Ingleses

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Cuando de disparates se trata, los súbditos de Isabel II nunca defraudan: ayer, The Times daba cuenta de la consternación del reino por la silueta abultadilla que lucía la duquesa de Cambridge al mostrar al mundo al nuevo heredero del trono. Ya que se consultó a expertos para verificar que esa pancita fuera normal, ahora el pendiente es saber cuánto tardará en irse. Hay que admitirlo: por mucho que en principio toda monarquía sea odiosa, el nacimiento del nuevo vividorcito no deja de tener su encanto, en concreto por cuanto toda la parafernalia alrededor puede entenderse como la afirmación en el absurdo de un pueblo al que debemos una de las más ricas tradiciones humorísticas. Hubo que ver al anciano de tricornio emplumado y casaca roja que desplegó un pergamino e hizo sonar un cencerro delante de la multitud de lunáticos para terminar de entender por qué los británicos pueden ser tan inestimablemente graciosos: de una nación que así da forma a sus ocasiones solemnes (y que tiene por ocasión solemne el nacimiento de un nuevo inútil) cabe esperar la mayor y más risible irreverencia. Felizmente.
       Lo recordábamos con los amigos, hace unos días: aquel sketch en que Mr. Bean espera en una fila para saludar a la reina, y cómo se embrolla al percatarse de que trae la bragueta abierta, de tal modo que cuando llega su turno acaba dándole un cabezazo a la vieja y derribándola. Bueno, pues Rowan Atkinson (o sea Mr. Bean) ha sido un tenaz defensor de la libertad de expresión y en más de una ocasión ha encarado al Parlamento para oponerse a legislaciones que pretendan coartarla, una vez al lado del novelista Ian McEwan y del actor Stephen Fry. No será de extrañarse que algún día sea nombrado caballero. 
       La destreza en la ironía y el sarcasmo como rasgo idiosincrásico de los ingleses es un lugar común cuyos antecedentes pueden rastrearse a lo largo de los siglos —pienso en elDiario que llevó Samuel Pepys en la segunda mitad del XVII: un burócrata metido a cronista involuntario de su tiempo, que observaba con agudeza inimitable la conducta excéntrica de sus conciudadanos (hay una cuenta de Twitter que dispara fragmentos de esa maravilla: @samuelpepys)—, y sus efectos, para nuestra suerte, abundan, particularmente en la televisión: de Monty Python para acá, pasando por Fawlty Towers(con John Cleese), Benny Hill (cuyo show asombrosamente llegó a verse en México hace algunos lustros), las parejas de David Walliams y Matt Lucas (las series Little Britain yCome Fly With Me) y David Mitchell y Robert Webb (Peep Show), o las de Julian Barratt y Noel Fielding (The Mighty Boosh), Chris O’Dowd y Richard Ayoade (The IT Crowd) y Stephen Merchant y Ricky Gervais (The OfficeExtrasLife’s Too Short), hasta llegar a la fabulosa Miranda Hart (Miranda), que es de risa loca, como todos los demás. Buena recomendación para las vacaciones, ahora que lo pienso: proponerse buscar el trabajo de todos éstos —que para eso existe internet, y también para ver cómo nacen bebés reales.


Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 25 de julio de 2013.

El SNCA

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Circula una carta, firmada hasta ahora por casi centenar y medio de integrantes del Sistema Nacional de Creadores de Arte (SNCA), de inconformidad con los cambios en las reglas de operación de éste (en particular el que cancela la posibilidad de pertenencia ininterrumpida) y contra la eliminación de la mitad de los apoyos que venía ofreciendo. Tales medidas fueron tomadas por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes sin haber ni siquiera pretendido consultar a la comunidad que afectan directamente, y lo que la carta pide es en principio eso: que se revisen tomándonos en cuenta. No seré hipócrita al desentenderme del hecho de que firmé viendo por mi propia suerte como integrante del SNCA, al que entré en 2010 y en el que, claro, me interesa seguir (cosa que tendré más difícil ahora, como todos los demás). Pero lo hice también porque encuentro arbitrario el modo en que se decidieron las nuevas disposiciones, y porque entiendo que la pertenencia al SNCA implica la responsabilidad de ver por su buen curso y defenderlo de los caprichos de sus responsables. (Dicho sea de paso, estoy harto de las acusaciones que suelen hacérsenos a los creadores que nos beneficiamos de éste o cualquier otro programa del Estado, en especial de la acusación de parasitismo, de tufo estalinista: los estímulos que recibimos hemos de desquitarlos no sólo con nuestro trabajo —que hay mecanismos para evaluar regularmente—, sino además participando en un programa de retribución social mediante actividades al servicio del aparato cultural estatal en todo el país: a mí me enorgullece haber ido a dar talleres, por ejemplo, en municipios donde hay poco más que hambre y balaceras).

