histerias

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Foto: Mural / Emilio de la Cruz

El problema no es que exista Yordi Rosado (que ya eso es suficientemente lamentable): lo malo es que tenga lectores: que a los adolescentes que compran sus libros y, en la FIL, acuden a su presentación, no se les haya cruzado en la vida algo mejorcito —y casi todo es preferible a las netas que tira un patiño como éste, capaz de abarrotar la feria y ser el solo recuerdo que se lleven quienes sólo a él han venido a verlo. En México, es sabido, la televisión abierta cumple el papel de la Secretaría de Educación Pública, y ahí está el resultado: sí somos un país de lectores, pero lectores de basura.
    Las querencias que tiene la FIL por lo grandote y lo estridente van alcanzando niveles admirables. Por ejemplo, haberle entregado a Cristina Rivera Garza, la ganadora del Premio Sor Juana, el monto de su premio en la forma de un cheque gigantesco —estilo Don Francisco, aunque no sé si Don Francisco daba cheques—, es una vulgaridad pasmosa. Es un gesto que quiere decir: lo que más importa de un premio literario es el dinero que supone ganarlo (cosa no del todo falsa, pero habría que enfocar mejor en lo «literario» del asunto). Otra desmesura: el título de la conversación entre Lydia Cacho y el cantante Saúl Hernández: «La rebelión de las palabras. La literatura y la música como herramientas para transformar el mundo»: ¡ámonos! Y luego pasa esto: confieso que quedé un poco defraudado por la falta de virulencia en la mesa sobre caudillos latinoamericanos en que participó Enrique Krauze (nomás dos monos gritaron vivas a Chávez y a López Obrador, pero no hubo sillazos). Pero luego pensé: ¿y por qué espero argüende, escándalo? Pues porque a eso me ha acostumbrado la FIL. Al relajo y a la histeria.
    Esta noche es, por fin, la venta nocturna: por esperarla he dejado de comprar varios libros, para ver si la FIL deveras está propuesta a hacer algo por el bolsillo de los lectores. No olvidarlo: la entrada será libre a partir de las 20:00 horas, y hasta las 23:00 habrá, se supone, suculentos descuentos.

 Publicado en la columna «¿Tienes feria?», del suplemento perFIL, en Mural, el viernes 4 de diciembre de 2009.

Invasión

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No, no es la botarga del Dr. Simi. Es Benito Taibo, luciendo su ingeniosa camiseta. Qué simpaticotes los escritores, ¿no?
Foto: © Cortesía FIL Guadalajara / Michel Amado Carpio


Nunca he terminado de entender para qué sirven las presentaciones de libros. Y menos aquellas, como muchas en la FIL, a las que los asistentes son obligados a ir —supongo que por algún profesor cretinazo que así se ve librado de una hora de clase, mandando a sus alumnos a que tomen nota. Pasó el martes en la de Oscuro bosque oscuro, de Jorge Volpi: el salón estaba lleno, pero una vez que terminaron las participaciones de los presentadores, y apenas el autor iba a tomar el micrófono (uno pensaría que era a quien más interesaba escuchar), unas tres decenas de chamacos que habían estado haciendo apuntes en sus cuadernos se levantaron y salieron en tropel. ¿Tarea cumplida?
       En otra presentación, la de La máquina desnuda, de Juan Villoro, Jorge F. Hernández propuso un lema para la FIL: «Hay gente a la que quiero, pero no admiro, y gente que admiro pero a la que quiero cada vez menos». Aunque más bien son mayoría los que no son ni admirables ni queribles. A propósito, ya que desalojaron la feria los Fuentes y los Pachecos: ¿qué tal las camisetas que decían «Todos somos Pacheco“s”»? Yo le vi una a Hernández, precisamente —talla rotoplás— y otra a Benito Taibo. Al rato van a salir los tazos de Pacheco.
       Hoy jueves comienza la segunda parte de la feria. A estas alturas, el programa agarra su segundo aire —ya está abierta la feria todo el día—, y hay dos cosas que me interesan particularmente. Una, la participación de Vargas Llosa homenajeando a Juan Carlos Onetti. Por Onetti, claro: su centenario ha pasado más bien discretamente, y es ocasión de hacerle justicia. Y otra, la presencia de Larry Niven, quien estará en dos mesas (en el Café Literario y en el Salón 1). Niven, qué duda cabe, es uno de los autores vivos más importantes de ciencia ficción, y es asombroso que venga a la FIL. Hoy, también, ¡es el día de Yordi Rosado! No podía faltar. Así que hay que ir preparándose para los tumultos de chamacos gritones y desmadrosos que van a invadir la Expo. ¿No venderán un repelente?

