Gustitos

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Hace unas semanas, el Canal 22 realizó un ejercicio curioso: a partir de una preselección hecha por ciertos «especialistas», se invitó a los televidentes a elegir  entre varios productos culturales (novelas, películas, discos, etctétera) para que, según el favor de los participantes, de entre dichos productos emergieran los «más significativos» a lo largo de la primera década del siglo 21. No sé, al ver la mecánica del ejercicio, si pueda hablarse con propiedad de una encuesta, pues participaron quienes se enteraron y además tuvieron la voluntad espontánea de hacerlo; en todo caso, «encuesta» es el término que ha usado el Canal 22. Además, creo, conviene hacer una precisión: la invitación, abierta a todo el público, fue atendida por aquellos televidentes que, además de tener acceso al canal, lo tienen también a internet, dado que para participar —entiendo: no sé si habría otros modos— había que hacerlo por esa vía, ingresando al sitio web del canal.
       Evidentemente voy llegando tarde a esta información, pero la cosa es que no doy con los nombres de los «especialistas» que dispusieron las opciones entre las que había que escoger; sin embargo, por arbitraria que haya podido ser tal preselección, cabe reconocer que los participantes podían lanzar sus personales gallos al ruedo, y así, por ejemplo, en la categoría de mejor novela nacional se podía votar lo mismo por La silla del águila, de Carlos Fuentes (segundo lugar: 338 votos) que por El taller del tiempo, de Álvaro Uribe (último lugar: 13 votos), pero hubo también quien metió a la competencia a Xavier Velasco con su Diablo guardián (que no quedó entre los diez primeros: tuvo más de cinco votos, pero no muchos más). La novela ganadora fue El testigo, de Juan Villoro, con la preferencia de 380 lectores —o votantes, más bien: a quién le consta que efectivamente la hayan leído.
    Los resultados están publicados en www.canal22.org.mx para quien tenga el interés y la calma de revisarlos. Pero ¡ojo!, su consulta  pueden conducir —como me pasó— a la más absoluta perplejidad: la de enterarse, por ejemplo, de que se vive en un país para el que los mejores conciertos en diez años ha sido los de Juan Gabriel en Bellas Artes y el de Manu Chao en el Zócalo (¡mil 61 votos contra 27 por el de Bob Dylan!). Pero sobre todo por esto: aunque hay resultados de lo más sospechosos, como si todas las preferencias de los votantes estuvieran modeladas por el propio Canal 22 —el disco y el programa de tele más favorecidos son, casualmente, de Eugenia León: ¡diak!—, no deja de ser inquietante ver cómo las sumas, en todos los rubros, están orientadas por una suerte de juicio generalizado que, queriendo ser correcto, termina por dibujar el retrato de un público superficial, acomodado a las modas, que tiene muy dudosos gustitos y que es, desde luego, muy pretensioso. Además, esta «encuesta» es una postal elocuentísima del centralismo imperante en materia de cultura: para corroborar eso habrá servido, por lo menos.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 29 de abril de 2010.

Ingenuo

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«¡S'orden's, jef'!»