​ Malentendidos como apoyos de carácter asistencial, los que otorga el SNCA parecen más discutibles, e incluso más fácilmente descartables, que los que se dan a la investigación científica, quizás en razón de una noción borrosa de productividad económica. Y, sin embargo, hay mucho cinismo en hacer ver unos y otros como sacrificio del erario en un Estado tan dado al derroche e inveteradamente incapaz de políticas al menos decorosas de distribución de los recursos públicos: sí, en México hay carencias descomunales y urgencias impostergables, pero también, por ejemplo, una dilapidación siempre escandalosa en el aparato electoral o en la propaganda que el gobierno se hace a sí mismo. Y ya está bien de que los recortes automáticos sean en el sector cultural —que eso hay de fondo: la nueva administración busca arreglar con ocurrencias el desastre financiero que dejaron las ocurrencias de la administración pasada: demagogia y autoritarismo en perjuicio de lo que menos suele importar.

​Hasta donde va el asunto, las autoridades (el presidente del Conaculta, el secretario de Educación Pública) están haciéndose sordas. El primero ya ha anunciado que revisará: qué querrá decir eso, él sabrá. Por su actuación se verá cómo piensa este gobierno de los creadores, un sector reducidísimo, sí, pero que da vida a la imaginación de este país.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 18 de julio de 2012.

 

 

Sacks

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Ya en una etapa de su vida en que había alcanzado el reconocimiento internacional como escritor, y en la cúspide de su carrera como investigador, y como divulgador y crítico del quehacer científico, el neurólgo Oliver Sacks un día halló en su camino algo que le llamó poderosamente la atención. Uno pensaría que alguien como él tiene muchas cosas de qué ocuparse, en qué pensar, que no le resulta tan fácil consentirse distracciones. Pero se detuvo: era un grupo de personas, en un local, sosteniendo su reunión periódica en torno a un tema extrañísimo —por lo pronto para el propio Sacks, en ese momento, como también debe de serlo para cuantos jamás nos habríamos imaginado que existe gente interesada por algo así—: los helechos. Sin dudarlo se coló a la reunión, decidido a enterarse de qué estarían hablando, y pronto se afilió a la asociación y se entusiasmó tanto que poco después estaba viajando en una excursión a Oaxaca cuyo fin único era, sencillamente, ver helechos. Fruto del azar, pero sobre todo de una curiosidad agudísima que exigía ser satisfecha hasta las últimas consecuencias, aquel hallazgo dio como resultado un hermoso libro de viajes, Diario de Oaxaca, que es también una esmerada introducción al mundo de estas plantas y una lúcida reflexión sobre su importancia suprema en el desarrollo de la vida sobre la Tierra y sobre lo mucho que tenemos que aprender sobre ellas: la obra de un súbito naturalista apasionado y de un ensayista seductor que consigue contagiar su fascinación de modo absolutamente memorable, y también un ejemplo óptimo de cómo la curiosidad —y nuestra disposición a atenderla— puede abrir accesos al conocimiento más insospechado.    
       Felizmente animado aún por esa curiosidad inagotable, Sacks cumplió 80 años el martes pasado, y los celebró escribiendo un artículo titulado «La alegría de la vejez (en serio)». Famoso en buena medida gracias a la adaptación cinematográfica que se hizo de su novela autobiográfica Despertares, entre los temas que lo han ocupado están la demencia, la memoria, W. H. Auden, el autismo, la ceguera, Darwin, la sordera y el lenguaje, la depresión, los sueños, las alucinaciones, la locura, la música, los fantasmas, las alienaciones, la propiocepción (la capacidad de percibir el propio cuerpo), la fotografía, el olfato, la natación, la sinestesia, la sífilis, los viajes, entre los muchos que constan en un listado disponible en su sitio web. Y en la docena de libros que ha escrito, que por lo general consisten en indagaciones a partir de casos clínicos que ha atendido o presenciado, prevalece no sólo una voluntad tenaz de esclarecimiento racional de los modos en que percibimos el mundo, sino también un alto sentido de la compasión a través del afán de comprender a quienes no ven las cosas como nosotros. Ya por eso debe contárselo como uno de los humanistas centrales de nuestro tiempo. Encima, es un autor amenísimo y entrañable. O sea: un indispensable.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 11 de julio de 2013.