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», del suplemento perFIL, en Mural, el jueves 3 de diciembre de 2009.

Infalibles

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G. K. Chesterton. Si alguien no se la pasa bien con él, ahora sí que ni cómo ayudarle.

Bien dijo Virginia Woolf que el único consejo sensato acerca de la lectura es no recibir consejos. En eso he ido pensando estos días que he pasado en la Feria Internacional del Libro, cuando, comoquiera, hay modo de visitar la librería más grande de México y eso puede llegar a ser hasta emocionante (comoquiera: aunque haya que engentarse, aunque haya exhibida tanta basura, aunque los libros sean tan ridículamente caros y aunque la FIL sea la única librería del mundo que cobra: veinte pesotes por piocha, quince por chamaco, y si a eso se suman los cuarenta del estacionamiento, una coca, algún Chocotorro para un chiquillo y cualquier otra cosita, a una familia se le pueden ir varios salarios mínimos nomás por ir a lerendear). También he estado pensando en los albañiles que levantan un edificio frente a Expo Guadalajara, junto al Hilton: mareado ya de recorrer pasillos en la feria, salgo a la terraza a fumar, me quedo viendo la obra y cómo los albañiles andan ahí trepados, armando castillos y cargando costales, y luego volteo y veo a los escritores enfiestados que deambulan por todos lados, y me digo —no sin morderme la lengua, claro—: «Cómo hay gente que hace cualquier cosa, por ejemplo escribir libros, con tal de no trabajar».
    Pero iba diciendo: no es infrecuente que me vea en aprietos cuando alguien, con toda buena intención —espero— me pide que le haga recomendaciones de lectura. Claro: entre más específica sea la pregunta, más fácil es responderla: «¿Qué libro me sugieres de tal autor?» (aunque hay que conocer al autor tal, desde luego, y tener razones para preferir un libro suyo sobre otros). O bien: «¿Qué autor o cuál libro sabes que se ocupe de tal o cual asunto?» (y lo mismo: para responder hay que estar medianamente enterado, y no siempre hay suerte). Pero cuando llegan y me sueltan algo como «Dime qué libro compro», así, a la brava, yo tiendo a quedarme pasmado. Y es que, creo, los gustos son personalísimos y por lo general intransferibles, de manera que alguna lectura que para mí haya sido decisiva, para alguien más podrá resultar absolutamente anodina. O repelente. O también cabe la posibilidad de que mis prejuicios (que mi trabajo me han costado) priven a quien me pregunta de obtener algún hallazgo que yo, sencillamente, no supe merecer.
    Como querer encaminar a alguien a los clásicos es, por lo general, una pesadez y una pedantería, lo que he dado en contestar —mis recomendaciones automáticas— está determinado (mejor, supongo) por la creencia en que sí, debe haber autores infalibles, pero muy probablemente sean aquellos que tienen por mérito mayor el de sacarnos la risa de dondequiera que la tengamos guardada. Jorge Ibargüengoitia, pongamos, que no tiene pierde, o P. G. Wodehouse, acaso el mejor humorista de la literatura en inglés del siglo 20. O Francisco Hinojosa, o G. K. Chesterton, o Margarito Ledesma. Para empezar. Si la cosa no sale bien, pienso, por mí no quedó. (Pero casi siempre sale bien).

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 3 de diciembre de 2009.

Tostitos

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Clarito se ve: andaba comiendo tostitos.
Foto: Verónica Nieva