A ver: yo no pienso que el Presidente de la República sea un ingenuo, sino todo lo contrario, y en el peor de los sentidos: no precisamente astuto, sino más bien taimado, ladino. ¿Qué? ¿Ya estoy invitado a Los Pinos? ¿O hará falta más? Porque si para merecer un agasajo en la Residencia Oficial el boleto se consigue enderezándole adjetivos al mandatario, yo —como muchos mexicanos— tengo un buen costal. También para los integrantes de su gabinete, para su administración toda, y en concreto para los modos en que él desempeña las funciones para las que le pagamos. Pero claro: para que su secretario de Gobernación me dirigiera una carta, regañoncita pero comedida, haría falta también que yo (o cualquier otro gato) gozara de las simpatías del Presidente; que, de preferencia, encarnara de un modo u otro alguno de sus dudosos gustos —ojalá que no le guste mucho la música de Luis Miguel, porque para conseguírselo ahorita va a estar complicado—, y que, en su burda comprensión de la conveniencia política, él o sus asesores juzgaran rentable que nos echáramos unos tequilas juntos... Para lo cual convendría que yo (o cualquier mono) fuera una figura popular, alguien con multitudes de fans para las que representara algo de eso que sentimentalmente pasa por conciencia social, alguien ocurrente quizás y jocosón: en suma, un tipo algo hocicón, pero no tanto: un invitadito inofensivo.
       Según declaró a las carreras al salir de la recepción que se le brindó en Los Pinos —a otro español, Manu Chao, el año pasado, le iban a aplicar el 33 constitucional por algo parecido—, Don Joaquín Sabina (como tan colonialmente se dirigió a él Gómez Mont en su misiva) y el Presidente se habrían mantenido en sus respectivas posiciones, las mismas que se habrían visto enfrentadas cuando el primero tildó de ingenuo al segundo. La cantante Tania Libertad, que estuvo ahí, agregó que los dos protagonistas del encuentro «se dijeron cosas muy bonitas». También estuvieron el ex portero del Atlante Félix Fernández —pero no hemos llegado a enterarnos de su interesantísimo parecer—, la graciosa presencia de Consuelo Sáizar, presidenta del Conaculta; el secretario de Hacienda —capaz que a él le tocó pagarles a los meseros—, otro cantante, David Filio —tampoco sabemos por qué ni para qué—, y el propio Gómez Mont, quien sólo retuvo una canción de las que habría entonado el parecito, Sabina y Calderón: «Llegó borracho el borracho». Muy cordial todo, muy lindo. 
        Nada de qué asombrarse, desde luego (bueno, sí: ¡la Secretaría de Marina tiene mariachi! «Que dice el Señor Presidente que qué pues con el mariachi». «¡Pero ya no alcanzamos a ir a Garibaldi!, ¿qué hacemos?». «¡Pues lánzate por el de la Secretaría de Marina!»). A Sabina, como bien ha recordado Guillermo Sheridan, hace diez años le gustaba comer con el Subcomandante Marcos para predicar sobre México; ahora ha cambiado de amistades. En cuanto al Presidente y los interlocutores intelectuales que escoge... Ni hablar: cada quien sus clásicos.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 22 de abril de 2010.