De prisa

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Es posible que el relativo apogeo de las redes sociales (relativo porque aún es minoritaria la población que las utiliza) haya de verse como un fenómeno cultural que caracterizará el tiempo que nos ha tocado vivir, así como en su momento ocurrió con el advenimiento de otras tecnologías que facilitaron formas de comunicación antes insospechables. Aunque también es posible, y quizás deseable, que a tal apogeo no tarde en seguirlo un colapso, en razón de que esos espacios aparentemente incontenibles van saturándose con un barullo ensordecedor que, lejos de propiciar la comunicación y el entendimiento recíproco entre los usuarios, orilla al embotamiento y al desencuentro, así como a un conocimiento muy precario y muy superficial de los asuntos que cobran auge y luego se canjean por otros que reclaman urgentemente nuestra atención. En la ilusión de que por ahí pasa toda la información, pero además de que toda nos concierne y, encima, de que cada quien tiene algo que decir al respecto, lo que en realidad hay es una atomización incesante de individualidades incapaces de atenderse entre sí, cancelada prácticamente toda ocasión de reflexionar con detenimiento a causa de la inmediatez que priva cuando se recorre a toda prisa el timeline de Twitter o las actualizaciones de Facebook.

En días pasados ha habido varias oportunidades de corroborarlo. El martes, por ejemplo, cuando se dio a conocer la horrenda noticia del hallazgo de los jóvenes asesinados en La Primavera: la consternación y la indignación, en el sinfín de comentarios que el hecho suscitó en las redes sociales, parecían competir con la profusión de sandeces que incontables usuarios tuvieron a bien soltar, fruto de sus juicios instantáneos, pero también de la ignorancia y la maldad a cuya propagación sirven también estos medios: imbéciles sentenciando que se lo merecían, o justificando que los muchachos se hubieran metido «con quien no debían». Claro: a esto ayudaron también la pésima actuación de las autoridades y sus erráticos modos de informar, que indujeron a identificar a las víctimas como criminales. Pero el hecho es que el griterío justiciero y cruel de quienes escupen su odio y su embrutecimiento al ponerse a dar su opinión del caso dice mucho acerca de la desasosegante imposiblidad de entendimiento que prevalece en esta sociedad y que ahí está mostrándose.

De mucha menor importancia, pero también significativa, fue la confrontación que el director del Sistema Jalisciense de Radio y Televisión sostuvo, la semana pasada, con varios tuiteros, a raíz de que colocó unas calcomanías espantosas en el edificio que ocupa ese organismo. A muchos no nos pareció, y lo dijimos, pero el funcionario reaccionó con una socarronería injustificable y muy poco institucional que luego algunos tomaron por agresividad. ¿Qué necesidad había? Y es que lo primero que brota al meterse en esos tumultos son las ganas de pleito, de escándalo, como se vio, también, cuando la presidente de Argentina se puso a tuitear desaforada para reunir a su pandilla («Rafa», «Pepe», «Ollanta») a fin de resarcir al presidente de Bolivia, varado en un aeropuerto al que no iba.