Por encuentros así es que la FIL vale tanto la pena. La participación de Ray Bradbury, la tarde del lunes, en la apertura del programa literario de Los Ángeles, contará de seguro como una de las presencias más importantes que ha tenido la feria en sus 23 ediciones. Yo temía que, por tratarse de un enlace facilitado por la tecnología, el acto fuera más bien distante y frío; felizmente, hubo ocasión de que el público le lanzara preguntas al viejo, y entiendo que éste podía ver en una pantalla el salón donde estábamos. Poseedor de una memoria fantástica —por lo preciso de sus recuerdos más remotos puede parecer que está inventándolos, pero cuál—, Bradbury despachó dos o tres lecciones invaluables sobre la literatura y la vida. El salón estaba lleno de jóvenes, y si tomaron nota, y si cunde la especie, qué maravilla. Una lección fue que en la escuela no se aprende nada: hay que meterse mejor a la biblioteca. Otra, que si alguien no cree en uno, hay que correr a ese alguien de nuestra vida. Mientras respondía, Bradbury estaba comiendo tostitos y bebiendo de una copa. A gustísimo.
    Segundo día de profesionales, ayer martes. Por los pasillos de la feria van menudeando los cocteles, y llegada la hora de la comida —como sucederá hoy mismo— es posible ver a una numerosa parvada de gente vestida de oscuro comiendo en la terraza de la Expo, sobre el fondo de la musiquita del violinista de la Gran Plaza. Ya en la tarde se reanuda la vida real, pero lo malo es que para entonces he entrado en un estado ligeramente hipnótico, y no entiendo muy bien qué está pasando: por ejemplo, ¿por qué creí ver tan desolado el módulo de firmas cuando estuvo ahí Élmer Mendoza?
    Hoy me interesa en especial el homenaje, en el Café Literario, a Thomas Pynchon, campeón de los escritores enigmáticos que desdeñan la celebridad. Es como el anti Carlos Fuentes, digamos. Y es un autor espeso, de acuerdo, pero la recompensa de internarse en sus novelas gigantescas es eso: gigantesca.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», del suplemento perFIL, en Mural, el miércoles 2 de diciembre de 2009.

Francisco Hinojosa. Escribir a carcajadas

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Zaharaí es una abogada que vive de criar puercos y es proclive a las fiestas excesivas. Tiene aspiraciones: quiere ser diputada, y lo consigue. Además es la musa del inspirado poeta que es su marido, y éste va dedicándole la historia en verso de su amor incomparable. Es un amor complicado: ella, por ejemplo, se toma confianzas impropias, digamos, con el psicoanalista, mientras el marido —obvio— sufre y rumia su desventura al tiempo que se propone estudiar inglés (para no parecer tan ignorante al lado de ella). Zaharaí, adicta a diversas sustancias, lee una historia de la Revolución Mexicana mientras su bardo personal se enreda con una azafata. O él asiste a una protesta comprometedora: «Mi linda amasia / abogada de mi alma», se disculpa, «mañana voy a ir / ni modo / a una marcha / en contra de los legisladores / como tú». O ella pesca una infección (y él implora: «no me vayas a pegar el salpullido ése / porque mañana tengo un compromiso»). Encima, les roban a un cerdo que ella quería mucho y se llamaba Pantaleón... Sin embargo, por más dificultades que enfrenten, las efusiones líricas del marido no cesan. En una de ésas se pone a escribirle haikús: «Tu ombligo / es un punto / en medio de tu panza». O bien: «Eres / como Mary Poppins / pero más llenita».
    Francisco Hinojosa firma el libro en que consta este amor disparatado, el singularísimo poemario/novela elocuentemente titulado Poesía eras tú. Es la pieza más reciente en una obra que no es difícil distinguir como algo de lo más divertido que se ha escrito en México en mucho tiempo. Si tal aseveración parece exagerada, hay que ir a preguntarle a un niño: Hinojosa es el autor más leído y celebrado por verdaderas multitudes de esos bravos y exigentísimos lectores que son los chamacos. La peor señora del mundo, su cuento más célebre, es un sostenido éxito de ventas, y causa de algo verdaderamente insólito con un escritor: cuando Hinojosa va por la calle, nunca falta un niño que lo reconozca y lo salude. ¿Que qué hay con esa señora? Pues que «a sus cinco hijos les pegaba cuando sacaban malas calificaciones, y también cuando sacaban dieces. Los castigaba cuando se portaban bien y cuando se portaban mal. Les echaba jugo de limón en los ojos lo mismo si hacían travesuras que si le ayudaban a barrer la casa o a lavar los platos de la comida...». Y, claro: sabiendo eso nadie puede resistirse a seguir leyendo, para ver cuándo esa malvadísima señora va a recibir su merecido.
    Hinojosa ha dicho de Poesía eras tú que lo escribió a carcajadas, pero eso mismo se puede pensar de casi toda su producción (con una excepción: Migraña en racimos, el impresionante ensayo autobiográfico en que da cuenta de su relación con esa enfermedad). En libros de cuentos como Un tipo de cuidado, Memorias segadas de un hombre en el fondo bueno o La verdadera historia de Nelson Ives —aparte de los que tienen a los niños como público natural, que también los adultos podrán encontrarlos hilarantes— hay, además del humor, una imaginación desaforada tras cuyo estallido («Me repugna la gorda que vive arriba», empieza un cuento) el universo se vuelve un mero pretexto para que acontezca lo más inesperado. Con sus desgracias, sus alegrías, sus sinsentidos y todos sus pormenores insignificantes, lo cotidiano en la narrativa de Hinojosa es, ante todo, risible: «Me cayó entonces de sopetón la mala racha: no sé qué onda con los demás, pero al menos para mí abril es el mes más cruel. Me pasaron cuantas cosas pueda uno imaginarse y más. Desde el desmayo que sufrí en plena eucaristía hasta el paludismo del Sapo, el robo de los borreguitos, la muerte por agua de la niña que nos llevaba los jacintos, la milpa anegada y el horrible silencio que se oía los domingos. Incluso se nos murió el gerente del banco», se lee en un pedazo del cuento «La averiada vida de un hombre muerto» (¿no es un título irresistible?).
    La marca de Hinojosa es el asombro instantáneo: los malabares que hace con la lengua de todos los días para contar las historias de personajes en los que fácilmente podemos reconocernos (aunque no queramos) demuestran que (aunque no queramos) el disparate es una de nuestras más valiosas materias primas. Y es divertidísimo enterarse gracias a él.

