¿Para qué sirve el Cabañas? Sospecho que en la dificultad de responder a esta pregunta, por ingenua que parezca, se encuentran las razones de que la manutención y la administración de este espacio constituyan por lo general un problema para las administraciones públicas, y también las razones de que los ciudadanos, por lo común, lo veamos quizás como un edificio imponente y venerable en el que, sin embargo, nunca nos queda muy claro qué tendría que pasar. (Automáticamente pienso en el Centro de las Artes de San Luis Potosí, fruto del inteligente aprovechamiento de lo que fuera una cárcel y cuyas funciones principales obedecen a la vocación de una institución educativa por cuya operación el recinto posee una vitalidad notable, aparte de que sirve a la celebración de actividades de índole cultural diversa —exposiciones, conciertos, conferencias, etc.—que atraen naturalmente a un público numeroso por cuya afluencia, además, sumada a la de los estudiantes, el barrio en que está inserto, antes depauperado, ha cobrado también vida, cosa que nunca ha sucedido con San Juan de Dios). A la vista de las evidencias, el Cabañas sirve, por principio de cuentas, como un aparato burocrático en cuyo sostenimiento se gasta mucho del siempre escaso dinero que el Estado destina a la cosa cultural, y es por eso que siempre está buscándose cómo hacer para que dé dinero (y se ayude a sí mismo para sobrevivir): si, como lo señalaba la nota publicada ayer aquí a raíz de la presentación de su nueva directora, ese aparato tiene un presupuesto de 17 millones de pesos y sólo la nómina sale en 19 millones, es un pésimo negocio —que luego se quiere mitigar rentándolo como salón de fiestas, por ejemplo, o como pasarela.
Sirve también a la demagogia, en el sentido en que continuamente se recuerda su categoría de «Patrimonio de la Humanidad» como aval de «un recinto emblemático del que nos sentimos orgullosos los jaliscienses y los mexicanos» (palabras de la nueva directora, en entrevista publicada también ayer en un diario local). De ahí que uno de sus usos más conspicuos haya sido el de escenario para fastos oficiales (recuerdo aquella primera Cumbre Iberoamericana, cuando en el Patio de los Naranjos se vio reunidos a Fidel, el Rey de España, Menem, Fujimori y otros bichos igual de impresentables, haciendo las delicias de Salinas). Museo a fuerzas y nunca cabalmente, y también espacio escolar —y con penurias injustificables, consecuencia de malhechuras y ocurrencias—, ese edificio que tan bien sale en las postales y que en vivo puede ser tan decepcionante (por lo vacío, por lo desperdiciado, por lo muerto) a mí me ha servido para admirar su arquitectura, sí, para escuchar al menos dos conciertos memorables, para un encuentro decisivo con Orozco cuando estuvo ahí su gran exposición, y poco más. ¿Llegará un día en que pueda saberse de un modo más satisfactorio para qué podría servir?
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 6 de junio de 2013.
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