N de M

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 Foto: Abraham Pérez


Nada más quieto que una partida 
María Negroni

Un viaje está terminando ya en el momento en que comienza. En aquel pasadizo subterráneo, quizás, una prolongada rampa cuyo suave declive conducía por debajo de las vías hasta las escaleras, a izquierda y derecha, que llevaban hasta los andenes —había rótulos que indicaban por cuál de las dos se llegaba más directamente al carro correcto («carro», decía en el boleto), pero siempre era inútil, pues una vez en la superficie resultaba sumamente complicado identificar la numeración, disparatada y apenas distinguible en las ventanillas próximas a las plataformas de acceso de cada vagón: ¿gabinete, alcoba, camerín? O puede que el viaje en realidad estuviera empezando antes (y terminándose), en la espera de que indicaran el momento de recorrer la rampa y pasar a los andenes, cuando había mucho tiempo para presenciar los misteriosos rituales de preparación que llevaban a cabo los funcionarios: un solo hombre multiplicado en una docena por el severo azul marino del uniforme, la gorra con visera de charol, la hierática diligencia de su desempeño —en alguna taquilla que quedara abierta había uno más, que despachaba los boletos cortándolos de una fantástica colección de serpentinas de colores—, o las evoluciones de los cargadores, uniformados también, pero en caqui. Una agitación creciente, pero sobre todo el entendimiento de que quienes nos encontrábamos ahí lo hacíamos por una voluntad tácita de desaparecer, y asistíamos a ese calmo frenesí —bultos, abrazos, comprobaciones de último momento, quizás apurar un sándwich o un café con leche en la cafetería, el taxi, las maletas, leer una y otra vez las inscripciones en los boletos— sólo porque así conseguiríamos omitirnos de eso que ahí sólo cabía concebir como la vida real —yo habría tenido que ir la mañana siguiente al colegio, mi papá había bajado la cortina del consultorio, pero que nada tuviera explicación aceptable dotaba al acontecimiento de un sentido absoluto, inapelable—: yo tendría siete u ocho años, y el comienzo del viaje (el comienzo de su fin) era un modo dichoso de sustraerse, cosa suficiente para la más absoluta fascinación. Hora de salida: nueve de la noche.
       Tal vez el viaje empezaba (y empezaba a terminarse) a la hora de ir al carro-comedor: las piezas pesadísimas de la vajilla, el equilibrio funambulesco del camarero, la famosa realidad que apenas alcanzaba a suponerse por las luces veloces que corrían del otro lado de la ventanilla. O en el carro-fumador, enseguida: en su semipenumbra que —todavía estaba desierto, siempre éramos de los primeros en cenar y regresar a nuestro compartimento— presidía un barman atareado en secar los vasos e inventariar el surtido de botellas. O en la plataforma de nuestro vagón, donde nos golpeaba el aire y veíamos ir de un lado a otro a los revisores y a los porters (los primeros todos de azul, los segundos de filipina) hasta que armaban las camas y daba inicio el sueño que se disolvería con la campanilla para el desayuno. Luego, la precipitación del arribo, el ajetreo, las locomotoras (¡por fin!), la maqueta gigantesca donde corrían trenes en miniatura en el vestíbulo gigantesco de Buenavista. Apenas comenzaba el viaje, pero ya estaba terminando: el trayecto de regreso, siempre acelerado por el desencanto que es volver, nos depositaba en una estación que, por la luz de la mañana, era la prueba incontestable que la otra, la de la noche de la salida, no existía.

Publicado en la columna «Excipiente», en KY núm. 15; para ver la revista completa, click aquí.

Mauricio Kleiff

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Es muy probable que al cultivar una nostalgia lo que en realidad vaya echando raíces sea el prejuicio, y que en la obcecación inútil de ver para atrás esté perdiéndose uno de lo que pueda haber aquí mismo, o más adelantito. Por eso a los viejos memoriosos se termina por dejar de hacerles caso, y por eso, si uno se enterca en las lamentaciones de lo que ya no es, acaba por volverse cada vez más ideático. Pero lo cierto es que tampoco parece haber remedio, y que ver crecer la propia edad es ver multiplicarse las ocasiones para la añoranza infértil y el disgusto cotidiano que uno gana al ceder a ella. Por ejemplo: apenas voy enterándome de que el pasado 23 de marzo murió el escritor Mauricio Kleiff, el libretista de programas inolvidables como Los Beverly de Peralvillo o Los Polivoces (una televisión que ya no existe, materia de nostalgia que a muchos nos concierne, pero que en realidad no le importa a nadie). Antes de empezar a pensar en lo triste de la noticia, lo que me solivianta —bonito verbo, «soliviantarse», pero empolvado y sólo imaginable en boca de un anciano rabioso como Don Teofilito— es el retraso con que la descubro. Claro: ahora veo, echando un ojo a los basureros de internet, que pasó fugazmente en las páginas de espectáculos de algunos diarios, y que unos cuantos articulistas —nostálgicos como yo— la comentaron más oportunamente, y creo que si me la perdí fue por estar atento a informaciones más estruendosas e inútiles, como el caso de la niñita aparecida que está sirviendo para desbaratarle los sueños presidenciales a un gobernador... Parecerá que me despisto (cosa muy propia del cascarrabias que al farfullar sus corajes brinca de un asunto a otro), pero a lo que voy es a esto: los entretenimientos que surte la televisión en México son de naturaleza tan perversa que es difícil no echar de menos —y sin que sirva de nada—figuras como la de Kleiff, cuyo trabajo nos alcanzó a tocar de un modo infinitamente más edificante y que, sin embargo, desaparecen sin dejar más legado que las evocaciones que cada quien sea capaz de preservar: nada, de cuanto se produce hoy en día, tiene a esas figuras en cuenta.
       Me entero, así, de que Mauricio Kleiff llegó a México luego de una infancia que debió de ser horrible en la Polonia de la Segunda Guerra Mundial; empezó como vendedor de seguros y de joyas, pero era apostador incorregible, y escondiéndose de sus acreedores fue como empezó a escribir chistes para el Loco Valdés, El Comanche, El Borras y Héctor Lechuga; luego tuvo lugar el venturoso encuentro con Los Polivoces, del que nacieron personajazos como El Guachangüer y El Mostachón, Gordolfo Gelatino y su mamá Doña Naborita, Agallón Mafafas y Juan Gárrison y Don Laureano y Doña Lencha. Escribió más de dos mil programas de televisión. Y lo que yo digo es: pocos escritores como él —en cualquier ámbito— han tenido un entendimiento mejor de lo mexicano y nos han hecho tan felices. Es triste —y de qué sirve que lo sea— que ya nunca vaya a haber nadie así.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 15 de abril de 2010.