¡Ojo! El libro Poesía eras tú, de Francisco Hinojosa, lo presentan Jis y Trino el sábado 5 de diciembre, a las 18:00 horas, en el salón Elías Nandino de la FIL.

Publicado en Magis 413.

Ray Bradbury. El hombre en Marte

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El cuadragésimo aniversario del primer alunizaje ha sido ocasión para preguntarse de nuevo si la tecnología, más allá de los deslumbrantes progresos que ha alcanzado en las últimas décadas, tiene la imaginación suficiente para llevarnos a Marte. Lo cierto es que ya fuimos y estamos allá. Claro: el uso del plural, en estas cuestiones, es un poco jactancioso: quien fue y está allá es un señor que, por estos días, va acercándose a los 90 años de edad; que vive en Los Ángeles (si bien sigue en Marte, pues corre el año 2009, y su aventura, que dio comienzo hace diez años, habrá de concluir en 2026), y cuya empresa fabulosa empezó a tomar forma desde que era un adolescente intrigado por descubrir cúal habría sido el origen del mundo de Oz.
    Es Ray Bradbury, y el libro es Crónicas marcianas. Jorge Luis Borges, que lo vertió al español, no pudo sino declarar su conmoción: «¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me pueblen de terror y de soledad?». Hablaba, Borges, de los «deleitables terrores» que encontró en esa relación de belleza hipnótica en la que Bradbury da cuenta de la vida cotidiana en el planeta enigmático —pero, está visto, en absoluto inalcanzable: «A orillas del seco mar marciano se alzaba un pueblo blanco, silencioso y desierto. No había nadie en las calles. Unas luces solitarias brillaban todo el día en los edificios. Las puertas de las tiendas estaban abiertas de par en par, como si la gente hubiera salido rápidamente sin cerrar con llave. Las revistas traídas de la tierra hacía ya un mes en el cohete plateado se ennegrecían, agitándose, intactas, en los quioscos callejeros».
    Fue su segundo libro publicado, en 1950. Tres años después aparecería Farenheit 451: una perturbadora novela que se ocupa de un mundo en el que los libros han sido proscritos, al grado de que hay cuerpos de «bomberos» dedicados a localizar los ejemplares que todavía queden desbalagados en cualquier lugar para prenderles fuego. Únicamente la perseverancia de ciertos disidentes puede mantener a salvo la memoria de los siglos inscrita en los restos de las últimas bibliotecas: almacenándola en su propia memoria, de tal manera que un hombre puede ser el Eclesiastés, otro La República de Platón, uno más Los Viajes de Gulliver y otro Walden de Thoreau. Estos rebeldes, que suman miles en todo el planeta desolado y embrutecido, vagan, econtrándose y reuniéndose en pequeños y conmovedores grupos alrededor de fogatas, dejándose escuchar unos a otros y esperando a que corran tiempos mejores en que las imprentas puedan volver a funcionar.
    Practicante, en sus inicios, de la literatura policiaca, dramaturgo y guionista ocasional, articulista infatigable y firmante, incluso, de algún libro de poemas, Bradbury es un autor indispensable si se busca demostrar que la invención literaria es una de las más felices formas de entender la vida. Cuando cumplió 80 años aseguró que todas las mañanas lo acomete el mismo entusiasmo, ante la máquina de escribir, que experimentaba a los 12. Ha recibido toda suerte de premios, incluidos un Emmy y una nominación para el Oscar, y entre otras tareas excéntricas trabajó para diseñar atracciones de los parques de Disney en Florida y en Francia. Su obra, vastísima, ha influido decisivamente no sólo en la imaginación de la humanidad, sino en la comprensión que ésta busca tener de su existencia. «No hay problema serio en el mundo, aquí y ahora, que no sea un problema de ciencia ficción», escribió en un apasionante ensayo incluido en su libro Ayermañana, donde profundiza en sus móviles como autor de este género (si bien más de alguna vez ha preferido ser considerado, sencillamente, como escritor de fantasía). «Todo, absolutamente todo, es fantástico. Todo, absolutamente todo, conforma la historia de la humanidad y las invenciones, hombres y máquinas que caminan tras las huellas de Dios y ahora, a última hora del día, dicen: “¡Perdón!”. A lo cual el universo contesta: “Está bien, vayan y construyan de nuevo el Edén. Constrúyanlo en la Tierra. Constrúyanlo en la Luna. Constrúyanlo más allá de nuestro inalcanzable sistema solar. Pero constrúyanlo, vivan en él, echen raíces en él, sobrevivan”».