Así como al ir en coche somos buenos para pitar, manotear y echarle malo a todo mundo —cosa que no hacemos al ir a pie, o no tan fácilmente—, nuestro comportamiento en las redes sociales en buena medida está determinado por la irresponsabilidad derivada de ir tan rápido, sin querer detenernos ni que nada se nos atraviese. Y porque todo se queda pronto atrás.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 4 de julio de 2013.

 

 

Rayuela

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Está cumpliéndose medio siglo de la aparición de Rayuela, la célebre novela de Julio Cortázar. Es de esperarse que de aquí a 2014, cuando se festeje el centenario del autor y se conmemoren los treinta años de su muerte, estemos encontrándonoslo continuamente en toda suerte de recordaciones, homenajes, relecturas y reediciones —en concreto, está lanzándose ahora mismo una edición conmemorativa de esta novela, aderezada por un apéndice donde Cortázar cuenta cómo la escribió y por un mapa del París que se recorre a través de ella, y dentro de unos meses aparecerá el volumen Clases de literatura, con las lecciones que el escritor dio en Berkeley en 1980. Lo cierto es que las efemérides no hacen falta para garantizar la perdurabilidad de la presencia de Cortázar entre sus lectores de siempre ni su descubrimiento por parte de los nuevos lectores: su obra, y en particular esta novela, es afín a la de otros autores que, por las posibilidades inauditas que revelan, tienen cierto carácter iniciático por el cual se refrendan incesantemente en la atención de las nuevas generaciones (Herman Hesse, se me ocurre, o Edgar Allan Poe, a quien el argentino veneraba; o, más cerca de estos tiempos, David Foster Wallace o Roberto Bolaño… aunque en este caso yo encuentro mucho más de ingenuidad y de malentendidos: ya en cincuenta años se podrá ver).
Creo que debí leer Rayuela en la prepa porque me habrá parecido inevitable: en los comienzos de la vida de un lector, por lo general, queda aún lejos el principio de suspicacia por el que más tarde se puede llegar a eludir sistemáticamente (o a considerarlo con reservas) cuanto viene anunciado por su propia fama. Retengo, sí, la figuración borrosa de mi acceso a una forma de narrar inesperada, distanciada de las más convencionales —y todavía escasas— que había conocido, y ya por eso atractiva, aunque no pueda decir que fascinante: quizás tanto París y tanto amor desventurado y tanto jazz y tanta gente de conductas disparatadas y arrebatos y escepticismos y tanto fervor artístico, por alguna razón, no llegaron a convertirme en un partidario irrestricto (como creo que ocurre con muchos lectores de Cortázar, que se vuelven devotos por motivos predominantemente sentimentales). Luego di con los cuentos, y Bestiario sí se me volvió indispensable, lo mismo que Final del juego —mucho más tarde, por fin, llegué a la que para mí es la sección más rica de la obra cortazariana, la de los libros misceláneos en los que predomina el ensayo: los dos volúmenes de Último round y La vuelta al día en ochenta mundos.
¿Rayuela necesariamente tiene que ser una lectura de juventud, y, al haber dejado ésta atrás, uno se ha perdido irremisiblemente de un acontecimiento decisivo de proponerse releerla? Confío en que no sea así; también confío en que la memoria desfigura la experiencia, para mal o para bien, y por ello seguramente valdrá la pena aprovechar esta ocasión de relectura —ahora que ya no es inevitable.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 27 de junio de 2013.