Plus: «La historia de Gordolfo Gelatino» cortesía oportunísima del maestrazo Jors: ¡píquenle!

Roberto Calasso: el anfitrión de los dioses

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«En las numerosas salas del templo de Tebas se oía un parloteo insistente, un temblor de pies ligeros, un cruce canoro. Todos los dioses habían bajado del Olimpo para las bodas de Cadmo y Harmonía. Vagaban por los aposentos, atareados y locuaces. Afrodita se ocupaba de adornar el lecho nupcial. Ares, insensato y jovial, desarmado, insinuaba un paso de danza. Las Musas ofrecían el abanico de todos los cantos. Las alas de Nice, que se divertía haciendo de criada, rozaban las de Eros velocísimo».
    Todos los dioses. Y con razón: la novia era la hija de Afrodita, y Cadmo, hijo del rey Agenor, era el héroe que había partido, sin más armas que su ingenio, en busca de su hermana Europa (raptada por Zeus, que para el efecto adoptó la forma de un toro blanco), y quien habría de dar a los griegos el invento que terminaría por cancelar la cotidiana convivencia de los hombres y las divinidades: el alfabeto. Vencedor de Tifeo, que pretendía arrebatar a Zeus su lugar preponderante en el Olimpo, Cadmo fue recompensado por este último no sólo con semejante esposa, sino además con la promesa de que haría de él el «salvador de la armonía del cosmos». Y el banquete nupcial fue la ocasión en que dioses y mortales estuvieron más próximos: «En las bodas de la doncella Harmonía los términos extremos del mundo se habían tensado en un acuerdo visible por última vez». A la mañana siguiente, cuando Cadmo y Harmonía despertaban, los Olímpicos habían abandonado el palacio de Tebas, y el mundo nunca volvería a ser igual.
    «Pero, ¿cómo había comenzado todo?». Tal pregunta es el origen de una empresa titánica de erudición, imaginación poética y comprensión profundísima de lo humano y lo divino: una empresa de sabiduría. El autor es Roberto Calasso, quien a partir de esa pregunta se interna en los innumerables bosques de la mitología griega para volver a contar las historias que nos han modelado al paso de los siglos, y quien nos conduce por esas espesuras como un guía preclaro a cuya inteligencia —en la lectura de Las bodas de Cadmo y Harmonía— terminamos debiendo el entendimiento y la fascinación que, de otra forma, difícilmente habríamos podido alcanzar. Calasso (Florencia, 1941) ha dedicado su vida a dos oficios que derivan, con pareja fortuna, de su condición de lector apasionado: la escritura y la edición. Fundador de Adelphi, uno de los sellos más prestigiosos que existen, ha sostenido que el trabajo de un editor consiste en ir componiendo, a lo largo de una vida, un solo libro formado por los títulos que vayan integrando su catálogo; se puede tener una idea del libro que así ha ido armando en Cien cartas a un desconocido, una selección de las solapas (los breves textos que resumen las razones por las que hay que leer un libro) que Calasso ha escrito para sus elecciones: Marcel Schwob, Herman Hesse, San Ignacio de Loyola, Elias Canetti, Thomas de Quincey, Plutarco, Jorge Luis Borges... Un canon admirable al que bien vale la pena confiarse para tomar nuestras propias decisiones como lectores.
    Como ensayista excepcional, que da cauce a su cultura en prolijas narraciones que son a la vez esmerados exámenes de la materia que cuentan, Calasso se ha internado también, así como en la griega, en la cosmogonía india —en Ka, un recorrido deslumbrante por los comercios entre potencias humanas y sobrehumanas en aquella parte del mundo—, pero también en los asombrosos vínculos que se tienden entre el sueño, la locura, la posesión divina y la creación artística. Desde su primer libro, El loco impuro, basado en las memorias de un enfermo mental que sirvieron a Freud para el estudio de la paranoia, el florentino ha perseguido las manifestaciones de la presencia de los dioses entre los hombres, y para ello se ha amparado en las figuras tutelares de Novalis, Hölderlin, Lautréamont, Mallarmé, Baudelaire, Proust o Kafka, entre muchos otros que bien saben de eso.
    Y con tal materia ha hecho gran literatura. «La literatura no es nunca un asunto de un sujeto individual», ha observado. «Los actores son por lo menos tres: la mano que escribe, la voz que habla, el dios que vigila e impone». Los libros de Roberto Calasso, bellamente iluminadores, bien pueden considerarse demostraciones cabales de esa intervención divina.