Publicado en Magis 412

Días de parvadas

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Foto: © Cortesía FIL Guadalajara / Marcela de Niz

Por la nebulosa noción general según la cual los libros son cosa buena y deseable, a las llamadas figuras públicas les viene bien mostrar de vez en cuando alguna familiaridad, algún coqueteo, con las cosas de la lectura y sus alrededores. O eso creen, que los libros confieren algún prestigio o una suerte de honorabilidad instantánea, y de esa convicción hace eco, dócil, la prensa. La Feria Internacional del Libro de Guadalajara, de un tiempo a esta fecha, se ha vuelto un escenario idóneo para esas exhibiciones: pasarelas de famosos, en particular políticos, que se dan baños de multitud entre los stands de las editoriales, y —naturalmente— aprovechan la visita para tomar los micrófonos y ver sus discursos amplificados con el ruido de fondo de eso que luego les resulta tan prescindible o enfadoso: la cultura...

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Turulato

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¡Y pensar que Gerardo Deniz, en ocasión memorable, lo llamó «Maese Zorrocloco»!*
Foto: © Cortesía FIL Guadalajara / Michel Amado Carpio

Ya la realidad vino y me abofeteó: yo que me paso sacándole la vuelta al festejo en torno a José Emilio Pacheco, ¡y que le dan el Cervantes! La cola de la celebridad no tiene fin. Y no es que Pacheco me parezca abominable, ni mucho menos: lo que me fastidia es la reiteración de lo consabido (homenajeando a los mismos una y otra vez, por ejemplo) y cómo por eso, que yo veo como falta de imaginación, se deja de prestar atención a otras cosas; pero también constatar cómo va afirmándose la hegemonía de ciertas figuras por la vía de su consagración oficial, como si fuera lo único que contara. «Turulato», dijo el poeta que había quedado al conocer la noticia. Pues igualmente.
    A propósito de la celebridad y sus horrores: hace 21 años (¡ay!), William Golding vino a la FIL. Hacía cinco años que le habían dado el Nobel. En una de ésas, Fernando de León y yo lo pudimos encontrar, sentado en un banquito en el stand de su editorial, mosqueándose (claro, El señor de las moscas) y sin que nadie lo pelara. Nos acercamos a hacerle muecas (no sabíamos inglés, estábamos chicos), y los ejemplares de su novela famosa que nos firmó seguramente fueron los únicos que firmó en toda su visita a Guadalajara. Ayer, en cambio, otro Nobel, Orhan Pamuk, estuvo estampando su nombre y componiendo una sonrisa estreñida y velocísima para cada una de los cientos de personas que desfilaron por el módulo de firmas (que es novedad en esta feria: una caja rápida de la admiración). Era una escena deprimente: se veía que el hombre estaba viviendo una pesadilla.
    Conviene —en lo que llega el viernes de descuentos— darse una vuelta por la Estación de Bolsillo: está en el área internacional de la FIL (entrandito a mano izquierda), y es un stand que reúne la producción más baratona de varias editoriales. Y visitar también el área de editoriales independientes, donde menudean las joyitas. Los escritores angelinos ya están desatados: hay que echarle vistazos al Café Literario, porque varios pueden ser sorprendentes.


*Zorrocloco:
1.  m. coloq. Hombre tardo en sus acciones y que parece bobo, pero que no se descuida en su utilidad y provecho.
(Lo dice el Diccionario de la RAE. Pinche Deniz).



Publicado en la columna «¿Tienes feria?», del suplemento perFIL, en Mural, el martes 1 de diciembre de 2009.