Nueva tele

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La anécdota no deja de tener su encanto: en una entrevista con la revista Variety, el actor Kevin Spacey contó cómo recientemente cayó en la cuenta de que nunca ha salido en una película de Woody Allen, por lo cual decidió escribirle una carta para presentarse —«como un actor del que acaso haya oído, o quizás no»— y también para obsequiarle una suscripción a Netflix, a fin de que pudiera ver la serie House of Cards, protagonizada y producida por él. Allen respondió amablemente, pero Spacey ya no dijo si irá a darle chamba o no; tampoco si habrá visto ya la serie. En todo caso, el episodio me deja pensando en los nuevos modos que el cine y la televisión tienen de llegar hasta nosotros, concretamente en lo que se refiere a Netflix, servicio de difusión en línea al que hay que suscribirse y que con la serie mencionada comenzó a generar contenidos exclusivos que sólo pueden verse así.
Estos cambios son más impresionantes cuando se aprecian desde la perspectiva de la propia edad: al recordar, por ejemplo, cómo hace unas dos décadas y media aún había que ir al cine para ver películas, prácticamente no había distinciones entre televisión abierta y televisión por cable (porque esta última era privilegio de unos cuantos, y además existía sólo en el Valle de México; también había parabólicas, pero nomás en las azoteas de los muy ricos), estábamos lejos de figurarnos nada parecido a internet y el mundo, en suma, era infinitamente más pequeño. Las series había que esperar a que las dieran, semana a semana, invariablemente dobladas al español, y lo más asombroso, en mi experiencia, es haber podido seguir así muchas —desde la infancia, en tiempos que me ingeniaba para robarle a las telenovelas de mi mamá, a los noticieros de mi papá o a mis propios dibujos animados. Y muchas películas mexicanas, que sólo en la tele había modo de verlas.
La noche del día que se «liberó» House of Cards, en Neflix, vi de un jalón cuatro episodios de una hora cada uno. La despaché completa en dos noches más: una estupenda trama de intriga política en Washington, de ribetes shakespereanos (aunque ¿qué no es shakespereano a estas alturas?) y cuya continuación ya está filmándose. Pero lo mejor estaba por llegar con la cuarta temporada de Arrested Development, estrenada, entera también, el 26 de mayo pasado. Tras haberse transmitido, a la manera convencional, entre 2003 y 2006, esta serie de narrativa vertiginosa y delirante resultó óptima para relanzarse de este nuevo modo, pues ya ni siquiera importa el orden en que se vean los capítulos. Sí, hay una historia que progresa (las peripecias de una familia de lunáticos en torno a las fechorías financieras del papá y la mamá, básicamente), pero a la vez es la crónica polifónica y poliédrica de un instante culminante, y por tanto propicia un espectro inagotable de lecturas y revisiones, razón por la cual es una forma absolutamente inédita de hacer televisión (o cine, o lo que sea). Ni Woody Allen ni nadie debería perdérselo.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 20 de junio de 2013.

La entrega

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Si por lo general es perentoria la atención que prestamos a los hechos que dan forma a la actualidad noticiosa, esa realidad suplementaria y poderosamente engañosa, tales hechos se disuelven más rápidamente y se olvidan cuando entran en la centrifugadora vertiginosa y ensordecedora de las redes sociales, ese espacio donde aparentemente es tan fácil enterarse de todo al instante como endiabladamente difícil es disponer de la calma y la serenidad para formarse juicios, pues antes de intentarlo ya habrá sucedido algo más que nos requerirá de inmediato. El revuelo de la semana lo surtió la alcaldesa de Monterrey, con el desfiguro que ya todos sabemos y que rápidamente fue combustible para la crítica y la sorna (y alguno que otro refunfuño y torzón de tripas en serio, por cuenta de quien no está al tanto de que la conducta de los políticos siempre es, por principio, grotesca y proclive al disparate).

De acuerdo: la señora es una ridícula y una cursi y una ignorante. Pero ello no quiere decir necesariamente que sea una política tonta, pues con su acto seguramente calculó que se granjearía el aprecio y el reconocimiento de los simpatizantes de Jesucristo —que en México jamás han escaseado. Como pudo verse enseguida, no fue la primera en manifestar sus fervores «entregando» su jurisdicción a la divinidad, y como podemos recordar los jaliscienses, que padecimos a uno de los gobernantes más públicamente devotos que se recuerden (y no nomás se conformaba con actos simbólicos: tan beato era que entregaba millones de pesos salidos de nuestros bolsillos), estos alardes de fe ya no deberían extrañarnos: desde que López Portillo trajo al Papa para que lo viera su mamá, y se percató de lo feliz que hacía así a sus gobernados (y no nomás a su mamacita), ya debió quedarnos claro con qué soltura los políticos de cualquier signo se desentienden, en su provecho, de la borrosa entelequia del Estado laico. Sin embargo, pareció que todos soltábamos la risa al unísono al ver cómo Monterrey cambiaba de dueño. Pareció: yo pienso que, en realidad, esta «entrega» recaudó el aplauso conmovido de la mayoría de los mexicanos que supieron de ella (por la tele, principalmente), una mayoría que está lejos de las redes sociales y de la prensa escrita, y sobre la cual, quienes si nos asomamos a éstas, no tenemos la menor idea. Y creo también que la mayoría absoluta de los mexicanos ni se enteró del asunto (ni por la tele), y que, de enterarse, lo aprobaría sin problemas. ¿De qué nos reímos? (También creo lo que dice el danzón, no vaya a malinterpretárseme: si Juárez no hubiera muerto la patria se salvaría).