Publicado en Magis 415

De museos

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Si en un viaje se admite como algo perfectamente natural esa peculiar actividad que consiste en visitar museos (acaso porque así se busque una comprensión mejor del lugar que visitamos, más allá de la vivencia superficial que es posible tener en un medio extraño, o nomás por inercia, porque parece que es lo indicado), hacerlo en el terruño, en cambio, no sólo resulta excéntrico, sino que uno hasta llega a tener dicha actividad como cosa impensable, y si se la plantea en serio (cosa improbable) la acomete con no poco recelo y con la precaución de quien se pregunta si estará invirtiendo correctamente su tiempo ocioso. Hablo por mí, desde luego, que como buen ideático tiendo a meter freno antes de haber empezado a acelerar... Y malamente, como hubo ocasión de comprobar la semana pasada, cuando a falta de viaje y sin más opción que turistear por la ciudad, decidimos visitar las exposiciones de José Clemente Orozco en el Cabañas y la de Gabriel Figueroa en el Museo de Arte de Zapopan.
    Yo había venido enterándome de que la primera ha sido objeto de varios reparos: desde la inauguración, odiosa porque sólo pudieron entrar quienes tuvieron invitación (esos pésimos moditos que tienen los políticos para volver aún más repelente el acceso a la cultura), pasando por lo mucho que se tardó en concretarla, lo que se echa de menos en ella y hasta la falta de indicaciones que permitan transitarla en orden. Pero lo cierto es que nada de eso importó, ya estando ahí. El encuentro con semejante artista es, sencillamente, imperdible. Y quizás hasta sea mejor abstenerse por completo de un recorrido prescrito, para dejarse conducir más bien por los hallazgos que a cada quien le están deparados. El Orozco caricaturista, por ejemplo, es sensacional, lo mismo que el melancólico intérprete de la miseria prostibularia en la serie La casa del llanto, o que el acucioso artífice de las composiciones monumentales. Y no hay rincón que no proponga una ocasión para el asombro.
    La exposición armada en torno a la figura de Figueroa promueve, por su parte, el razonamiento de lo que a muchos nos resulta entrañable. Habrá sido, sí, la mera visión de un hombre tras la lente, pero resulta que esa visión (y la sobrenatural potestad que detentaba sobre luces y sombras) nos ha modelado por más que no siempre hayamos estado al tanto de ello, de manera que ir a descubrirlo ahí es verdaderamente emocionante. Además, puesto que la curaduría está orientada por una estimable ponderación del contexto histórico, de la visita puede obtenerse también una sostenida reflexión que quizás se resuma en esta pregunta: ¿qué le ha pasado a México? Hay una foto en la que posan, sentados a la mesa de un restorán y muy sonrientes, el propio Figueroa, el Indio Fernández y ¡Orozco! (bueno, Orozco no parece que sonría). Y es fascinante fantasear con lo que pudieron haber estado platicando —y lo que tendrían que decirse hoy.
    Total: hay que animarse a ir a estos museos. Se siente raro, pero se siente muy bien.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 8 de abril de 2010.

¿Limpia?

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Creo que ya es raro oír o leer un eslogan que, durante mucho tiempo, tapatíos y visitantes trajimos incrustado en el conjunto de suposiciones con que nos hacíamos una idea de esta ciudad: «Guadalajara, Ciudad Amable». No sé si habrá sido un lema establecido o adoptado por alguna autoridad en turno, ni —lo que parece más dudoso— una etiqueta surgida espontáneamente, y luego asentada en la imaginación colectiva, por la vivencia de una urbe que acaso alguna vez pudiera reconocerse así: como un territorio de convivencia armoniosa facilitado por las actitudes de sus habitantes, por la buena disposición de sus espacios públicos y, en suma, por cuanto hubiera hecho que vivir aquí o hallarse aquí fuera una experiencia deseable y hasta venturosa. En todo caso, es claro que las circunstancias reales de la ciudad han conseguido, desde hace mucho tiempo, cancelar del todo esa aspiración, y que basta apenas comenzar a ilusionarse con ella (con que Guadalajara conserva ciertos rumbos o ciertos momentos que la harían pasar por «amable») para moverse tantito y constatar que lo que prevalece es la neurosis, la hostilidad, la fealdad, el estrépito, la mugre, el disparate, el desastre y el miedo.
    Por otro lado, está la dificultad, siempre soslayada por las generalizaciones convenencieras de los políticos —pero también por la desatención y la concha de sus gobernados— de saber a qué nos referimos cada que hablamos de Guadalajara. No sólo por las dimensiones que ha alcanzado y seguirá alcanzando la metrópoli, sino sobre todo por la diversidad pasmosa de ciudades que es posible reconocer en toda su extensión, más allá de las demarcaciones municipales. Con que uno se proponga recorrer —un día de estos santos: no es mala idea para hacer un viaje por destinos exóticos e inimaginables— un triángulo cuyos vértices estén en Santa Cecilia, en Ciudad Granja y en Miravalle, por ejemplo, se verá que el topónimo no sirve de gran cosa para saber dónde nos hallamos y qué es lo que está sucediendo. Supongo que pasará con todas las grandes ciudades, pero Guadalajara tiene una particular preferencia por la indefinición, cosa que la lleva a desentenderse de ella misma porque es una ciudad que sólo está donde uno está, y lo demás no existe.
    El nuevo eslogan del Ayuntamiento tapatío puede verse bien como una fantasía pueril (si se admite que es la expresión de un ideal) o bien como una falacia y un gesto de cinismo. «Guadalajara es limpia», dice (con un añadido que reza «Nuestro Gobierno también»). Hasta daría risa si no fuera tan miserable la evidencia que lo desmiente. La inmundicia es el signo de todos los días, manifiesto no nomás en la basura, sino también en la imprevisión, en la malhechura, en la corrupción impune, en la estupidez, en el ruido, en la majadería, en el descuido, en la pobreza de imaginación para que la vida aquí fuera algo más vivible. Para qué podrá servir esta formulita zonza ideada por la administración actual, más que para confirmar lo que no es.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 1 de abril de 2010.