Tal vez pueda ser una lección desprendible del pío arrebato de la alcaldesa regia: estos hechos, falsamente noticiosos, nos tienen más entretenidos de lo que deberían. Y, como concitan tan naturalmente nuestra burla, nos inducen a confiar en que lo que está mal nos parece mal a todos. No es así; además, pronto se nos olvidan.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 13 de juniio de 2013.

 

El Cabañas

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¿Para qué sirve el Cabañas? Sospecho que en la dificultad de responder a esta pregunta, por ingenua que parezca, se encuentran las razones de que la manutención y la administración de este espacio constituyan por lo general un problema para las administraciones públicas, y también las razones de que los ciudadanos, por lo común, lo veamos quizás como un edificio imponente y venerable en el que, sin embargo, nunca nos queda muy claro qué tendría que pasar. (Automáticamente pienso en el Centro de las Artes de San Luis Potosí, fruto del inteligente aprovechamiento de lo que fuera una cárcel y cuyas funciones principales obedecen a la vocación de una institución educativa por cuya operación el recinto posee una vitalidad notable, aparte de que sirve a la celebración de actividades de índole cultural diversa —exposiciones, conciertos, conferencias, etc.—que atraen naturalmente a un público numeroso por cuya afluencia, además, sumada a la de los estudiantes, el barrio en que está inserto, antes depauperado, ha cobrado también vida, cosa que nunca ha sucedido con San Juan de Dios). A la vista de las evidencias, el Cabañas sirve, por principio de cuentas, como un aparato burocrático en cuyo sostenimiento se gasta mucho del siempre escaso dinero que el Estado destina a la cosa cultural, y es por eso que siempre está buscándose cómo hacer para que dé dinero (y se ayude a sí mismo para sobrevivir): si, como lo señalaba la nota publicada ayer aquí a raíz de la presentación de su nueva directora, ese aparato tiene un presupuesto de 17 millones de pesos y sólo la nómina sale en 19 millones, es un pésimo negocio —que luego se quiere mitigar rentándolo como salón de fiestas, por ejemplo, o como pasarela.

Sirve también a la demagogia, en el sentido en que continuamente se recuerda su categoría de «Patrimonio de la Humanidad» como aval de «un recinto emblemático del que nos sentimos orgullosos los jaliscienses y los mexicanos» (palabras de la nueva directora, en entrevista publicada también ayer en un diario local). De ahí que uno de sus usos más conspicuos haya sido el de escenario para fastos oficiales (recuerdo aquella primera Cumbre Iberoamericana, cuando en el Patio de los Naranjos se vio reunidos a Fidel, el Rey de España, Menem, Fujimori y otros bichos igual de impresentables, haciendo las delicias de Salinas). Museo a fuerzas y nunca cabalmente, y también espacio escolar —y con penurias injustificables, consecuencia de malhechuras y ocurrencias—, ese edificio que tan bien sale en las postales y que en vivo puede ser tan decepcionante (por lo vacío, por lo desperdiciado, por lo muerto) a mí me ha servido para admirar su arquitectura, sí, para escuchar al menos dos conciertos memorables, para un encuentro decisivo con Orozco cuando estuvo ahí su gran exposición, y poco más. ¿Llegará un día en que pueda saberse de un modo más satisfactorio para qué podría servir?

 

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 6 de junio de 2013.